Acechos, intrigas, vuelos: a propósito de A Touch of Zen | David Bordwell



En julio de 2016, Criterion ponía a la venta una edición Blu-ray remasterizada en 4K de A Touch of Zen (Xia nü. King Hu, 1971), una de las películas chinas de artes marciales más renombradas de la historia del cine. A Touch of Zen es el único filme de dicho género programado a concurso –y premiado– en la sección oficial del Festival de Cannes junto a The Assassin (Nie yin niang. Hou Hsiao-Hsien, 2015), y de su enorme influencia se han hecho eco títulos como La casa de las dagas voladoras (House of Flying Daggers/Shi mian mai fu. Zhang Yimou, 2004) y, como señala el autor del texto cuya traducción os brindamos, Tigre y dragón (Crouching Tiger, Hidden Dragon/Wo hu cang long. 2000). Y es que la edición de A Touch of Zen a cargo de Criterion incluía entre sus extras el siguiente ensayo sobre la película escrito por el crítico David Bordwell, quien no necesita presentación, y de cuyo interés por el cine popular asiático han dado cuenta numerosos artículos y el libro Planet Hong Kong: Popular Cinema and the Art of Entertainment (Harvard University Press, 2000). Disfrutadlo.


Diego Salgado



King Hu

Las películas asiáticas de artes marciales resultan esenciales para la consideración de la historia del cine en términos artísticos. Hasta hace poco, una afirmación semejante habría sido tachada de imprudente; hoy por hoy, el cine de fantasía y aventuras abunda en espadachines voladores y dragones, y los videojuegos hacen ostentación de las artes marciales. A un nivel más profundo, la tradición que cimentaron en los años veinte del pasado siglo las películas chinas y japonesas sobre duelos con el dāo o la katana, y que prorrogaron el cine de Akira Kurosawa posterior a la Segunda Guerra Mundial y los directores de Hong Kong, trajo aparejada una indagación entusiasta en la estética fílmica: la manera en que la acción se pone en escena y se monta, el modo en que el sonido realza los movimientos... En dicha búsqueda colectiva de las posibilidades expresivas del género, ninguna labor puede considerarse más idiosincrásica y estimulante que la llevada a cabo por el director chino King Hu (1932-1997).


Nacido en Pekín, King Hu (Hú Jīnquán) emigra a Hong Kong con diecisiete años y se abre paso como actor en el estudio Shaw Brothers, por entonces en plena expansión. Su salto a la realización coincide con la apuesta de los hermanos Shaw por emprender un ciclo de producciones, publicitadas en 1965 como toda una nueva “era de acción”, que aspira a renovar el cine wuxia y que determinará el rumbo de la carrera de Hu. Las películas de este tipo, protagonizadas por caballeros heroicos y errantes y dinámicos espadachines, habían sido un pilar de la industria china desde el cine mudo. Por su parte, los estudios de Hong Kong que filmaban en cantonés habían desarrollado a lo largo de los años cincuenta un wuxia fantasioso, en el que guerreros y guerreras se enfrentaban a monstruos, buscaban tesoros escondidos, coqueteaban con la magia negra, y hacían gala de habilidades de combate espectaculares, entre ellas el vuelo. Pero el ciclo por venir de los Shaw rompería “con convenciones escénicas a la hora de rodar, y daría paso a técnicas inéditas en aras a lograr un mayor realismo, particularmente en las escenas de lucha”.


Dos películas estrenadas a principios de 1966 sientan las bases de todo ello: Tiger Boy (Hu xia jian chou. Chang Cheh, 1966), y Come Drink with Me (Da zui xia. King Hu, 1966), que se convierte en una de las producciones de los Shaw más taquilleras de aquel año. Las marcadas diferencias entre los directores de uno y otro filme revelan desde muy pronto la variedad de opciones que acogerá el nuevo cine wuxia. Chang Cheh promovería lo que él mismo denominó como “masculinidad recia”. Títulos como El espadachín manco (One-Armed Swordsman/Du bei dao. 1967) se centrarán en héroes sometidos a infortunios extremos que ponen a prueba su devoción por camaradas y maestros. Vía castigos sadomasoquistas, vestimentas extravagantes, y sangre en abundancia, los protagonistas de Chang acaban por hallar la redención en una forma tortuosa de hermandad. Hu se reveló un narrador más clásico. Continuó la tradición de presentar a hombres y mujeres puros que, en tanto guerreros, protegen al inocente y se oponen a la corrupción política. A nivel estético, sin embargo, estuvo lejos de ser conservador. Mientras que Chang exprimía los potenciales de una puesta en escena y un montaje familiares para el espectador, Hu fue audazmente experimental, incluso excéntrico, a la hora de rodar y ensamblar las escenas de sus películas.


