La crítica de cine y su supervivencia en el reino del audiovisual y las tecnologías 2.0
| por Diego Salgado, José Antonio Planes Pedreño


Querido Diego:


Creo que durante esta correspondencia voy a tener muy presente los textos previos que se han publicado aquí, en Détour, en el dossier Alrededor de la cinefilia, especialmente el de Cinefilia escrita, de Mónica Jordan, y ¿Qué es la nueva cinefilia?, de Aarón Rodríguez y Óscar Brox, los cuales estoy convencido de que seguirán dando mucho de qué hablar en los próximos años. Me gusta, sobre todo, ese concepto de «cinefilia 2.0» porque, efectivamente, hace referencia a un nuevo lenguaje ya instalado entre nosotros, el de la web 2.0 y las redes sociales, que está transformando no solo el cine y el audiovisual, sino también algo más bien marginal, la crítica cinematográfica. Me gustaría que a lo largo de esta correspondencia fuéramos desgranando, si fuera posible y estás de acuerdo, cómo este nuevo lenguaje está incidiendo en el consumo audiovisual.


Pero quizá deberíamos, antes, ajustar un poco el marco en el que vamos a movernos. Te reconozco, para empezar, que muy a menudo me pregunto qué diantre hacemos analizando un tema como la crítica o la cinefilia. Me desalienta pensar que estamos poniendo nuestro esfuerzo en algo intrascendente… ¿o tal vez no sea así? Las raíces de la crítica están vinculadas al cuestionamiento de algo que influye poderosamente en nuestra forma de relacionarnos con la realidad: las imágenes cinematográficas.


Con frecuencia, nos olvidamos de que el cine y el audiovisual conforman mentalidades, actitudes, aptitudes, posiciones, estados de ánimo que, luego, al unísono, establecen tendencias más genéricas. Puede, en efecto, que la crítica sea un ámbito marginal, e incluso una disciplina muy antipática por sí misma -aquí es inevitable sacar a colación aquella frase de François Truffaut en la que afirmaba que ningún niño diría que de mayor querría ser crítico de cine-; pero es que, en un mundo cada vez más audiovisual, y en el que subyacen y se dirimen tantísimos intereses, hoy más que nunca es imprescindible disponer de una mirada “para indignarse ante lo falso y ante la patraña, frente a la impostura estética y frente a las falsas apariencias, frente a la servidumbres o imposiciones del mercado y frente a las cesiones condescendientes de quienes se pliegan de forma más o menos disimulada a las exigencias de aquél” (1).


Como estamos en una correspondencia y es más fácil caer en las digresiones, te cuento algo aunque suponga un pequeño desvío. Reconozco que sentí un gran alivio cuando en un especial sobre Tim Burton en el programa radiofónico donde colaboras, El rayo verde, Ignacio Pablo Rico, Roberto Morato y tú coincidíais en la terrible decadencia de su trayectoria, e incluso hacíais cuentas y os preguntabais con cierto pavor cuándo realmente había sido la última buena película de este cineasta cuya presunta estética a mí me parece ahora deleznable. Bien, es solo un ejemplo; pero hacía mucho tiempo que no escuchaba una verdad tan rotunda sobre este traficante de un estilo del que, décadas atrás, emergían cuestiones realmente interesantes. Supongo que recordarás Eduardo Manostijeras (Edward Scissorhands, 1990). Pues bien: ¿quiénes eran en verdad los excéntricos en esa historia, el propio Eduardo, cuya excentricidad es únicamente aparente, o los vecinos de su barrio, deformados interna y externamente por los valores del american way of life? Aquel Burton sardónico, divertido y rabiosamente incorrecto se ha ido convirtiendo en una burda caricatura de sí mismo.


Perdona que me haya detenido con algo tan anecdótico, pero el caso de Tim Burton podría ser extrapolable a otros fenómenos. Porque en la crítica cinematográfica a veces nos convertimos en esclavos de tal o cual cineasta y, en cada nueva película actuamos como sabuesos, tratando de hallar conexiones con su filmografía precedente, como si eso fuera, ya de por sí, sinónimo de calidad. ¿Has pensado alguna vez cómo cambiaría la valoración de todo un ejercicio cinematográfico si las películas vinieran sin títulos de crédito? Hay ahí un buen planteamiento para una historia de ciencia ficción… porque, de verdad, los últimos Cronenberg, Scorsese, Allen, Polanski, etc., que me parecen insustanciales, siguen provocando la genuflexión de gran parte de la crítica. Es una consecuencia del seguimiento a pies juntillas de la política de los autores, originaria de Cahiers du cinéma, que ha provocado algunos vicios en la escritura crítica que, por fin, podemos denunciar hoy sin ser tachados de herejes por el Santo Oficio crítico. Hemos adquirido servidumbres y adhesiones injustificadas que perviven en los ámbitos más elitistas: ¿alguien me podría explicar por qué en los festivales más reputados se encuentra una nómina fija de cineastas, los cuales parece que han logrado aprobar una plaza funcionarial?


Me he ido por la tangente, lo siento; pero, retomando mi argumento anterior, hoy día vivimos en un mundo mucho más complejo que hace veinte años. El marketing digital nos avasalla por todos lados, en todos los rincones del ciberespacio: foros, redes sociales, páginas webs, blogs, etc. Y con él, el marketing cinematográfico. Pero, mientras, consumimos imágenes. Continuamente. Con ferocidad; la gran mayoría sin reflexionar como debiéramos, sufriendo indigestiones sin darnos cuenta. Y esas imágenes, en mayor o menor medida, están inyectadas de ideología. Y nos influyen. Sí, este es un planteamiento antiguo, y habrá quien diga que está desfasado.


Pero es que, mientras en la crítica de cine hay, en general, una actitud de descreimiento, e incluso burla, contra todo lo que huela a compromiso político o social -sí, reconozco que a mí también estos términos me producen escalofríos, tanto como el apelativo de las supuestas películas «necesarias»-, como reconocía Aarón Rodríguez en su correspondencia con Óscar Brox, a la vez continúan desarrollándose estrategias de mercado para persuadirnos. Yo soy de los primeros en oponerme a ese cine «panfletario» que automatiza más que hace pensar. Sin embargo, me molesta bastante esa actitud de ironía y cinismo del crítico de turno cuando se encuentra ante una película que tiene la osadía de señalarnos alguna herida del sistema. Un pensamiento aterrador: mientras todos estos años prevalecía la pose del intelectual cool, cínico, ajeno a cualquier problema, las hormiguitas del sector financiero han aprovechado para construir su gran hormiguero… y todos sabemos lo que al final ha sucedido.


