Encuentro con Matteo Garrone | por Óscar Brox y Ferdinand Jacquemort

Uno de los tópicos más frecuentes en la cinefilia actual consiste en la categorización compulsiva de cineastas en generaciones, grupos, estilos. Así la Nueva Comedia Americana, el Nuevo Cine Alemán o, por qué no, los Nuevos Cineastas Españoles. Más allá de que compartan rasgos e inquietudes comunes, habrá que buscar la parte fundamental en la consistencia de sus discursos personales, no sólo en su eventual adscripción a una determinada corriente. Y es que basta recordar aquella acalorada discusión entre Nanni Moretti y Mario Monicelli para recuperar una afirmación del primero que no por altanera dejaba de ser menos válida; «El cine italiano soy Yo». Una sentencia que, de inmediato, nos sugeriría la siguiente reflexión: Entonces, ¿qué es el cine italiano?


Acercarse a la obra de Matteo Garrone invita a sumergirse en algunas de estas cuestiones, pues no sólo refleja el presente del cine italiano o su actitud política, sino también su vocación por destacar, entre el vasto paisaje que significa cualquier cinematografía, los pequeños detalles que describen a un cineasta más allá de las modas -Cannes y el efecto Gomorra (2008)- y los estilemas políticos -a lo Sabina Guzzanti-, preocupado por encajar una mirada inconformista en mitad del incierto panorama cinematográfico. Por eso, la obsesión de ciertos periodistas por preguntarle sobre la seguridad del novelista Roberto Saviano y la suya propia debía sonarle a chiste; tanto como la sensación de que su carrera parecía agotarse entre las paredes y la atmósfera opresiva de Casal di Principe.


Nuestro encuentro con Garrone se produjo en el tiempo muerto entre una entrevista radiofónica y la recogida del premio por el que había acudido a la XXV edición del Festival Cinema Jove. Sin grabadora, casi a hurtadillas -e instigados, en parte, por una amiga-, hablándole en castellano mientras respondía en italiano, intercambiamos ideas a propósito de sus películas, su manera de ver el cine y, en particular, la reflexión que el propio Garrone hace de sí mismo a cada insinuación con la que parece no estar de acuerdo.


Un vistazo rápido a la filmografía de Matteo Garrone puede resultar desconcertante. De un lado, Terra di mezzo (1996) y Ospiti (1998), que incluso comparten personajes, abordan la (falta de) inserción social del inmigrante en Italia; del otro, L’imbalsamatore (2002) y Primo amore (2004) funciona como las dos caras de la misma reflexión, una suerte de fábula en torno a las pequeñas miserias y desgracias cotidianas silenciadas por su escasa relevancia social. Y no digamos Gomorra, película que a este paso cualquiera pensará que es un encargo. Sin embargo, rascando pacientemente la superficie de su cine, alcanzamos a unir los puntos que parecen separar unas películas de otras. En efecto, sus dos primeras producciones versan sobre la exclusión social, desde el lado de las prostitutas africanas que se apalancan a ambos lados de carreteras secundarias, hasta el de los jóvenes albaneses, rumanos o búlgaros que, también en la carretera, buscan trabajo a diario como pintores, carpinteros o lo que se tercie. Pero, ¿acaso los protagonistas de L’imbalsamatore y Primo amore no representan también  otra parte de esa exclusión social? O la propia Camorra que, fragmentada en clanes, no perdona la obstinación de los dos jóvenes gangsters empeñados en pertenecer al grupo. En este sentido, el discurso sobre la exclusión podría ser un perfecto vaso comunicante entre sus diferentes acercamientos cinematográficos. Pero utilizamos el condicional porque Garrone no lo ve tan claro.


En una de las múltiples entrevistas disponibles en Internet, un crítico reprocha a Garrone el preciosismo de la fotografía de Terra di mezzo, pues, de alguna manera, su estética –sobre esto, volveremos más adelante- contradice a la ética que desprende su discurso sobre prostitutas e inmigrantes. Para Garrone no es más que una acusación sin fundamento, ya que una imagen más descuidada no proporciona un tono más documental. Pero, hurgando en esa película, nos damos de bruces con la primera discrepancia de Garrone. ¿Un filme sobre la exclusión? Bueno, los inmigrantes están ahí, pero sus clientes son los italianos. Y es que en Terra di mezzo el dinero fluye en todas las conversaciones -¿cuánto me das?, ¿por cuánto lo harías?, préstame tanto-, aunque sólo una de las dos partes esté en posición de aflojarlo. Así, los inmigrantes son más una herramienta de contacto con la sociedad antes que los protagonistas, porque es la sociedad la que destapa sus miserias cuando les exige.