Y es que, mientras trabajaba en la citada Come Drink with Me, Hu comprendió, como manifestaría más tarde, que “cuanto más sencillo es el relato, más oportunidades tiene el aparato estético de ser elaborado”. Concedía, por ello, gran importancia al diseño visual. Dibujaba cada plano por adelantado, y proporcionaba fotocopias del boceto resultante al equipo técnico y el reparto. Confesaba ser un ignorante absoluto en lo referido a las artes marciales: ”el kung fu, el mito de Shaolin… no tengo ni idea de qué va todo eso”. Las técnicas de lucha que se veían en sus películas derivaban de los movimientos habituales que llevaban a cabo los actores en las representaciones de la Ópera de Pekín, y, de hecho, comparaba sus escenas de lucha con coreografías. Prodigaba atención especial a las set pieces, hasta el punto de reservar durante la producción de A Touch of Zen veinticinco días para filmar las evoluciones de los personajes por un bosque de bambú. Hu tuvo otros intereses –lo zen, la historia de China–, pero era, ante todo, un esteta.



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Esta preocupación por la calidad artística terminaría por distanciarle de la Shaw Brothers y encaminarle hacia una concepción de las películas más independiente. Pasado poco tiempo de sus trabajos para los Shaw, Hu es acogido por un estudio taiwanés recién puesto en marcha, Union Film, y, después del éxito de su primera película para ellos, Dragon Inn (Long men kezhan. 1967), logra que se concrete el decorado monumental de un pueblo donde ambientará su proyecto soñado, A Touch of Zen, que había escrito y para el que diseña los sets y el vestuario. Union Film apuesta por dividir en dos partes la película debido a la duración del conjunto –200 minutos–, y por estrenar una y otra con un año de diferencia. La estrategia se salda con fracaso de taquilla en Taiwán, mientras que, en Hong Kong, un montaje global cuyo metraje alcanza las dos horas y media se exhibe únicamente en dos pantallas durante una semana. A Touch of Zen ha de esperar para tener repercusión amplia a que se proyecte su versión íntegra en la edición del Festival de Cannes celebrada en 1975, donde obtiene un premio por sus logros técnicos. Ser exhibida en el certamen galo supone la introducción a audiencias occidentales del cine chino de artes marciales.


En las películas de Hu no cuesta reconocer elementos estándar de la narrativa wuxia. Se reiteran, por supuesto, los lances con espadas, así como los disfraces, las persecuciones, los mensajes a descifrar, y los tira y afloja entre caballeros idealistas y esbirros crueles del poder. Durante sus combates, los guerreros protagonistas pueden dar saltos de gran amplitud, y propinar con las palmas de sus manos golpes capaces de arrojar a un enemigo a metros de distancia. Sin embargo, el director chino también reinterpreta la tradición: disfruta de hacer converger las ramificaciones diversas de la historia en un solo escenario, a menudo una posada, donde coinciden los adversarios y sus maquinaciones; y son frecuentes las guerreras que se hacen pasar por hombres.


En A Touch of Zen, añadió una dimensión sobrenatural, al imbricar una saga de duelos y reyertas en la clásica historia china de fantasmas acerca de una mansión decrépita habitada por una bella y misteriosa desconocida. No puedo recordar ahora mismo otro wuxia de aquella época en que el primer combate se posponga durante cerca de una hora. En vez de luchas, se nos expone la rutina diaria de un Gu Sheng-tsai (Chun Shih) de rasgos angulosos, que abre su tienda de pintura y dibujos mientras soporta la letanía de su madre en torno a que encuentre una esposa y un trabajo lucrativo. Aunque a esta cotidianidad no le falten detalles ominosos: un médico y su ayudante, que parecen esconder algo; un grupo de monjes errantes; un ciego que lee la fortuna; un hombre sospechoso que merodea armado por el pueblo; y, sobre todo, ruidos inquietantes procedentes de un caserón, núcleo de una fortaleza abandonada.