Termino mi intervención con una reflexión que más o menos se desprendía ya del texto de Mónica Jordan. La crítica, en primer lugar, no va a destinada a nadie; va destinada a uno mismo, a poner en cuestión sus propias creencias, gustos, pensamientos… todo ese caudal subjetivo que se va conformando con las experiencias personales (incluidas las audiovisuales, por supuesto). Y, a veces, uno, en ese ejercicio de clarificación que es la crítica de cine, quizá se asombre al descubrir cosas de uno mismo. Sin embargo, el descubrirlas y, si llega el caso, intentar corregirlas, es ya un paso de gigante. En consecuencia, pongo en cuestión si la crítica de cine es algo marginal o no; si interesa a más o menos personas. Desde una perspectiva puramente egoísta, a mí sí que me resulta útil.



Buenas tardes, Jose.


Creo que lo más revelador de tu carta está en la naturalidad con que saltas del cine a la crítica, de la crítica al marketing, del marketing a lo que defines como heridas del sistema. ¿Qué caracteriza a la «cinefilia 2.0»? Para mí, lo importante no es que conformen su medio ambiente el flujo del audiovisual e Internet. Sino su conciencia sobre lo que el audiovisual e Internet acarrean a los lugares que ocupaban hasta hoy el cine y lo real.


Jonathan Rosenbaum estima que «para entender las películas tienes que entender el mundo». Sería una estupidez afirmar que, en este aspecto como en cualquier otro, la cinefilia 2.0 ha descubierto América. Todavía recuerdo el desaliento, la sensación de futilidad, que sentí leyendo las Teorías del Cine (2)de Robert Stam. La hoguera de las vanidades que ha sido en gran medida la historia de la crítica. La sucesión infinita de Saturnos devorando a sus hijos y Edipos asesinando a sus padres. Siempre en nombre de una supuesta mayor sofisticación, una inteligencia más elaborada, a la hora de escribir sobre cine y sobre la relación del cine con lo existente. Y la cinefilia 2.0 no es más que otro eslabón de esa cadena. Una cadena que trata de atar en corto la Nada, sumando generación a generación proclamas, formulaciones, etiquetas, máscaras, que aspiran a ser “nuevas”.


Pero creo que la ventaja de la cinefilia 2.0 es, como te decía, o al menos debería serlo, pues dispone de un arsenal infinito a su disposición, la amplitud de miras. En ella reinan la vanidad, el ansia de sacar algo tangible del esfuerzo, la búsqueda de galones materiales y emocionales a costa del cine y la escritura. Lo de siempre. Pero nos hallamos envueltos desde hace un tiempo en tantos cambios de paradigmas que «entender las películas» y «entender el mundo», aunque sea para explotar unas y otro, se ha convertido en una apuesta, un disparo a ciegas, la creencia de un agnóstico. Un juego, bien que tan vertiginoso como la ruleta rusa. “Quizá todo este discurso no encierre gran cosa” (Aarón Rodríguez).


Ya no se trata de escribir sobre cine o sobre el mundo. Se trata de traducir, y por tanto de reinventar, el cine como audiovisual y la cultura física como digital. La cinefilia 2.0 tiene, o debería tener así, algo de aventura, de alquimia, frente a la rigidez estatuaria, canónica, que caracteriza a estamentos académicos, prensa establecida, críticos profesionales. Podríamos equipararla a aquellos pioneros que empezaron a rodar en Hollywood para escapar a las patentes de Edison, alumbrando la ficción como forma de combate contra un orden de lo real. Para mí, lo interesante no es tanto la idea de criticar cine como de plantar una semilla, cuyos frutos quizás nunca lleguemos a ver y de los que no somos responsables. Como tampoco tales frutos deberán nada a las pepitas que alojarán en su interior como residuos fósiles.


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Hace exactamente un siglo, en momentos tan convulsos como los presentes, Fanny von Reventlow escribió: “Me siento como si tuviera que desmontar mi cerebro y volverlo a armar. Ya no me sirve la manera en que ha venido funcionando hasta ahora, ni las líneas de pensamiento que conozco y a las que estoy habituada; quisiera apagarlas, dejarlas fuera de servicio hasta que sea capaz de moverme con más seguridad entre todas estas novedades”. ¿A qué llamaba novedades? No únicamente a lo que acontecía en su tiempo y no antes. También a lo que se deducía de líneas de pensamiento inexploradas, de formas de funcionamiento inéditas.


Bajo esta perspectiva, muchas de las cuestiones que has planteado toman otro cariz: ¿Son la cinefilia y la crítica a estas alturas cuestiones trascendentes? Pero, ¿cuándo lo han sido? ¿Existe realmente una Arcadia de cultura cinematográfica a la que debe rendir pleitesía la cinefilia 2.0? ¿Cuándo ha tenido la crítica influencia en el discurso dominante? ¿Cómo podría tenerla verdaderamente, habida cuenta de que constituye un intento de reflexionar sobre lo que no son otra cosa que constructos articuladores y utilitaristas -cultura, ideología, creencias- del animal humano? Romper el juguete para averiguar cómo funciona, esa metáfora tan bonita de Baroja, solo ha sido, es y será privilegio –maldición- de unos pocos.


Te preguntas cómo es posible que una verdad no aplastante, sino elemental, como que la filmografía de Tim Burton lleva años en horas bajas, no se escuche habitualmente. El motivo es el mismo por el que ni más ni menos que ochocientos cuarenta y seis “críticos, programadores, académicos y distribuidores” y trescientos cincuenta y ocho cineastas han votado recientemente para Sight & Sound las mejores películas de la historia del cine, y el resultado ha sido revolucionario según muchos porque ha caído del número 1 de la lista Ciudadano Kane (Citizen Kane; Orson Welles, 1941) y se ha aupado al mismo Vértigo (Vertigo; Alfred Hitchcock, 1958).


Para ese viaje, ¿hacían falta alforjas [votantes]? La lista es tan superficial, conservadora, susceptible de parodia, como aquella otra tan denostada que había organizado meses antes esa cosa llamada Cinemanía. No hay en ella ni fenómenos emergentes, ni rescates, ni omisiones revulsivas, ni atención por el presente. Es una lista que mira por el espejo retrovisor. Deudora de un magisterio previo cuya recuperación acredita y engalana el dictamen propio. Una lista plagada de juicios analíticos heredados… “Queda ya muy poco espacio para la libertad y la independencia reales” (Carlos Losilla).


