D’où vient la prison? Je répondrai:
«D’un peu partout».
Michel Foucault
El veinticuatro de julio de 1971 Roma amanece bajo un calor asfixiante. En pleno corazón del verano, Italia bulle todavía sobre los rescoldos del autunno caldo. Aún no se han enfriado los diecisiete cadáveres de Piazza Fontana, Valpreda está en el trullo y a Pinelli la pasma le ha enseñado en qué consiste practicar el vuelo sin motor. Una vez más el Estado italiano le ha declarado la guerra abierta a su sociedad civil, y de momento parece ir ganando. Gladio hace de las suyas y se encarga de aplastar a esas fuerzas subversivas que la burocracia sindical y estalinista no consigue encauzar de manera eficaz. La mafia, la extrema derecha y las fuerzas del orden oscilante, bajo la protección de la CIA, llegan a donde no alcanzan los esfuerzos recuperadores de las viejas organizaciones de la clase obrera. Las cárceles de toda la península empiezan a llenarse de rebeldes, pero la ola represiva barre también con todo aquello que pueda identificarse de lejos o de cerca con estas nuevas clases peligrosas. Puede que los hippies, los fumetas, los capelloni no constituyan más que la periferia lúdica del movimiento, pero su rechazo del trabajo y de las instituciones tradicionales del viejo orden burgués los convierte cuando menos en enemigos potenciales del Estado asediado. Carne de talego, pues.
Así que situémonos. Veinticuatro de julio de 1971, primera hora de la mañana, Roma, número cuarenta y cuatro de la via di Banchi Nuovi, el comienzo de lo que en otra época se conocía como “via papalis”, un punto más o menos equidistante entre el lugar en el que el puente del Príncipe Amadeo cruza el Tíber y la famosa Piazza Navona. El centro del centro de un país que está viviendo los efectos de una contraofensiva contrarrevolucionaria. Un coche se detiene ante el portal de este viejo edificio renacentista ubicado entre los palacios Taverna y Farnèse: la guardia di finanza, los estupas italianos, han recibido información de que en uno de los apartamentos del inmueble se consumen sustancias estupefacientes ilegales de forma regular. El piso en cuestión está a nombre de una tal Anna Maria Lauricella, una joven a la que en las calles del Trastévere se conoce como la Medusa, tal vez por esas guedejas de color escarlata que la mujer acostumbra recoger en un moño vertical en lo alto de la cabeza. El teniente Betti hace sonar el timbre y un chavalín de unos cinco o seis años abre la puerta. El crío se llama Balthazar, como el burrito de la película de Bresson, Balthazar Clémenti.
Pierre, su padre, duerme aún en uno de los cinco cuartos que componen la vivienda cuando la policía empieza a ponerlo todo patas arriba. Tienen una orden de registro, y vaya si registran. El jaleo despierta al resto de habitantes de la casa -un joven argentino que está de paso y Tiziana, la hija de Anna Maria, que tiene unos catorce o quince años-, pero no a Pierre. Pierre tiene el sueño pesado o tal vez es que aún no se ha repuesto de su último rodaje italiano: Necropolis, una película dirigida por Franco Brocani, en la que él interpreta a Atila, el rey de los hunos, y en la que un Frankenstein psicodélico juguetea en cierto momento con la portada del Tratado del saber vivir de Raoul Vaneigem. En fin, el tipo de proyectos en los que suele implicarse el tal Clémenti. La policía irrumpe por fin en su dormitorio, lo despiertan, se le conmina a vestirse. Pierre interroga a Anna Maria con la mirada y después se dirige a ella en francés, algo que despierta la ira de la bofia. Está claro que a la policía no le gustan las lenguas bárbaras.