La exclusión no es tan importante como la posibilidad de revelar la sordidez y la flaqueza moral latentes bajo lo cotidiano. En este punto, que los personajes sean unos outsiders sería el oportuno acento para distanciarlos de la masa y poder desmenuzar con calma sus entresijos. De acuerdo, pero el tono entre sus primeras realizaciones y sus dos siguientes no parece -ya no sólo por una mirada documental ausente- el mismo. ¿Existe un hilo que una su mirada sobre la sociedad y sus inmigrantes con la de los pequeños relatos sobre otra clase de inmigrantes? Para Garrone lo que marca el paso entre Ospiti y L’imbalsamatore es, en primer lugar, es que deja de trabajar sobre la realidad para volcar el trabajo sobre el guión, sobre el proceso de escritura, y luego filmarlo. Lo que, en algún momento de la conversación, le lleva a describir sus siguientes obras como fábulas -en especial, Primo amore- encaminadas a otro fin: crear un mundo alternativo a la realidad retratada en sus anteriores filmes. Un detalle que, multiplicado a través de sus complementos -la imagen del personaje precede a su contenido; hay que ajustar el lenguaje antes que los efectos retóricos de éste; etc.-, parece identificarle con el formalismo… aunque arquee las cejas cuando se lo decimos.


 

 

Hasta aquí puede parecer que, siguiendo la tradición de otras entrevistas, Garrone se muestra refractario ante determinadas interpretaciones. Sin embargo, cuando abordamos la tensión entre la extraña pareja de L’imbalsamatore y aludimos a cómo Peppino es un personaje que exhibe sin complejos su deformidad moral -y aquí deberíamos recuperar la idea de que Garrone construye a los personajes a través de un tipo de físico específico-, se descuelga (y sonríe) asegurando que pensaban en Peppino como un héroe. Entonces, Valerio, el atractivo co-protagonista que durante todo el filme subordina sus deseos a los del siniestro taxidermista se transforma, según Garrone, en «un oportunista». De este modo, Peppino cambiaría su sordidez por una existencia desdichada en busca de una relación que sabe que nunca será posible. Valerio, en cambio, se dedicaría a dar tumbos como un parásito incapaz de proporcionar a Peppino la comprensión que necesita. Y es tal la confianza que muestra Garrone para con sus criaturas que no duda en remarcar que no hay papel de verdugo -por mucho que sí haya apunte moral- en el desenlace de su filme. Afirmación que, esta vez sí, compartirá con la lectura de su siguiente película, Primo amore.


Si algo destaca Garrone de su quinto filme es, sin duda, su vocación de cuento de hadas. De nuevo, Vittorio es un personaje que recorre los caminos andados por Peppino en el anterior filme y, sin necesidad de que Garrone lo describa como un héroe, podemos imaginarnos que Primo amore habla de otra clase de tragedia, la incomprensión. La fealdad de Peppino contrasta con la inestabilidad mental de Vittorio, cuyos deseos parece equiparar Garrone, en una útil metáfora, con el proceso de fundición de los metales preciosos. Hay que vaciarlos de sus impurezas para alcanzar su verdadero valor. Y ese es el proceso que Vittorio ejecutará con su amada Sonia. ¿Podría ser ésta otra oportunista como Valerio? Desde luego que no. Pero el masoquismo y la subordinación de su personaje ofrecen una característica también presente en su anterior película: la pasividad, el silencioso conformismo, que Garrone refuerza a través de paisajes opresivos y entornos cerrados desconectados del núcleo urbano. Ahora bien, ¿es esa pasividad un síntoma de la sociedad italiana?