Podría decirse lo mismo de “el compromiso”, “el mercado”, “lo cínico”, “el humanismo”... ¿No crees que son conceptos que a estas alturas resultaría imposible diferenciar si les arrancásemos sus correspondientes títulos de crédito, sus etiquetas manoseadas por el uso y sin actualizar desde hace lustros? ¿No son piezas de un mismo engranaje ideológico, que boquea y nos asfixia en esta recesión económica de imprevisibles consecuencias? ¿No ha llegado la hora de poner cada concepto en su sitio, de reconocerle y reconocernos el espacio que ocupa verdaderamente en nuestras actitudes, de redefinir en consecuencia su valía?


En abril de 2012 leía un artículo dedicado a un grupo de nueve poetas, músicos, actores y artistas jóvenes a cada cual más guay y chachi. La palma de las declaraciones incoherentes se la llevaba un dibujante al que, por piedad, dejaremos en sus iniciales: A.S. El chaval afirmaba taxativamente: “No vivo sujeto al dinero o a la moda, sino a la poesía”. Y eso lo declaraba en el marco de un texto que hacía publicidad descarada de su primera novela gráfica, incluido en una revista llamada… SModa. ¿Cabe mayor grado de ceguera o de desvergüenza? ¿Podemos seguir engañándonos al respecto de nuestra verdadera naturaleza, ejerciendo tanto da si como críticos de cine, como vates o como fruteros?



Estimado Diego:


Me parece que en lo que más estamos en desacuerdo es en tu escepticismo con conceptos como “la ideología”, “el compromiso”, “el mercado”, “lo cínico”, “el humanismo”, a los que tú llamas -y no sin razón- “constructos articuladores y utilitaristas”. El artículo que mencionas de SModa y los artistas que en él intervienen constituyen el ejemplo de la tremenda impostura que a menudo conllevan esas etiquetas. En efecto, para ser un creador hay, muchas veces, que vestirse como tal, y “la ideología” y “el compromiso” son prendas habituales. Eso es cierto. También comentas lo hipócrita que supone definirse como tal y hacerlo bajo unas estructuras de consumo. Cierto. Sin embargo, sería injusto reprochar a todo el mundo este comportamiento. Recuerdo muy bien una crítica tuya en Miradas de cine que me dio mucho que pensar. Era sobre El niño de la bicicleta (Luc y Jean-Pierre Dardenne, 2011). Y, recuerdo, en particular, este fragmento:


“Los estados del bienestar han jaleado (subvencionado) a artistas y medios afines para que ejerciesen como válvulas de presión; para que denunciasen aquello que los mismos estados dejaban hacer o en lo que incluso cooperaban. Y el individuo de a pie, a quien el trabajo y la hipoteca y el consumo y el hedonismo y sus relaciones personales ponían todos los días de mierda hasta el cuello, entraba una vez por semana en los templos Golem y Verdi y salía metamorfoseado en persona humana, con la misma sensación fugaz de limpieza espiritual que sus padres cuando cumplían con la confesión”.


Hay mucha verdad, ironía y mala leche en esta afirmación. Hace poco, un amigo nuestro, José Francisco Montero, también crítico y escritor cinematográfico, escribió en su muro de Facebook que “los hechos son los que definen a la gente, no la autoproclamación del apoyo a causas solidarias”. Ciertamente, a menudo, cargados de buenas intenciones, nos adscribimos a causas solidarias y, como dices, limpiamos nuestra alma en sesiones artísticas en las cuales nos solidarizamos con, por ejemplo, el abuso de las multinacionales con la producción de café en algunas regiones de África. Lo que planteo, no obstante, es si, aun así, podemos prescindir de ese tipo de conciencia. A mí me parece que no. Siempre ha habido y habrá cineastas especialmente sensibilizados con parcelas de la realidad que consideran injustas porque han crecido en ellas; y de su inconformismo suele surgir el impulso creador.


En cierta manera, los «nuevos cines» de los años sesenta, con el precedente del neorrealismo italiano tras la Segunda Guerra Mundial, fueron una reacción contra un contexto sociocultural muy determinado. Pensemos, si no, en los escritos de Glauber Rocha o Lindsay Anderson. Cuando los leo, lo que percibo es una furia desatada, la misma que, mejor o peor, se observa en algunas de sus películas. De lo que se trata, por tanto, creo yo, es de hacer valoraciones particulares y no generalistas. Porque, actualmente, también hay directores y filmes que conservan esa furia. Y esa furia, queramos o no, es posible transmitírsela al espectador. Otra cosa muy distinta es cómo cada cual la canalice. ¿Por qué se producen obras como Hacia rutas salvajes (Into the Wild; Sean Penn, 2007) o Katmandú (Icíar Bollaín, 2011)? Me dirás porque «mola» mucho eso de ir contra la sociedad y el sistema,  y que el negocio del cine se aprovecha de ello. Verdad. Pero también creo que estos fenómenos responden a que, en el fondo, hay un terrible descontento, no manifiesto, hacia el modo de vida high-technology que Steve Jobs y otros gurús de la actualidad nos han querido imponer. Hoy día Edward Hopper retrataría la soledad y alienación de sus personajes frente a la pantalla de un ordenador, navegando en Internet, chateando en Facebook, escribiendo un whatsapp en el móvil o leyendo en el iPad.


Me resulta muy curioso el comentario que haces sobre tu estado de ánimo tras leer Teorías del cine, de Robert Stam. A mí me sucedió exactamente lo mismo. Estas últimas semanas he estado releyendo el libro por otros motivos, y, fruto de ese desaliento al que aludes, cada vez estoy más de acuerdo con David Bordwell y su libro El significado del film (3), en el que aborda los caminos que tomó la crítica cinematográfica después de 1970, influida por el marxismo, el psicoanálisis y el feminismo.


Bordwell argumenta que las elucubraciones fílmicas provenientes de estas teorías son aplicaciones e ilustraciones indiscriminadas de conceptos predeterminados, sin importar si realmente están sugeridos o no por el propio discurso de la película. Y es que, basándose en las estructuras subyacentes, se han descuidado los efectos y/o significados explícitos o implícitos que toda obra cinematográfica trata de poner de manifiesto a través de indicaciones textuales y campos semánticos, los cuales emanan tanto del guion como del resto de procedimientos formales. Bordwell reivindica, pues, una «crítica explicativa» en oposición a una «crítica sintomática», que es la surgida al amparo de las corrientes teóricas mencionadas. Para Bordwell, los fundamentos de esa «crítica explicativa» están en los textos de André Bazin, Andrew Sarris, Parker Tyler y en teóricos como Rudolf Arnheim o Noel Bürch. Sin embargo, ha sido la «crítica sintomática» la que se llevó el gato al agua y, desde la atalaya de la Universidad, mira ahora con desprecio a esa otra crítica.


