El futuro. Teoría materialista de la acción política | por Diego Herranz

Lo característico de la vida es el desfase. Es el desfase porque vivimos siempre encabalgados en el tiempo. Nuestro entendimiento reflexivo tiende a definir el presente como el único tiempo real, y es cierto: el pasado es memoria y el futuro, imaginación. Pero el presente no puede hacer operativo ese real sin enlazarse a las otras dos proyecciones. En el desfase entre los tres registros del tiempo, vivimos. Vivimos también políticamente, porque ¿qué otra cosa puede ser la política sino el dominio de las causalidades y de los acontecimientos? Cualquier teoría de la acción política debe considerar el efecto creador de realidad de los desfases y las articulaciones complejas del tiempo, cuando las cosas, las conciencias y los cuerpos encuentran nuevos y extraños ritmos e inventan una época.


Que el futuro es imaginación lo deja bien claro la secuencia de apertura, donde la voz sin imagen de Felipe González invoca las fuerzas de construcción de ese futuro. No es sólo una invención imaginaria, es un ideal, un modelo de representación. El futuro como democracia, modernidad y solidaridad. Pero ¿qué hay de los cuerpos, los objetos y los materiales que deben soportar ese ideal? A estudiarlo es a lo que se dedica toda la película.


Así entonces existen dos dimensiones: la voz sublime que idealiza el futuro y los cuerpos, los afectos, las miradas, los entornos físicos, es decir: el mundo que debe encarnar esa idealización. Pero tenemos también otro plano sobre el que se sostienen todos los hechos, el soporte primario, la materia difusa sobre la que se registra todo lo que sucede en la imagen y en el sonido: el celuloide, las cintas magnéticas y el vinilo. El celuloide, las cintas y el vinilo reciben una atención muy especial en tanto superficies, actúan al mismo tiempo como el paso mecánico y lineal del tiempo cronológico y como marca distorsionada de un tránsito irregular. Lo percibimos gracias a una multitud de signos: manchas, disrupciones, cortes, saltos de volumen, veladuras, grano, desenfoques, rayaduras, etc. El ideal del futuro es una expresión en el vacío que debe encontrar su mundo hilvanándose entre los cuerpos y los objetos a través de los planos del tiempo. Pero esos soportes, esos cuerpos y esos objetos deben estar preparados para acoger esas expresiones, apropiárselas y darles una vida nueva más allá de las palabras pronunciadas por un líder.


Esta es la proposición de la obra: no hay política emancipadora sin soportes que la acojan y la impulsen. Nuestras categorías morales transcurren por nuestras disposiciones y en la práctica se reducen a nuestras posturas, a nuestras pasiones, a nuestros estados de ánimo. Toda acción política debe encontrarse con modos de desplazamiento, de comunicación, y enfrentarse a distintas y sutiles condiciones de humillación o de ascetismo. Debe asumir nuestro deseo. El ritmo en el que se configuran las relaciones entre las expresiones y la disposición de las cosas define la conciencia política de las generaciones. Los años ochenta en España, la Transición, la Movida… son ciclos de transmisión de esos ritmos. Si es cierto que ningún ritmo es perfecto, que ningún flujo histórico cambia al compás de la vida social, esa época de los ochenta se define por una secuencia particularmente irregular de la que dan cuenta en la película tanto los planos y cintas del tiempo como los cuerpos, los rostros, las fotos, los muebles, las voces… Debemos concebir el enunciado  “la Transición” en su literalidad, es decir, como un fenómeno rítmico y secuencial en el paso de un mundo a otro mundo. Si entendemos El futuro de esta manera, puede ser tratada como una contribución a una posible teoría materialista de la acción política.