En los primeros párrafos señalábamos que Garrone no participa de esa vertiente política del cine italiano, ni en los mejores casos (Delbonno, Moretti, Olmi) ni tampoco en los peores (Guzzanti, Verdone -éste, en otras coordenadas políticas- o Veronesi). Cuando se le pregunta, se muestra cauteloso con la etiqueta de cine político, ya que sea hecho mucho mal cine político en Italia -incidiendo en que forma y fondo no pueden ir separados- y, aunque el contexto actual lo obligue, duda del efecto que pueda tener sobre la figura de Berlusconi. Y se descojona. Y nosotros también. No obstante, aunque esa clase de cine político no se encuentre en su obra, sí está presente otra clase de actitud, también política, que responde a la pasividad, el conformismo, la neurosis y el estancamiento de los relatos y personajes que pueblan su cine. Para entender a qué clase nos estamos refiriendo, habría que pensar la siguiente afirmación a propósito de Gomorra: «en el barrio napolitano donde rodamos la película no había buenos ni malos; simplemente, allí el Estado no llegaba».


Hay que rastrear la actitud de Garrone, precisamente, en la sensación que provocan todas sus películas, sean historias de amor, de amistad, retratos sociales o radiografías documentadas de las actividades mafiosas: hay un punto en el que la moral, la sociedad, las leyes o las normas no llegan. Es el ojo de diferentes huracanes que, sin embargo, convergen a la hora de reflejar una imagen de conjunto de lo que significa el cine de Matteo Garrone. En Primo amore el bosque deja de inspirar una imagen de huída, de escapada para representar otra pared más en la turbulenta relación entre Vittorio y Sonia. También el Golfo de Nápoles en Gomorra, a pesar de su vasta extensión, inspira una idea de encierro antes que de liberación. Roberto Saviano dice en su libro que «La camorra llama familia a un clan organizado con fines delictuosos, en el que es ley la fidelidad absoluta, se excluye cualquier expresión de autonomía, y se considera traición, y digna de muerte, no sólo la defección, sino también la conversión a la honradez». Y esa exclusión, que en Gomorra como en otras películas se convierte en desprecio total por los seres humanos -cosidos a tiros, remolcados, enterrados o abandonados a su suerte-, es la que camufla la inmigración, el amor o la soledad de sus primeras películas: la exclusión de movimiento, de acción y, en definitiva, de vida. Una exclusión que, aunque se limite a radiografiarla con mayor precisión, no limita la actitud política de Garrone. Porque sus imágenes invitan, como el niño protagonista del episodio napolitano de Paisà (Roberto Rossellini, 1946) al soldado negro, a que las acompañemos allí donde la política, la moral y la sociedad no dan más de sí.


Matteo Garrone es un cineasta modesto, de los que no te reconocen su huella en Gomorra, dejando caer la autoría sobre las espaldas de Saviano. También un hombre preocupado por la honestidad y los efectos retóricos de las imágenes que crea, lo que genera su mayor rechazo hacia ese cine político que fagocita la honestidad para potenciar la retórica. En ocasiones, resulta casi imposible que admita una interpretación, como si esta fuese tan difícil de localizar como a los colombianos que los dos adolescentes de su último filme pretenden aniquilar. Pero eso no resta ni un ápice de integridad a la carrera que ha construido con sólo seis filmes en su haber. Al contrario, es el síntoma, esta vez sí, de un cineasta cuya visión del cine, de las cosas y, por qué no, de su propio país, no se pliega a la reflexión acomodada ni a los lugares comunes definidos por la temblorosa sinistra italiana. Probablemente, su resistencia a adherirse a las numerosas tesis que surgen a partir de sus películas le haga un realizador lo suficientemente incómodo y versátil -su próxima película, dice, será una comedia; un apunte, dijo lo mismo tras presentar Primo amore… y luego vino Gomorra- como para pertenecer a una generación, a una línea o a un grupo. Y es, tal vez, en esa voluntad de excluirse e ir a su aire donde encontramos la lección más valiosa de esta charla: si en su cine primero están los personajes y luego el fondo; hace falta recordar que, a pesar de la fuerza retórica que imprimen los grupos -también su ansiedad por definirlos, adorarlos y localizarlos-, lo que define a uno sobre los otros es la importancia de los pequeños detalles, esos que nos ayudan a separar el grano de la paja, lo nuclear de lo coyuntural. Y el cine de Garrone, como el de tantos otros, sabe mucho de pequeños detalles.


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