Ya te digo que, en general, estoy de acuerdo con el planteamiento de Bordwell, por muchos matices que podrían hacérsele. ¿No crees que, en cierta manera, la crítica se distanció del lector cuando, en nombre del rigor científico, desnaturalizó las películas con esa profusión de conceptos y términos no ya solamente incomprensibles para el gran público sino de aplicación tan forzada? Hay, de hecho, un texto publicado aquí, en Détour, titulado ¿Por qué no pueden llevarse bien cinéfilos y académicos?, que ilustra perfectamente esta problemática. En él, podemos leer lo siguiente:


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“El gesto fundador fue obra de Christian Metz, quien se preguntó qué es lo que permite que entendamos una película narrativa. Su respuesta, una versión de la semiótica (entendemos porque sabemos cómo leer un sistema de signos), condujo a otras posiciones teóricas, derivadas de concepciones ligadas a la ideología, el psicoanálisis y el feminismo, tapadas recientemente por varias ideas acerca de cómo la cultura trabaja a través del cine construyendo una identidad social. Estas consultas tienen sus fallas, incluyendo el hábito de interpretar las películas como farsas cuyo fin es representar doctrinas teóricas. Aun así, no podemos negar la legitimidad de formular este tipo de preguntas básicas. Un crítico o un biógrafo pueden asumir que el público entendió la película, pero algunos de nosotros sentimos auténtica curiosidad por conocer cómo funciona ese proceso”.


Evidentemente, en nombre de la «teoría del autor» —como ya señalé— se han cometido muchas equivocaciones. Justo es decirlo. Pero también deberíamos hablar de una vez por todas de las terribles consecuencias que han ocasionado los correligionarios de los «teóricos de la sospecha» al leer filmes desde postulados teóricos tan rígidos. Bordwell dice muy sarcásticamente que esta veneración hacia los textos sagrados de gente como Barthes, Althusser, Derrida, Lacan, etc., y su utilización es, en el fondo, una «nueva escolástica». Una vez más: no puedo estar más de acuerdo. ¿Que hay patrones sociales, psicológicos, culturales, etc. que las películas incorporan inconscientemente? Por supuesto que los hay, pero el gesto creador también va por derroteros conscientes a los que podemos llegar sin sentar a las películas en el diván.


Me parece que es, precisamente, a través de la «crítica explicativa» como puede desplegarse lo que venimos llamando «cinefilia 2.0». Con ella podemos mirar mucho mejor a nuestro alrededor y preguntarnos cómo el cine o el audiovisual se va a transformar-y lo hará, si no lo está haciendo ya- en mitad de este nuevo contexto tecnológico. Fíjate lo que dice Kent Jones en una de sus cartas de Mutaciones del cine contemporáneo (4) en relación a cómo la progresiva incorporación de equipos musicales particulares -los walkmans, por ejemplo- influyó en la estética cinematográfica:


“Creo que la sensación de «fundirse con la música» (…), la sensación de conducir y ser conducido simultáneamente, ha dado lugar a una nueva forma de hacer cine que se arriesga a caer en la ligereza, para crear a partir de este nuevo género de experiencia moderna (…) Muchos amantes del cine que conozco tienen un montón de problemas con estas películas. Si tuviese que adivinar por qué, diría que probablemente se debe a que reflejan la infiltración de una subcultura matriz por parte de fuerzas externas. (…) Comprendo que estas películas representan el final de un precioso momento en la cultura cinematográfica que comenzó con la nouvelle vague”.


Quizá un cambio de paradigma estético parecido esté ya teniendo lugar. Quizá, como tú mismo sugieres, habrá que desmontar nuestro cerebro para entender las derivas estéticas del cine que están aún por llegar. Sin embargo, ya podemos intuir algunas cosas al respecto…



Buenas tardes, Jose.


Siento haber tardado en contestarte. Ha transcurrido todo un verano entre tu carta previa y la que ahora recibes. Pero el tiempo no pasa en balde. Va sumando experiencias, propiciando más argumentos para el diálogo. El problema en este caso reside en que casi todas esas experiencias, y por tanto los argumentos derivados de las mismas, han sido desalentadores para mí. Desde hace unas semanas mi estado de ánimo lo resumen dos frases pesimistas hasta la náusea.


Por un lado, la que balbuceaba desconcertado Michael Corleone en El Padrino. Parte III (The Godfather: Part III. Francis Ford Coppola, 1991): “Cuanto más alto he ascendido en la escala social, más basura me he encontrado”. Por otro, la máxima atribuida a Diógenes de Sinope, adecuadamente apodado Diógenes el Cínico: “Cuanto más conozco a la gente, más quiero a mi perro”. Uno no tiene perro, respeta demasiado la libertad ajena como para disfrutar gestionándola bozal y correa en mano. Así que ha de seguir recurriendo a la escritura, por mucho que a veces le parezca a uno mismo el desahogo de un loco.


¿Tiene mi amargura algo que ver con lo que me planteabas al final de tu última misiva, con el interés que ambos hemos manifestado por las nuevas derivas del audiovisual y por nuestras nuevas obligaciones como críticos? Citas a José Francisco Montero. Reescribiré la frase que dedicaba acertadamente a los hechos y las causas solidarias, de esta manera: “Son los escritos los que definen a los críticos, no la autoproclamación de su adhesión a ciertas tecnologías y ciertos idearios”.


Y es que en 2006 leía al responsable máximo de una cabecera web hoy desaparecida postular que “en la prensa de cine está bien que haya una democracia, pero ha de estar muy controlada”. Más tarde, en 2010, asistía como oyente a un encuentro sobre crítica de cine en la que una de las ponentes, empleada en una publicación impresa de prestigio heredado, manifestaba tranquilamente que no leía crítica publicada en Internet; otro de sus colegas insistía en que “hay un cierto peligro en eso de que todo el mundo en Internet [...] pueda acceder a publicar una opinión sobre el trabajo de los demás”.


Aunque percibía de sobra el tufillo despectivo e intransigente que emanaban tales opiniones, tanto en 2006 como en 2010 no atiné más que a sentirme atacado personalmente. Al fin y al cabo, soy una criatura surgida de lo virtual, sin pedigrí periodístico ni académico. Sin embargo, vete a saber si por méritos propios o por pura suerte, las cosas han ido cambiando hasta el extremo de hallarme el pasado mes de agosto ejerciendo yo mismo como ponente de una mesa redonda sobre el presente y el futuro de la crítica de cine, junto a una periodista de la cadena SER y otro de El Mundo.