Este largo preámbulo, no contribuye solo a despertar la curiosidad del espectador. Le incita a disfrutar de los valores visuales que aportan los decorados sumidos en claroscuros, un vestuario opulento, y composiciones en formato panorámico animadas por los movimientos gráciles de los personajes. En un determinado plano, el merodeador armado se escabulle. ¿Por qué? Se han colado en el encuadre las túnicas azafrán de unos monjes, llamas tenues de color que alivian el panorama deslucido de la calle; Hu plantea un motivo visual cuyo sentido completo se aprehende hora y media después, cuando una veta de sangre dorada mancha una túnica.


Una vez Gu ha caído en brazos de la bella y adusta Yang Hui-zhen (Hsu Feng), los hechos se precipitan. El espía resulta ser Ouyang Nian (Tien Peng), un militar de incógnito a quien el eunuco de la corte Wei Zhongxian ha encargado detener a Yang, una fugitiva, para que sea ejecutada. Uno y otra entablan combate entre varas de oro, y, solo cuando Ouyang huye, el espectador y Gu tienen noticias de lo que está sucediendo, merced a dos flashbacks: el padre de Yang, un funcionario honorable, ha sido torturado hasta la muerte, y, su familia, represaliada. Con la ayuda de dos generales rebeldes, Lu y Shi, que han adoptado nuevas identidades, Yang se había refugiado en el pueblo de Gu. Hasta allí había seguido su pista Ouyang.


King Hu

La historia es simple, pero su tratamiento complejo. Ninguna película producida por los Shaw habría retrasado con efecto tan hábil la exposición de su argumento principal. Y tampoco ninguna había presentado los lances heroicos a través de los ojos de un personaje secundario. Mediante la articulación de la trama en torno a Gu, Hu crea un protagonista-testigo de los acontecimientos; alguien de temperamento estudioso y artístico, ineficaz, ansioso por complacer a los demás y desbordado por eventos insólitos. Cuando propone una compleja emboscada a las fuerzas de Wei, Gu adopta un rol más activo, pero pronto vuelve a su pasividad habitual, y casi nos olvidamos de él mientras otros personajes ocupan el centro del escenario. La estructura episódica de A Touch of Zen remite a la alternancia de protagonistas habitual en la literatura china clásica.


Con el soberbio enfrentamiento en el bosque de bambú –la escena más famosa de la película, reinterpretada por Ang Lee en Tigre y dragón (Crouching Tiger, Hidden Dragon/Wo hu cang long. 2000)–, termina lo que originalmente era la primera parte de A Touch of Zen. El arco argumental de la segunda mitad no es tan preciso, quizás porque Hu todavía la planificaba y rodaba cuando la primera se estrenó. Pero no vamos a quejarnos: alberga set pieces todavía más deslumbrantes.



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Ouyang muere a consecuencia de las heridas infligidas por Yang, así que su misión le es encomendada a otro villano subalterno, Men Da (Wang Rui), que se cierne con sus hombres sobre el poblado de Gu. Este plaga de trampas la fortaleza ruinosa –que al principio consideraba encantada, ahora él mismo se ocupará de simular que lo está mediante espectros tan falsos como efectivos–, y, con ello, y sus tácticas nocturnas de guerrilla. se barre con los invasores. Una vez Yang y su leal Shi están a salvo en el monasterio donde les cobija el abad Hui-yuan (Roy Chiao), la película bien podría terminar. Pero no contábamos con el tenaz Gu, que sigue los pasos de Yang y que, al no encontrarla, acepta cuidar del hijo de ambos, que la joven dio a luz durante su ausencia.


Aquí podría darse asimismo por concluida A Touch of Zen, pero Gu pasa también a ser perseguido por las fuerzas de Wei. El abad encarga a Shi y Yang que le protejan, justo cuando hace acto de aparición un nuevo adversario, de poderes casi sobrehumanos. Se trata de Xu Xian-chun –interpretado por quien coreografió las artes marciales de la película, Han Ying-jie–, despiadado e imponente con su fajín escarlata. En una arboleda, tiene lugar un enfrentamiento de veinte minutos que componen asaltos breves entre los implicados. Primero, Yang y Shi se ocupan de los secuaces de Xu. Después, tratan sin éxito de hacer lo propio con él. Y, finalmente, es Hui-yuan quien neutraliza a Xu merced a sus facultades de lucha templadas pero inmensas.