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Se ha dicho que los años de la Transición transcurrieron como una fiesta, con su liberación política, su redistribución económica y el hedonismo de los comportamientos. Pero El futuro matiza esa opinión. La Transición, la movida, todo eso que ocurrió pasaba más bien como en el momento inicial de una fiesta doméstica, cuando la gente llega, entra en contacto, ingiere sus primeras bebidas. La mayor parte de la película transcurre en esos primeros momentos, siempre un poco incómodos, del inicio de una velada. No se ve a nadie bailar, ni besar, ni consumir cocaína hasta mucho más tarde. Casi toda la película transcurre así, entre conversación y conversación de las que, por añadidura, apenas nada se escucha. Gran parte de la esencia de El futuro se concentra en esa descripción del estado de los cuerpos y de los sentimientos en el que las relaciones se espesan y se adormecen, sin la suficiente seguridad y confianza, incluso cuando los personajes ríen. Por un lado hay un retrato de las poses y los gestos, sobre todo de la expresión de los rostros. Esta función está asignada a los encuadres. A través de primeros planos o planos medios, muchas veces sin apenas angulación, podemos estudiar sistemáticamente la manera de sentarse o de mirarse uno a otro de los distintos personajes. Predomina una indolencia casi total, desafección de los cuerpos y los gestos que parecen cansados antes de haber empezado la verdadera fiesta. Esta actitud está reforzada por una decisión de montaje: no hacer ni un solo contraplano, ningún corte a plano de situación, ningún corte en movimiento. Una de las películas más radicales a este respecto. Cada cuadro se impone frente al anterior como un plano de imagen o de sonido que cae o que se entromete, generalmente tras un corte brusco de imagen y de sonido, como en un disco rayado. La lógica de la acción y la reacción, uno de los esquemas clave para el análisis estratégico de las correlaciones de fuerza políticas, parece absolutamente ausente, y al no existir una línea de evolución, ni en las conversaciones, ni el los movimientos, ni en la construcción de las situaciones, todo son imágenes puras o angelicales que se sostienen en sí mismas. A pesar del respeto absoluto a la regla de las tres unidades (espacio, acción y tiempo), en realidad, El futuro se desenvuelve en el interior de esa extraña homogeneidad flotando en un espacio abstracto; sobre la tracción de gestos, más que de acciones; y en un plano temporal pervertido.


Dado que la mayor parte de la película los personajes no hacen más que dialogar, no es extraño que el espectador se sienta contrariado por esta línea de sucesión sin reacciones. Este es un aspecto central en El futuro, apuntado ya en otras piezas del colectivo audiovisual Los hijos, del que forma parte el director. Un primer plano de un rostro que escucha y un sonido inexistente o malogrado. Un rostro, por lo tanto, al que le ha sido arrancado su contexto y del que únicamente captamos una expresión de atención y el registro de mensajes de los cuales no conocemos apenas nada. Un registro sin código y sin contenido. En ocasiones el rostro se acaba independizando de la acción, se abstrae y se vincula a un punto fijo fuera de cuadro. En estos momentos, algunos de los cuales proyectan una fuerte dimensión ascética, se capta mejor la principal pose de la época: el deslumbramiento. Toda una generación enfocada hacia un punto exterior que, por su propia fascinación, seduce y paraliza al mismo tiempo. En la medida en que escuchar es una forma de esperar, el deslumbramiento, la seducción, la fascinación, parece que vienen del futuro.


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De ese modo transcurren tres cuartas partes de la película, cuando una pareja de chicas se miran y se deciden a bailar. Y en este baile se expone todo el “mensaje” de El futuro. En uno de los pocos planos con cámara en mano de la película, las chicas se pasan una bebida mientras empiezan a moverse al ritmo de la música. Pero se atascan, casi se les cae el vaso, retoman el movimiento con rapidez, se sujetan las manos con mayor firmeza, se percibe un inicio de sincronización y ríen. La risa tímida vuelve a separarlas, pierden el paso, la cámara duda y también pierde los dos rostros en un movimiento de búsqueda que flota en el vacío. Entonces entran en cuadro y vuelven a mirarse fijamente, se concentran y reinician el baile a partir de otro estilo, incluso con otro ritmo, quizás algo más seco, menos jovial. Ahora parece que funciona mejor. Ahora la risa no les impide sentirse cómodas, seguir el movimiento en una oscilación más orgánica. En todo momento un erotismo de baja intensidad, torpe y un poco infantil, anuda y desanuda la escena, cuyo punto de máximo interés es aquel en el que los labios de las dos chicas se aproximan mientras ensayan un pequeño paso de baile a base de saltitos muy leves, minúsculos, que les impide aproximarse del todo. Entonces aparece algo grave en el rostro de una de ellas, respondido con seriedad por su compañera, como si dijeran: “Bueno, ahora va en serio”. Al reengancharse en el baile, sus espaldas se encajan y luego se abrazan, saltan y vuelven a reír dándose la mano y perdiendo de nuevo el ritmo. Y así han transcurrido dos minutos y medio cuando la imagen se atasca y avanza por saltos sobre imágenes congeladas. Un agujero negro oculta buena parte de la imagen. Y finalmente un plano azul obstruye definitivamente el baile.


A partir de ese momento el sonido, la imagen y el montaje se han desencajado por completo con respecto al devenir de la película tal y como se desarrollaba hasta ahora. Justo cuando el resto de personajes se han animado a bailar en mitad del salón. Los agujeros negros, los desacoples, los saltos de imagen y todo tipo de irregularidades que habían aparecido anteriormente como referencia a un posible efecto del tiempo sobre el material filmado, se presenta ahora como una figura narrativa o incluso dramática. Aquí es cuando la dimensión de las cintas y los planos del tiempo se convierten en protagonistas.