De inmediato son llevados a comisaría, los cinco. Tiziana y el argentino, contra el que no hay ningún cargo, son liberados con la misma presteza. El pequeño Balthazar es confiado a los cuidados del abogado Paolo Appella, con el que Pierre acaba de ponerse en contacto. Él y Anna Maria lo tendrán sin embargo un poco más complicado: a Clémenti se le traslada esposado a la cárcel de Regina Coeli; la Medusa, por su parte, va a parar a la prisión de Rebibbia. Entretanto los expertos de la policía han tenido tiempo de analizar las sustancias que esta dice haber encontrado en el apartamento. En total, han requisado cuatro pastillitas de dietilamida de ácido lisérgico y algo menos de veinte gramos de farlopa, cuyo valor asciende a en torno medio millón de liras. Lo suficiente como para que, si la cosa se tuerce, Pierre y su amiga puedan pasarse al menos un par de añitos a la sombra. Los motivos por los que la guardia di finanza había puesto los ojos en el apartamento de Anna Maria no están del todo claros. Parece que algunos vecinos se habían quejado del ruido provocado por las jaranas nocturnas que montaban los visitantes habituales u ocasionales de una casa que tenía las puertas abiertas a cualquier nómada, viniera de donde viniera. Sin contar con que la actriz Talitha Pol, esposa del millonario John Paul Getty Jr., había sido encontrada muerta en su piscina apenas una quincena de días antes, víctima de una sobredosis de jaco, según se cuenta en los mentideros romanos. Y resulta que Anna Maria, la Medusa, frecuentaba a la actriz, así que no hace falta darle más vueltas.
Entre los colegas, sin embargo, del Trastévere a la Piazza Navona, va ganando adeptos la tesis de que en realidad ha sido la pasma la que ha colocado la droga en el piso con el solo fin de cazar al bueno de Pierre. En cierto modo, Clémenti era culpable de antemano: un subversivo, ergo un yonqui, ergo un degenerado, ergo un peligro potencial o real para el buen orden de las cosas, ergo un delincuente. Y además meteco. Una cadena ineluctable de equivalencias lo condenaba así al encierro.
A pesar de todo, l’avvocato Appella se muestra optimista, pues en el caso Clémenti no ve más que una réplica del caso Luttazzi, que había llamado la atención de los medios italianos a mediados del año anterior. Todo había empezado en mayo de 1970, cuando el mismo teniente Sergio Betti se personaba en los estudios que la RAI tenía en via Aciago para detener al actor Walter Chiari bajo la acusación de posesión y tráfico de cocaína. Lelio Luttazzi, también un conocidísimo actor, cantante y presentador de televisión, tuvo la mala fortuna de ser amigo de Chiari y de transmitir por vía telefónica un mensaje de este a alguien que finalmente resultó ser un camello. También fue detenido y encarcelado. Chiari pasaría setenta días privado de libertad; Luttazzi, veintisiete, ni siquiera un mes, pero el caso sería reconocido como uno de los mayores errores judiciales de la Italia de posguerra, y muchos se apresurarían a ver en él una mera táctica de distracción para alejar el foco mediático de la investigación sobre la matanza de Piazza Fontana. Así que -piensa Appella- si en esta nueva versión de esa misma comedia Anna Maria representa el papel de Chiari, Pierre tiene que ser necesariamente Luttazzi, lo que significa que, aunque se diera el peor de los escenarios posibles, la situación no tardaría en aclararse y Clémenti sería liberado de inmediato de Regina Coeli. Al fin y al cabo, Pierre no era más que un invitado en casa de Anna Maria e ignoraba por completo que hubiese droga en el apartamento.
Pero por si la falta de pruebas incriminatorias no fuera suficiente, la defensa aún podría apelar a una ley votada recientemente por el parlamento italiano y que parece haber sido sistemáticamente ignorada durante todo el proceso, según la cual la policía no puede llevar a cabo ni registros ni interrogatorios si no es en presencia de los abogados de los sospechosos. Y sin embargo… Sin embargo, un cúmulo de absurdos y despropósitos, salpimentados con un punto de mala fe, harán que Pierre Clémenti se pase la friolera de diecisiete meses en prisión, los ocho primeros en una de las gélidas y lóbregas celdas de la cárcel de Regina Coeli (la Reina de los Cielos) y el resto en la moderna prisión modelo de Rebibbia, en el barrio de Ponte Mammolo, donde también han encerrado a Anna Maria. Ni el empeño de los abogados ni el apoyo de las gentes de la profesión, tanto en Italia como desde Francia, conseguirán en principio cambiar su suerte. De forma que el primer proceso al que es sometido el actor se salda con una sentencia de dos años de cárcel y doscientas mil liras de multa. Los jueces Philipo Antonioni y Anna Maria de Sandro justifican entonces su decisión mediante un razonamiento que movería a risa si no estuviera implicada la vida de un hombre. Puede que la droga no fuese de Clémenti -admiten-, puede que Clémenti no sea un traficante, pero en cualquier caso no se puede considerar inocente, ni mucho menos una víctima, a alguien que hace un uso consciente y deliberado de sustancias estupefacientes.