Ambos despotricaron contra Internet poseídos por una ignorancia, un odio, y me atrevería a decir que un miedo tales, que comprendí al fin que la distancia clasista, elitista, entre unos y otros era un asunto menor. Lo que ponían inmejorablemente sobre el tapete las declaraciones recogidas; lo que han evidenciado después anécdotas tan jugosas como la de esa promoción elaborada por una revista online para anunciar un contenido, cuyos argumentos a la postre se menospreciaron en nombre de referencias ajenas, cuando no antagónicas, a lo escrito; la intolerancia histérica, protofascista, evidenciada por ciertos colegas ante opiniones en vivo, artículos y hasta actualizaciones en las redes sociales que contradicen sus propios pareceres o revelan su ignorancia; o la denuncia por parte de una vaca sagrada de la crítica española, alguien con décadas de experiencia, de que el mundillo acostumbra a silenciar las contribuciones ajenas por ignorancia, pereza o mala fe... justo cuando no se le nombra a él, es la pervivencia del concepto que tan bien has recogido de David Bordwell.


Es decir, esa «nueva escolástica» cimentada en “aplicaciones de conceptos predeterminados, sin importar si realmente están sugeridos o no por el discurso” tanto da si de una película o de otro ensayista; dada a “descuidar los efectos y/o significados que [...] trata de poner de manifiesto” una película u otro ensayista; habituada a “interpretar” qué más da si una película o a otro ensayista en términos de “farsas” cuyo fin es ilustrar “nuestras doctrinas teóricas”.


Al fin y al cabo, cualquier escolástica, y la crítica no es una excepción, pasa por subordinar la razón a la fe, por articular sistemas sin contradicciones internas, por menospreciar lo empírico, por el recurso a los argumentos de autoridad, por silenciar lo que pueda hacer tambalear el propio discurso. En el panorama tan fúnebre que te he presentado hay periodistas radiofónicos, de prensa escrita, expertos en imagen, licenciados en vete a saber qué disciplinas humanísticas, coordinadores de webs... ¿Puede esperarse una percepción diferente del cine y de la crítica por cualquiera de ellos cuando todos están más interesados en amurallar su trabajo, su criterio, su presunto estatus académico y cultural, incluso su yo psicológico, que en tasarlos, ponerlos a prueba diariamente con la mirada y la escritura?


Que hayas sacado a colación el libro coordinado en parte por Adrian Martin resulta una paradoja deliciosa, habida cuenta de que se mueve como pez en el agua en las redes sociales y de que muchos de sus “amigos” y “seguidores” españoles le prestan una atención reverencial, soslayando que, dadas sus cualidades como crítico, si en vez de ser una autoridad lo tuviesen escribiendo al lado harían todo lo posible por ignorarlo, ningunearlo, censurarlo…


Una impostura brutal, atroz. Martin describe como “infiltración de una subcultura matriz por parte de fuerzas externas” el proceso por el cual el cine va adentrándose en derivas estéticas y de producción muy diferentes. Pero esa infiltración es imposible si la fuerza externa -llámese Internet, cuestionamiento de rangos intelectuales y culturales, otros formatos expresivos- se ve obligada a pasar por el filtro que conforman los aspectos humanos, demasiado humanos de la crítica. Esos que revelan su importancia por el pequeño detalle de que absolutamente todo el mundo pretende hacer que no existen, como si el Espíritu de la Crítica descendiese sobre nosotros y fuésemos receptáculos puros del mismo.



Querido Diego:


Me resulta sorprendente que exista todavía ese desprecio hacia la crítica procedente de Internet, y más que esa actitud provenga de profesionales que deberían ser muy conscientes de que el ejercicio crítico en la prensa tradicional se efectúa bajo condiciones cada vez más difíciles y comprometidas, bajo unos filtros editoriales que imposibilitan no ya una escritura todo lo libre y heterodoxa que desea quien la ejecuta, sino el cumplimiento de las funciones básicas que se presupone a la crítica como género periodístico; todo lo contrario a lo que sucede en la Red, en donde el escenario es menos restrictivo.


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El que fuera crítico de Fotogramas Antonio Trashorras afirmaba en una entrevista que en Internet se pueden encontrar blogs de gente muy brillante que cuesta imaginar integrados en una redacción de medios de comunicación. Pero es que, además, sabemos que la crítica en la prensa está sufriendo una progresiva reducción de su espacio y está siendo cada vez más intoxicada por la retórica publicitaria. Últimamente, leyendo algunos textos de Ángel Fernández-Santos que, como sabes, fue el crítico titular durante más de dos décadas en El País, me preguntaba si ahora mismo sería posible encajar en los medios tradicionales una escritura como la suya para hablar de cine, todo un alarde de elegancia, erudición, argumentación, reflexión de altos vuelos y estilo nada populachero.


Con esto quiero decir que la prensa escrita, aunque constituye un apetitoso escaparate que, por supuesto, permite la apertura a un abultado número de lectores, también lleva consigo más cortapisas y limitaciones. Internet, por el contrario, es un terreno propicio a la experimentación, a la libertad estilística, a la renovación de los formatos, tal y como señala Adrian Martin, quien, defendiendo el carácter amateur de las publicaciones digitales, nos recuerda que revistas como Cahiers du Cinéma o Sight and Sound también nacieron como iniciativas amateurs. Yo estoy convencido de que existen ahora mismo en el ciberespacio cabeceras que, en diez años, serán el equivalente a esas revistas en el futuro. Hay que comprender de una vez por todas que ha habido un cambio de paradigma; que, a la vez, se produzca mucha basura, textos descuidados, superficiales y faltos de rigor, no es motivo para su desacreditación. El hecho de que podamos estar hablando sobre este tema y de la existencia de una revista como Détour constituye un síntoma más que positivo.


Me parece que esa corriente de desconfianza hacia el medio digital es la culminación de todo un estado de pesimismo que arranca a partir de los ochenta con la irrupción de la Posmodernidad, ya sabes, ese aumento de las nuevas ventanas de exhibición cinematográfica que pone patas arribas las costumbres del cinéfilo tradicional, es decir, la progresiva incorporación de la televisión, el vídeo doméstico y luego el DVD, las pantallas de los smartphones… todo lo que hoy  configura ese régimen de la «pantallocracia» del que hablan Gilles Lipovetsky y Jean Serroy en La pantalla global (5): la disolución del cine dentro del audiovisual y la incapacidad para establecer fronteras entre uno y otro ámbito. Cuando este proceso se inició, como digo, en los años ochenta, muchos críticos, con Serge Daney a la cabeza, empezaron a manifestar que se estaba produciendo la «muerte del cine». Desde entonces pervive la sospecha y el escepticismo hacia ese mundo del audiovisual, al cual el quizá más grande pensador español de cine, Santos Zunzunegui, dedica estas fúnebres palabras: “En el reino del audiovisual, toda imagen es sustancialmente idéntica a cualquier otra. Y, por tanto, inmediatamente reemplazable sin dejar huellas” (6).