Pero Xu no se rinde. En un escenario rocoso y desolado, apuñala a traición al abad. Después, sucumbe a visiones alucinatorias. Tiene lugar una transfiguración mística, y Yang y Shi quedan extasiados ante la aparición de Buda. Olvidado de todos durante media hora de metraje, Gu resurge arrodillado en una localización distante, como si también hubiera sido testigo del fenómeno. Una película que empezó contada desde el medroso punto de vista medroso de un erudito humilde, termina por hacer que compartamos la mente de un asesino sin piedad a quien abate una estampa de paz espiritual.


King Hu

Como muchos directores educados en la industria de Hong Kong, Hu escenifica las conversaciones entre los personajes con una agilidad comedida de la que podría aprender el Hollywood contemporáneo. Pero su fuerte estilístico son, por supuesto, las peleas. Después de Yojimbo (Yôjinbô. Akira Kurosawa, 1961), que les era proyectada a los realizadores que trabajaban para Shaw Brothers, una película de artes marciales tenía que ser algo sangrienta, y nuestro director se obliga a ello. Hu, además, recurre con más frecuencia de lo que lo hizo Chang Cheh a la técnica japonesa de usar amplios desplazamientos laterales de la cámara en torno al héroe para mostrar cómo este saja de un solo mandoble a un conjunto de oponentes, que luego caen uno a uno. Y exploró otras opciones: en el encuadre florecen composiciones abstractas de ballet cuando los personajes ejecutan saltos ajenos a la gravedad, materializados gracias a trampolines ocultos en el set. Como si estuvieran haciendo una prueba de casting para Iván el Terrible (Ivan Groznyy. Serguéi Eisenstein, 1945), las reacciones de los actores suelen consistir en sacudidas de cabeza o en desviar la mirada hacia los lados. Estas estrategias, procedentes del kabuki, se ven subrayadas por sonidos de percusión rítmica deudores de la Ópera de Pekín.


Pero, quizás, lo que más ha contribuido a la reputación de Hu sea su atrevimiento como montador. En A Touch of Zen, la fluidez en las escenas de diálogos da paso a disrupciones majestuosas en las peleas; el montaje dilata en ocasiones el tiempo de la acción, otras veces lo reduce a un pellizco. Algunos planos solo abarcan seis fotogramas, un cuarto de segundo en pantalla. El efecto es que la destreza de los guerreros nos parece pasmosa, la cámara se nos antoja incapaz de seguir sus evoluciones. En la escena que tiene lugar en el bosque de bambú, Yang y Shi desaparecen a su antojo y resurgen de la nada, corren, saltan, hostigan a sus enemigos, se lanzan contra ellos en picado. Tras un aluvión de primeros planos, un panorámica repentina nos obliga a buscar a los personajes en los salientes del encuadre... Posteriormente, un ataque súbito de Xu contra el abad se plasma con un salto de montaje que causa la impresión sensorial de un puñetazo: Xu embiste contra el abad desde el fondo del plano, y pasa a manifestarse casi ante nuestras narices. En este caso, la técnica cinematográfica amplifica la vibración de una maniobra disciplinada y, a la vez, casi milagrosa, de combate.


King Hu demostró ser uno de los directores más relevantes de los años setenta. Sus últimas películas se erigen en variaciones magníficas de sus recursos argumentales favoritos y sus técnicas de imagen y sonido. Las peleas en posadas de The Fate of Lee Khan (Ying chun ge zhi Fengbo. 1973) recuerdan a los números musicales, afinados por sus paletas de color, de Stanley Donen; The Valient Ones (Zhong lie tu. 1975) es, básicamente, una antología de las maneras en que puede escenificarse y rodarse una pelea; y Raining in the Mountain (Kong shan ling yu. 1979) es una vorágine de intrigas y juegos del escondite en un monasterio coreano. Pero A Touch of Zen perdurará a todos los efectos como la obra maestra de Hu: constituye un repertorio completo de su intransferible talento creativo, y la prueba fehaciente de que el cine de acción asiático constituye una de las cumbres del acervo cinematográfico mundial.



Esta es una traducción del artículo A Touch of Zen: Prowling, Scheming, Flying, publicada originalmente en la web de Criterion y cuenta con el consentimiento de su autor y de su editora, Liz Helfgott, a quienes agradecemos su generosidad.



David Bordwell



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