Durante ese año y medio de confinamiento, Clémenti atravesará momentos de arrobo místico, fases de un abatimiento profundo en las que llegará incluso a plantearse la opción del suicidio, pero también hará algunos descubrimientos esenciales sobre el funcionamiento de la sociedad disciplinaria. Tal vez el más importante de ellos sea una intuición básica que Michel Foucault desarrollará poco tiempo después en Vigilar y castigar (1975), a saber, que el sistema penitenciario moderno constituye una industria mortífera cuya materia prima serían los presos y cuyo producto final es la figura del “delincuente”. Lejos de servir para rehabilitar a los internos, las cárceles sirven en realidad para generar un nuevo sujeto social, una nueva subjetividad sometida a los imperativos de la sociedad capitalista desarrollada. “Las cárceles producen a los criminales -afirma Clémenti- del mismo modo que las universidades producen a los científicos o las escuelas de arte a los artistas”. Pero al mismo tiempo sabe que allí donde el poder se muestra de forma más violenta también brota la posibilidad de la rebelión.
Por eso el paso por la cárcel tiene igualmente para Clémenti el valor de un aprendizaje político. Dicho periodo coincide en el tiempo con el motín en la prisión de Attica, en los Estados Unidos; con la aparición en Francia del Grupo de Información sobre las Prisiones (GIP), cuyo manifiesto fundacional firman Jean-Marie Domenach, Pierre Vidal-Naquet y el propio Michel Foucault; con el comienzo de las sublevaciones en las cárceles francesas (a Toul le seguirán Nancy, Nîmes y algunas otras); y en fin con la larga ola de rebeliones en las cárceles italianas, que cubrirá la península de un extremo a otro, desde Milán hasta el estrecho de Mesina. Pierre no solo está directamente implicado en los movimientos de rebelión que surgen tanto en Regina Coeli como en Rebibbia, sino que además va a ser considerado por las autoridades penitenciarias como uno de sus principales promotores, sobre todo en el caso de esta última. En este aspecto, Clémenti se muestra particularmente lúcido: “Estar en prisión -afirma- es estar en la vanguardia del combate contra los propietarios del poder, del dinero, de la cultura”. La crisis de la sociedad disciplinaria se exhibe de forma manifiesta en aquella institución que durante más o menos un siglo y medio habría funcionado como una suerte de analogado principal: la cárcel, precisamente. La composición social de la población reclusa ha cambiado como consecuencia de la oleada represiva que ha seguido a los acontecimientos de Mayo y las cárceles se han convertido en otras tantas trincheras en la nueva guerra civil italiana. Como Clémenti dice en algún lugar de su libro, los muros de las prisiones se han vuelto permeables a la solidaridad humana y ya no hay diferencia entre la revolución que se hace fuera y la revolución que se hace dentro de ellos.
Je suis un anarchiste.
Pierre Clémenti
Lo cierto es que Clémenti ya había entrado con mal pie en la vida. Nació en París el veintiocho de septiembre de 1942, en plena guerra, y fue eso que en otro tiempo se llamaba un “hijo natural”. A su padre no lo conoció jamás y ese apellido tan corso lo tomó de su madre, Rose, que había llegado a la capital seis años antes con el fin de labrarse un porvenir. Rose fue detenida y torturada en 1944 por razones que no están del todo claras, aunque tal vez algo tuvieran que ver con el compañero ausente. Pierre y su hermano Maurice no volverían a verla hasta pasados varios años y sufrirán en carne propia el destino típico de los huérfanos de guerra: la vida en las calles de París, el paso por sucesivos hogares de acogida, los correccionales. En 1948 son enviados a la casa de los abuelos maternos en Córcega, donde los dos hermanos permanecen hasta el año 1951. En el pueblo de los abuelos no hay escuela y en cierto modo Pierre lleva la vida de un pequeño salvaje.