Pero ¿qué ha ocurrido? Primero el baile, o más bien su mecánica. Lo que ha ocurrido ahí es que dos cuerpos han entrado en una relación rítmica, donde, por medio del ensayo y el error buscaban maneras nuevas de estar juntos en el espacio y en el tiempo. Una bella manera de pensar lo que podía haber sido la Transición. Pero ese baile es interrumpido violentamente, y la película entera con el. Y para explicar este hecho hay que remitirse a una secuencia que se incluye hacia la mitad de la película y que finaliza un poco antes de que esas dos chicas se pongan a bailar. Lo que ha ocurrido es que una serie de fotografías pertenecientes a un álbum familiar de entre los años cincuenta y sesenta se han inmiscuido en esta fiesta. A mitad de la película se genera un paréntesis mediante el deslizamiento de una serie de fotografías donde una familia de clase acomodada e ideológicamente cercana al régimen franquista disfruta de distintos momentos de ocio: la piscina, una fiesta, un viaje, el día de caza, el estreno del piso nuevo con vistas… Imágenes que se imponen con solidez, como si se hubieran impreso sobre la película mediante una técnica de presión fría. A un ritmo regular, cercano a un compás binario, se suceden una tras otra las fotografías, imponiendo a la película un tempo mecánico que no se había sentido hasta el momento. Además, la música de Aviador Dro (Nuclear, sí) se despliega íntegramente, sin ninguna interrupción ni distorsión, diferenciándose también del resto de la banda sonora.


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Lo que ha ocurrido es que un mundo singular, el del tardofranquismo, el de los años del gobierno tecnócrata del Opus Dei, ha dejado su impronta. Y el efecto tóxico de esta secuencia sobre el resto de la película queda patente por medio de la letra de la canción, que describe los restos de vida humana en un paisaje posnuclear.


Hemos sido incapaces de reaccionar ante el discurso de Felipe González porque nuestros estados de ánimo, nuestro humor, nuestro tacto al bailar junto a otros cuerpos siguen envenenados con las sensaciones, las pasiones y las motivaciones del tardofranquismo. Otra hermosa hipótesis que se puede deducir de esta película: la Transición que vivimos en los setenta no fue más que un sucedáneo de la transición verdadera, la que se produjo desde 1957, cuando los tecnócratas del Opus Dei entran en el poder, justo cuando España rompe con su periodo autárquico y se regula un nuevo estilo de vida social ante la llegada del turismo de masas. Para cuando los españoles votaron la Constitución sus cuerpos y sus afectos ya habían hecho una revolución a la medida de las condiciones de aquella época de los sesenta. Toda la escenografía de la película hace referencia a ello. La fiesta de los ochenta se desenvuelve en el interior de un domicilio de los años sesenta con una decoración fuera de época. Es una carcasa o una cápsula del tiempo que envuelve con sus colores, sus brillos y texturas macilentas la vida de esos jóvenes, produciendo un extraño efecto de caducidad prematura.


En el tramo final, estos cuerpos se desvanecen literalmente, tras agujeros negros que los absorben o  consumidos por la luz, dejando una estela blanca. ¿Cuál es la causa? Volvamos a los soportes materiales, a esas cintas y planos del tiempo que son ahora los protagonistas, especialmente el celuloide, ya que del sonido apenas nada se escucha en este último tramo de película. Las figuras desaparecen porque en el material se han inscrito manchas y transformaciones. Es decir, esas cintas o bobinas han sido olvidadas, el tiempo ha pasado a través de ellas y ha dejado marcas que han desfigurado el registro de aquella fiesta que tuvo lugar en los ochenta. Es decir, es el futuro el que ha distorsionado y hecho desaparecer las figuras. La principal disposición afectiva del periodo y de la película, el deslumbramiento, encuentra en estas secuencias una confirmación reveladora: el futuro ha quemado a los participantes de la fiesta.


Última hipótesis. El director parece haber realizado la película impulsado por la idea de que la generación de los ochenta, a diferencia de la suya, disponía de todo un futuro por delante, tenía motivos para celebrar y entusiasmarse porque preveía un futuro en el que desarrollar su vida. Pero lo cierto es que ese futuro parece haberlos absorbido, habérselos tragado. El problema es que los años ochenta se han convertido en nuestro futuro, el modo como queremos constantemente ser modernos. La afirmación de Felipe González es una llamada a la revolución burguesa… ¡Pero a finales del siglo XX! Fuimos llamados a hacer nuestra revolución cuando el futuro posible ya había sido sentenciado y no hacía falta inventarlo. A no ser que seamos capaces de encontrar una nueva manera de bailar y de relacionarnos con otros movimientos relativos a la solidaridad, la democracia y el progreso...


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