Creo que la crítica todavía se encuentra desnortada y confundida ante un panorama que se ha ensanchado desde que las carteleras dejaron de ser el hábitat natural de la exhibición cinematográfica. Sin embargo, tal vez las próximas generaciones no tengan problemas para moverse en este nuevo contexto. Quizá faltan ahora nuevas formas de parcelar y organizar este vastísimo océano audiovisual. A mí particularmente me produce todavía una gran ansiedad pensar que mi visión del cine se encuentra extraordinariamente sesgada porque, por falta de tiempo, me siento incapaz de acceder a esa cantidad de circuitos paralelos a los tradicionales estrenos de la cartelera. En cambio, sí estoy de acuerdo de que esta incesante lluvia de imágenes en la que nos encontremos lleva inherente un peligro que, como denuncia Zunzunegui, crece a pasos agigantados:


“Uno de los problemas centrales del momento que nos ha tocado vivir es la absoluta falta de conciencia histórica, entendida ésta como ausencia de cordón umbilical con la tradición. En el campo del cine este hecho se manifiesta de manera dramática en la proliferación de filmes que se realizan desde la radical indiferencia hacia los problemas que el arte del cine ha afrontado y debe afrontar históricamente.


El llamado cine de la posmodernidad ha renunciado a pensarse a sí mismo en términos de campo de maniobras propio para subsumirse en la ciénaga del audiovisual. Para muchos autores […] el cine no es tanto una memoria histórica -constituida, por tanto, en términos de organización, selección y jerarquía- como un inmenso receptáculo del que extraer, según las necesidades, fórmulas estereotipadas o imágenes indiferenciadas” (7).


En efecto, resulta muy fácil que esta desmemoria se traslade a los espectadores y a los críticos, que abordemos las películas como objetos independientes de cualquier tradición. Aquí sí me parece que hay una tarea que no debería ser descuidada, la de la imperiosa necesidad de volver “la mirada hacia atrás para descubrir y señalar los antecedentes de lo que ahora haya podido parecernos radical novedad” (8). Si por algo debe distinguirse el crítico es por su cultura cinematográfica, pero no para alardear sino para trazar puentes entre lo viejo y lo nuevo (9). Debemos evitar convertirnos en aquello que el cineasta Andrei Tarkovksi denominó como «devoradores de arte» (10).


Y, sin embargo, y entrando ya de lleno en el universo de la crítica 2.0 tanto en Internet como en las redes sociales, creo que ahora disponemos de herramientas para evitar esa desmemoria. Me parece fascinante que, por ejemplo, sea cada vez más sencillo encontrar tal escena de una película del pasado en Youtube o en una página de descargas; o que las críticas se llenen de hiperenlaces con alusiones a determinadas informaciones ya sean escritas, sonoras, visuales, o una mezcla de los tres formatos; la entrevista a un cineasta, el fragmento de una obra, etc.


Pero, claro, de nuevo aparece cierta resistencia a esta nueva modalidad, ya que, como género periodístico e incluso literario, la crítica de cine tiende a contemplarse como escritura independiente del lenguaje audiovisual. Curiosa paradoja porque, como bien apunta José Manuel López, responsable de la revista digital Tren de sombras, es justo ahora cuando “el cine y la crítica se encuentran en un mismo soporte (una pantalla) y fluyen libremente por el mismo canal (Internet)” (11). La «crítica clásica» se sustituye por una «crítica hipertextual», en palabras de Sergi Sánchez (12), que puede adoptar un formato más complejo, con infinitas combinaciones. Por supuesto, es muy respetable limitarse a la escritura, pero las reglas del posicionamiento de los contenidos en Internet tienden a privilegiar cada vez más la interrelación del texto con hiperenlaces. Se puede establecer, y de hecho se establece, un sustancioso diálogo entre informaciones de diferente pedigrí, por no hablar de los debates que se organizan entre los comentarios de los lectores, diálogo en el que el crítico debe intervenir y moderar.


Como sabes, desde hace un par de años coordino el perfil de Facebook de Cine para leer, y, aunque lentamente, cada vez me entusiasman más las posibilidades que nos brindan las redes sociales para abrir conversaciones y debates con los lectores a partir de textos, imágenes, entrevistas, etc. Un ejemplo: recientemente, tras ver la extraordinaria En la casa (Dans la maison; François Ozon, 2012), y después de publicar el texto crítico procedente de nuestra página web y la entrevista radiofónica en una emisora que le hicieron al redactor que lo escribió, me pareció interesante incorporar el tema principal de la música original de su compositor, Phillipe Rombi, como una vía de lectura hacia el filme, cuya banda sonora está disponible íntegramente en Youtube. Desconozco si los lectores y usuarios se animarán a expresar sus opiniones, pero lo importante es cómo a través de las redes sociales se abre un abanico más amplio de alternativas para iniciar debates y ángulos de aproximación a los filmes…


En general, ¿no te parece increíble que el plano-secuencia inaugural de Sed de mal (Touch of Evil; Orson Welles, 1957) o el final de Las noches de Cabiria (Le Notti di Cabiria; Federico Fellini, 1957) estén disponibles a un golpe de ratón? Quizá peque de optimista, pero disponer de la Historia del cine, como digo, a un golpe de ratón es algo de lo que podemos aprovecharnos de mil maneras diferentes.



Buenas tardes, Jose.


Comparto contigo, y volvería así tanto a mi primera intervención en nuestra charla como al conjunto de la que mantuve, también en el seno de Détour, con Óscar Brox y Paula Arantzazu Ruiz, el entusiasmo hacia las herramientas que la tecnología actual ha puesto en nuestras manos para analizar, para vivir el cine. Herramientas que, como apuntabas, han acabado con el medio; que han hecho del mismo una parte, de mayor o menor relevancia según las preferencias, del audiovisual. Lo que no tiene nada de malo. Los procesos, lo que simplemente ocurre, escapa con una sonrisa a las consideraciones morales. “La disolución del cine dentro del audiovisual y la incapacidad para establecer fronteras entre uno y otro ámbito” nos brindan oportunidades inéditas, no señaladas, léase, no instrumentalizadas, por ninguna brújula.