Con el comienzo de la nueva década se produce el reencuentro con la madre y el retorno a París. Los Clémenti ingresan en la escuela de la calle Littré, en el distrito VI, pero cuando no están en clase ambos se dedican a deambular por las calles de la ciudad. Rose trabaja y no puede ocuparse de ellos como desearía. Clémenti descubre entonces a los libreros de la ribera del Sena, y llega la fascinación por la literatura y el teatro. Maurice recuerda que por las noches Pierre salía de casa y se ponía a leer y releer sus libros a la luz de un farol, hasta que un día se aprendió de memoria Los litigantes de Racine. Pero la situación pronto vuelve a torcerse. Los servicios sociales declaran que Rose es incapaz de educar a sus vástagos como es debido y se ve obligada a confiarlos al instituto Théophile-Roussel de Montesson, un correccional en el que abundan los hijos bastardos de la Ocupación y en el que reina una disciplina de cuartel. Como recuerda Clémenti en una entrevista publicada en 1998 (1), la institución se asemejaba un poco al centro para jóvenes delincuentes que aparece al final de Los cuatrocientos golpes, el primer largometraje de François Truffaut. Pierre consigue, sin embargo, despertar el interés de un educador algo más indulgente que los demás y este le propone interpretar al personaje rabelesiano de Monsieur Picrochole delante de los padres de algunos internos. El éxito fue tal que todo el mundo animó al muchacho a que siguiera por la vía del teatro.
Con catorce años Pierre deja el Théophile-Roussel y se convierte en telegrafista. Un año después, exactamente el ocho de junio de 1957, mientras reparte sus telegramas por las calles del distrito VI, tiene lugar un encuentro que cambiará su vida de forma radical. En la Maison des lettres de la calle Férou entra por primera vez en contacto con el productor radiofónico y compositor André Almuró, discípulo de Pierre Schaeffer y uno de los padres de la llamada música concreta, que enseguida se transforma en su mentor. Rose consiente que Almuró se convierta en el tutor oficioso de su hijo menor y, gracias a él, Pierre conseguirá hacerse con una sólida formación artística. El compositor le hace escuchar música, asistir a exposiciones, ver películas. “Una de las primeras películas que vimos -recordará décadas después- fue La vida criminal de Archibaldo de la Cruz, y él no dejaba de darme codazos mientras me decía que era algo extraordinario. A la salida del cine exclamó: Voy a dedicarme al cine, y es con él con quien quiero rodar. ¡Voy a escribirle!”. Gracias a Almuró, el joven Clémenti viaja un poco por toda Europa (Londres, Ámsterdam, Copenhague) y entra en contacto con figuras destacadas de la cultura y de la escena del momento. Jules Supervielle se convierte en su amigo, Ionesco lo adora, Beckett se entrevista con él durante más de una hora en una cafetería del centro de la capital inglesa. También por primera vez entra en contacto con la obra de un autor que será fundamental en su formación como actor y al que no abandonará jamás: Antonin Artaud. En 1958 graba su primera obra radiofónica, Les Enfants de misère, un texto inspirado en sus años en el Théophile-Roussel y que será emitido por France 4 en abril del año siguiente. Puede decirse que la carrera de Pierre Clémenti empieza aquí.
En 1959 Pierre rueda en Camargue su primera película, Carta fatídica (Chien de pique), dirigida por Yves Allégret, y comienza a hacerse conocido entre la fauna bohemia que puebla el barrio de Saint-Germain-des-Près. Es joven y está dotado de un atractivo magnético que llama la atención de todo el mundo. Lo tiene todo a favor, pero lejos de confiar sin más en sus dotes naturales, decide adiestrarse como actor en los cursos de Charles Dullin y después en la École d’art dramatique del Vieux Colombier y en el Centre de la rue Blanche. En esos años, la escuela Dullin cuenta con profesores de la talla de Georges Wilson, Jean-Pierre Darras o Alain Cuny, el genial, el intransigente, el colérico Cuny, al que Clémenti admira en particular. Los proyectos tampoco dejan de sucederse: rueda Adorable mentirosa con Deville, aparece por primera vez en la pequeña pantalla gracias el serial Flore et blanche Flore. Un encuentro fortuito con Alain Delon le permite entrar en contacto con Luchino Visconti y rodar por primera vez en Italia. El cineasta italiano estaba buscando por entonces a un actor joven que pudiera interpretar a Francesco Paolo, el hijo del príncipe don Fabrizio Salina, al que habría de dar vida nada menos que Burt Lancaster.
El retorno a Francia tras la primera incursión italiana tiene como resultado otro de esos encuentros que marcarán en adelante la vida de Clémenti: el comienzo de la amistad y de la colaboración con Marc-Gilbert Guillaumin, más conocido como Marc’O. Si Almuró le había proporcionado una educación artística, aunque informal, que Pierre no podría haberse procurado de ninguna otra manera, y al mismo tiempo le había abierto las puertas de la cultura de vanguardia de la época, Marc’O será algo así como su mentor en el mundo de las artes escénicas, alguien que le hace descubrir que la labor del actor va mucho más allá de la mera tarea del intérprete teatral o cinematográfico. En el momento en que se conocen Marc’O se acerca a los cuarenta años, mientras que Clémenti apenas acaba de superar la veintena. Pierre ha trabajado ya en todos los medios al alcance de un actor (la radio, la televisión, el cine, el teatro) y empieza a ganar cierta fama, pero todavía no ha hecho realmente nada que le permita singularizarse. Por lo que respecta a Marc’O, da la impresión de que ya ha vivido mil vidas y de que siempre ha estado donde correspondía estar. Miembro de la Resistencia siendo aún adolescente, es alguien muy cercano a Boris Vian en la época del Tabou y durante algún tiempo frecuenta a Breton y a los surrealistas. Más tarde y en su función de lugarteniente de Isidore Isou, se convierte en protector de Guy Debord dentro del movimiento letrista y produce su primera película, Aullidos a favor de Sade. Agitador, autor y director de cine y de teatro, a comienzos de la década de los sesenta es una de las figuras descollantes del American Center de París, donde pone en marcha el Centro de Teatro y de Experimentación sobre la Técnica del Actor, que dirige durante unos siete años. Valérie Lagrange, Jacques Higelin, Marpessa Dawn, Michèle Moretti o Bulle Ogier, entre otros, pasan por allí.
Con Marc’O y toda esta nueva generación de actores jóvenes, Clémenti descubre otro modo de encarar su labor como actor, que en cierto modo entronca con su temprano descubrimiento de las teorizaciones de Artaud en torno al “teatro de la crueldad”. Como señala en la entrevista citada más arriba, se trataba de “una liberación con respecto a nuestra formación de actores de texto, casi libresca, en la que el cuerpo no existía, en la que todo se mantenía a un nivel intelectual”. Para Marc’O y sus discípulos la del actor no es tanto una tarea de interpretación como de intervención que de alguna manera debe modificar el comportamiento de los otros y de uno mismo. De forma radical y profunda. El intérprete representa un papel, pero el actor trabaja sobre sí mismo, y en ese trabajo pone toda su alma, su piel, su sudor y su sangre. Es un poco lo que Judith Malina, Julian Beck y el Living Theatre están haciendo por esas mismas fechas al otro lado del Atlántico, y que Pierre descubre en esta época. El nivel de entrega que exige tal misión es pues completo. En 1963, y a partir de la experiencia del American Center, surge una pequeña compañía que se propone poner en práctica todas estas ideas sobre el teatro. El proyecto se inaugura con la representación de Les Bargasses y culmina con el éxito de Les Idoles en los cafés teatro de Saint-Germain-de-Prés en el año 1966, una obra que Marc’O convertirá en película en el 68. Son años de actividad intensa y entusiasta en los que el grupo lleva una vida más propia de una comuna que de una compañía teatral al uso. El miedo a la repetición, los cantos de sirena de la industria del espectáculo y la partida de Marc’O hacia Italia harán sin embargo que la experiencia se clausure de la forma más digna posible.
Las enseñanzas que Pierre extrae de su paso por el grupo de Marc’O son múltiples y de hondo calado. Para empezar, tiene claro que ya no quiere “hacer carrera”; si quisiera hacer carrera -dice en alguna ocasión-, como Depardieu o como Alain Delon, se habría metido a funcionario. Ahora es consciente, por otro lado, de que el actor no es el mero intérprete de una partitura ajena, sino un creador que genera con su cuerpo, sus gestos, sus acciones, algo que previamente no existía. Y por cierto, esa creación no es neutra en términos políticos, por lo que el actor debe ponerse al servicio de un proyecto revolucionario que aspire a transformar de forma sustancial el actual estado de cosas. Negarse a hacer carrera también implica transformar la actuación en una forma consciente de rechazo del trabajo. Para la concepción hegemónica de la labor actoral, ser cómico no es más que realizar un trabajo. “Pero a mí -sentencia Clémenti- no me gusta trabajar. A mí me gustan las aventuras”. El actor es pues un aventurero, que también tiene algo de chamán o de oficiante de un ritual pagano.