Zunzunegui proclama la importancia de las huellas, de la conciencia histórica, lo grave de una “radical indiferencia hacia los problemas que el arte del cine ha afrontado y debe afrontar históricamente”. Pero si algo ha provocado la irrupción de las nuevas tecnologías y nuestra inmersión en lo virtual es la descomposición de lo que se entendía por tiempo y espacio, y el descrédito absoluto de la Historia, de las obligaciones hacia la Historia, a golpe de conocimiento de la verdad. La posmodernidad, que fue la forma última, paródica, autoparódica, de abordar el pasado y hasta el futuro, la forma última de ocultarnos a nosotros mismos el presente insertándolo en una perspectiva de ayeres y mañanas hecha a nuestra medida, ha muerto.


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No abogo, conste, por la desmemoria. Ni estoy de acuerdo con quienes día sí y día también ejercen la crítica de la “radical novedad” en cualquier ámbito del cine contemporáneo, a costa de ignorar o silenciar lo que el medio ha conseguido en sus más de cien años de existencia. Pero sí creo que una crítica hipertextual, transversal, no tiene más remedio que escribir otra historia del cine. O, mejor dicho, dada la contingencia a la que se ha visto abocada la imagen, está obligada a enunciar otra manera de aproximarse al cine, menos ligada a lo cronológico y a las vidas de santos que a las conexiones casuales y causales, a significantes despojados de significados vetustos, inspiradores de otros nuevos. El audiovisual ya no es un museo al que asistir en una visita guiada. Es un océano en cuya superficie agitada un observador atento puede atinar a vislumbrar epifanías evanescentes; cuyas profundidades son aleatorias, cambiantes, inaprensibles; cuya descripción obliga a quemar las naves del lugar común, la interpretación heredada,  la conclusión tajante y precipitada.


Ese océano es el presente. Aterrador, contingente, en perpetua mutación. Ya solo existe el presente. El ahora es EL AHORA. Y está bien que así sea. Basta ver en qué ha quedado con la recesión el constructo histórico en torno a la Transición española, para mandar nuestras responsabilidades con la Historia a paseo; para no solo no respetar las huellas, sino para hacerlas desaparecer aplanando sin piedad el pasado inventado y el futuro pactado. Los puentes entre lo viejo y lo nuevo hay que dinamitarlos. No existe lo viejo, sino la impostura de lo viejo. Ni Orson Welles ni Federico Fellini, a los que has citado, crearon en lo viejo, ni pensaban en nosotros, lo nuevo. Actuaban en su presente. Y si sus imágenes se adaptan al Led de sesenta pulgadas, la pantalla de móvil, el zapping y la multiventana y las interrupciones publicitarias, es cuando demostrarán que continúan siendo presente, parte del Ahora, algo de interés.


Pretender que se puede recuperar lo que fueron antaño, de lo que no tendremos nunca ni idea por mucha enciclopedia, revista, ensayo o documental que nos echemos a la cara; pretender que podemos escudarnos en ellos para otorgar a nuestros discursos críticos un elegante y noble toque vintage como el que procura Instagram a las fotos de nuestras vacaciones en Torrevieja, debería estar castigado con la ejecución en un no-lugar. Pensarás, claro, que no quedaría prácticamente nadie escribiendo sobre cine. Cierto. Una gran suerte. Si fuese verdad a fecha de hoy que toda imagen es “sustancialmente idéntica a cualquier otra” e “inmediatamente reemplazable sin dejar huellas”, sería como para echarse a llorar de alivio. Solo querría decir que hemos sobrevivido a la extirpación de una metástasis histórica, una extirpación que se habría llevado también por delante a las células que, con su debilidad, su permeabilidad a la mentira del pasado, su connivencia traidora con un ayer falso y una Historia digna de llamarse mejor fábula, nos han conducido hasta la catástrofe actual.


Ahora bien, si Internet ha contribuido lo suyo a la equiparación de las imágenes, a la disolución de fronteras, a la futilidad de las huellas, léase, a la libertad, para mí no cabe decir lo mismo de las redes sociales, que están ejerciendo el efecto de diques represores en varios sentidos: para empezar, la imagen ha devenido foca amaestrada de su consumidor, que se adorna con ella con vistas a la confección del espectáculo de sí mismo; en esa idea de “aprovecharnos de mil maneras diferentes” de la Historia del cine a golpe de ratón con que concluías tu última intervención hay algo, y es la trampa de un lenguaje de tintes capitalistas en el que todos caemos una y otra vez, de brutalmente utilitarista, que es bajo las máscaras lo que caracteriza el uso de las redes sociales, a nivel tanto crematístico como emocional, ámbito que también tiene su propia economía.


El intercambio fugaz, estresante de credenciales culturales que se produce en Facebook y sobre todo en Twitter al ritmo que imponen nuestra vanidad, nuestra ansia de reconocimiento ajeno, sumado al hecho de que ese intercambio se produce en el ámbito de una burbuja de influencia social en la que elegimos o nos eligen interlocutores -amigos/seguidores- de acuerdo con el esquema subjetivo, mezquino de las cosas propio de cada cual -afinidades, apetencias, tirrias, puro interés- ha derivado en algo muy similar a lo que sucedía en los salones mundanos de antaño: no importa el concepto del cine o de las imágenes que nos traigamos entre manos, sino que este contribuya a forjar una tarjeta de visita idónea para el entorno pretendido, un personaje con el mejor perfil posible para la representación de grupo que otros envidiarán o admirarán, el nombramiento como “activista cultural” o incluso “agitador cultural” (sic).


Ese carácter contingente del audiovisual que podíamos considerar hace unos párrafos positivo o, al menos, indisociable de nuestro presente, del ahora, digno de atención, cae así presa de un relato externo al mismo, de una construcción sin valor de ningún tipo, autista, que nos atrapa en nosotros mismos. Pongámonos freudianos: hubo un tiempo en el que recibíamos las imágenes como una Verdad revelada, a la que confiábamos el Yo para que nos ayudase a desatar el Ello, aunque a la postre nos devolvía el Superyó. Hoy, el Ello que pueda latir en las imágenes es fagocitado a mayor gloria del Yo, sirviente a su vez del Superyó manifestado a través del éxtasis embrutecedor y coercitivo de la comunicación al que nos hemos rendido, en las redes sociales y en otros medios.