Aventura, rito, proceso alquímico o revolucionario, según Clémenti, a eso es a lo que debe entregarse el actor delante de la cámara o sobre las tablas del escenario. Es necesario mantener siempre una relación de tipo libertario con los otros -afirma-, ya sea el público o aquellos con los que uno colabora. En caso contrario, no hay más que impostura y estafa. Cabe, desde luego y si la cosa va bien, convertirse en una fuente de dinero para los productores, acabar por ser una pieza más dentro del engranaje de la industria del espectáculo. Con ser difícil, esa es la vía más fácil, en opinión de Pierre. Pero también supone traicionarse y traicionar el noble oficio del actor, que él vive casi como una suerte de sacerdocio. Sonreír mirando a cámara, ir al teatro o al estudio de cine como quien va a la fábrica es lo que lo condena a uno a la muerte en vida. Hasta cierto punto, como la cárcel. Por eso, cuando Clémenti habla de “colaborar” lo dice en sentido estricto. El actor no ha de ponerse al servicio del director, por muy talentoso o afamado que este pueda ser, sino colaborar con él en un acto de creación que será siempre una acción común, colectiva, en la que todos los implicados crezcan y salgan ganando por igual. Esto explica las clamorosas renuncias -por ejemplo, le dirá no a Fellini en un par de ocasiones- y la nómina de cineastas, muchos de ellos desconocidos en la época en que rueda con ellos, que jalonan toda la trayectoria del actor. Bertolucci, Garrel, Cavani, Pasolini o Rocha son todos directores más o menos comprometidos y difíciles. Con algunos de ellos colabora además por muy poco dinero, o nada si el proyecto lo merece.
Pero está visto que las elecciones arriesgadas se pagan. Nadie pone en cuestión las formas hegemónicas de representación y del discurso sin pasar tarde o temprano por caja, y Clémenti es plenamente consciente de ello. En la década de los setenta, Pierre es ya un referente del cine contestatario europeo y en particular de la cinematografía italiana. En Italia ha rodado Pocilga con Pasolini, Los caníbales con Liliana Cavani, Necrópolis con Brocani, La pacifista con Miklós Jancsó. Ha hecho El conformista y Partner con Bernardo Bertolucci, una película en la que él es el doble protagonista y cuyo rodaje se interrumpirá porque Pierre quiere vivir los acontecimientos del Mayo parisino en vivo y en directo. De su paso por las barricadas saldrá, dicho sea de paso, La Revolution n’est qu’un début, continuons le combat, una película rodada con la pequeña Beaulieu que Clémenti había adquirido gracias a sus primeros emolumentos como actor. Como señala su amiga y biógrafa Jeanne Hoffstetter (2), Pierre enseguida se convierte en un modelo para cierto sector de la juventud italiana. En Piazza Navona, por el Campo dei Fiori, pueden verse muchachos que llevan su mismo peinado, que se visten como él, que caminan como él camina. Estrella a su pesar, Clémenti se convierte así en alguien demasiado visible, en alguien demasiado audible. Tal vez sus amigos de la época no se equivocasen al afirmar que era una presa fácil, un chivo expiatorio que el Estado acorralado podía exhibir como un ejemplo y una advertencia a los disconformes de toda condición.
Regresemos, pues, al comienzo de este texto: Roma, veinticuatro de julio de 1971, en torno a las nueve o las diez de mañana. Casi treinta años después, Clémenti recuerda así el acontecimiento: “Me encontraba con mi hijo en casa de una amiga que estaba en posesión de sustancias prohibidas. Me preparaba para volver a París, a rodar La educación sentimental. La víspera de mi partida, apareció la policía de finanzas y nos metió en el talego. Como no había ido a la universidad, me dije que la cárcel sería mi universidad. ¡Una universidad underground! Evidentemente, yo estaba vinculado a los políticos, a los anarcos, pero por otro lado la vida se organizaba: los había que trapicheaban, los había que se colocaban. Como había trabajado mucho, me pude permitir parar y hacer balance, comprender todo lo que me había pasado. Me habían condenado a dos años por posesión de estupefacientes. Me soltaron tras apelar, después de un año y medio de cárcel. Al salir del talego no quería volver a caer en el sistema, quería hacer algo distinto” (3). Pero como dice su hijo Balthazar en las páginas que vienen a continuación, Pierre ya no volvería a ser el mismo tras su paso por las Universidades de Regina Coeli y Rebibbia.
Este prólogo corresponde al libro de próxima aparición de Pierre Clémenti, que publicará Pepitas de Calabaza. Agradecemos a su editor, Julián Lacalle, su generosidad.
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(1) 18 de marzo de 1998, entrevista para la revista Les Inrockuptibles.
(2) Jeanne HOFFSTETTER, Pierre Clémenti, Éditions Denoël, Paris, 2006.
(3) Vid. entrevista citada.