Parafraseando a Marshall McLuhan, el tuit es el mensaje. La disposición en sus ciento cuarenta caracteres -ni uno más, tanto despotricar contra la tiranía de lo impreso para esto- de un nickname, su icono correspondiente, uno o varios destinatarios, una etiqueta, un enlace, una imagen, crea un espacio representativo nuevo, autónomo. Si la imagen o la crítica de la imagen tuviesen en ese marco un papel al menos subsidiario, si se tratase de un problema de adaptación como el que he intentado describir previamente, lo consideraría de interés. Pero lo que está sucediendo es que la imagen, la interpretación de la imagen, pasan a ser traducidos a sintagmas de otro discurso, sin que importe lo más mínimo su esencia porque desaparece: no leemos las críticas sino que las oteamos, no vemos los vídeos sino que apenas empezamos a hacerlo desplazamos el cursor con impaciencia hasta los últimos treinta segundos… Se retuitea o se marca como favorito sin aprehender el contenido, sino el valor de cambio del continente. No informamos ni compartimos sino que vendemos, nos vendemos, prostituyendo de paso un esfuerzo creador propio o ajeno -las imágenes, su lectura- para que se rebaje al nivel de lo que necesitamos, de lo que nos viene bien, de lo que nos favorece frente a quien nos mira.


En esta tesitura, resulta como mínimo incoherente que se proteste contra la creación automática de noticias por parte de ciertos softwares, contra la creación de artículos al gusto de nuestros hábitos como internautas. ¿Por qué vamos a negarle a Skynet que nos manipule, que nos ciegue, que practique con nosotros estrategias conductuales apelando a nuestro narcisismo, si es lo mismo que hacemos desde nuestras cuentas en las redes sociales? Por otra parte, ¿con qué autoridad moral protestar contra los grupos mediáticos hegemónicos, los imperativos de las distribuidoras estadounidenses, los férreos y rancios estamentos analíticos que pueblan los ámbitos universitarios o de grandes cabeceras, si nuestra ruta de acceso a las imágenes y su crítica la hemos diseñado a nuestra imagen y semejanza, si hemos acotado tan a nuestro gusto prejuicioso y censor nuestra presencia en Internet que jamás llegará hasta nuestra puerta nada que no hayamos filtrado, nada por tanto que nos saque de nuestra plácida vida virtual, idéntica en espíritu a la de un suburbio residencial en el que se charlase amigablemente sobre fútbol mientras se rotura el jardín?


En una de las cartas que dirigió a su hermano Theo, Vincent Van Gogh llegaba a la conclusión de que “somos viajeros, nos dirigimos a alguna parte, tenemos un destino, solo que ni ese lugar ni ese destino existen […] el único Dios es el Dios de lo posible”.


Si sustituimos a Dios por Internet, queda en evidencia el fracaso de las redes sociales a la hora de propiciar ese viaje a ninguna parte que constituyen la vida, su interpretación artística, su reinterpretación crítica. En las redes no hay nada posible; todo es control, y degradación de lo propio y de lo ajeno. ¿A que no te sorprende leer que expertos del MIT han desarrollado un algoritmo capaz de predecir los trending topics con una precisión del 95%? Si la cultura y la crítica han tenido algún valor en la vida real, es porque se atrevían a romper con esas predicciones y, sobre todo, con el monstruoso armazón tan confortable como represor que se escondía detrás y que todo lo asfixiaba. Si queremos que algo parecido ocurra con Internet, si pretendemos que la visibilidad no se concrete en forma paradójica de invisibilidad, vamos a tener que apelar a herramientas incómodas, de combate, que están por definir y que quizás no tengan aplicación efectiva posible, quizás siempre sucumban al medio. Porque la otra opción, si algún día tenemos el valor de arrojarnos a ella, es la cueva, el monasterio, la intemperie… la esperanza de que alguien llegue a nosotros y de llegar a alguien sin intermediarios ni condicionantes; por la vía de la casualidad y la causalidad. La esperanza de descubrir y descubrirnos una película o a un ensayista cinematográfico; de toparnos, antes de que el paso de nuestro Yo por el mismo lo transforme en un lodazal, con un paisaje recién nevado: el paisaje de lo posible.



Hola, Diego.


Han pasado bastantes meses desde que recibí tu última correspondencia. Releyéndola ahora, me parece que muchas de las objeciones que planteas sobre el cine, el audiovisual, Internet y las redes sociales abren nuevos interrogantes que complican sobremanera el intento de poner punto y final a nuestra conversación inicial, intento que, por azar, me corresponde a mí con esta última intervención. Pero lo que me apetecería es seguir tirando de la madeja; continuar reflexionando sobre esa mentalidad del cine que tú consideras caducada, aquella que, sintetizando las palabras de Zunzunegui, sigue reclamando la importancia de la conciencia histórica y que denuncia la proliferación de filmes que se han subsumido en la ciénaga del audiovisual sin discriminar si sus imágenes difieren o no de otras precedentes.


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Frente a ese discurso, tú incluso planteas que si, en efecto, toda imagen fuera “sustancialmente idéntica a cualquier otra” e “inmediatamente remplazable sin dejar huellas”, sería como para echarse a llorar de alivio porque habríamos sobrevivido a la extirpación de una “mentira del pasado”, a una historia “digna de llamarse mejor fábula” que “nos han conducido hasta la catástrofe actual”. Francamente, no sé hacia donde puede llevarnos esa tabula rasa; tampoco consigo ver con claridad esa rescritura de la Historia del cine que crees imprescindible.


No creo, en todo caso, que nuestra relación con la Historia del cine haya sido como una “visita guiada” a un “museo” inerte. Me parece que nuestra relación con las películas del pasado es más utilitarista; pretendemos con ellas explicar realidades y fenómenos que nos conciernen, pero deslocalizándolas, extrayéndoles la significación que entonces tuvieron y arrojándolas ahora a un presente frente al que no sabremos si tendrán o no capacidad de respuesta. Remontarse a la tradición o a ciertas escuelas o movimientos del pasado no implica -o no debería implicar- una actitud de pasiva contemplación hacia lo que representaron, sino una actividad para ayudarnos a discernir mejor lo que nos rodea. La Historia del cine, además, no es un monumento. ¡Qué aburrido sería entonces! Está en continuo movimiento y revisión, aunque estaremos de acuerdo en que existen en ella una serie de hitos consolidados que, lo queramos o no, constituyen el ADN de nuestra cinefilia.


Son hitos porosos e inexactos, que nunca podrán ser definidos con escuadra y cartabón, pero este carácter vaporoso siempre ha sido así en la Historia del Arte, en la Historia misma… entelequias que no reflejan nunca la realidad, de igual manera que los medios de comunicación tradicionales jamás han reflejado la actualidad. Se producía -se produce- una pérdida, un filtrado, que lo imposibilitaba. Pese a ello, también creo que algunas producciones o cineastas poseen una estatura estética tan descomunal que será difícil que pierdan elocuencia incluso adaptadas “al Led de sesenta pulgadas, a la pantalla de móvil, al zapping y la multiventana y las interrupciones publicitarias”. O quizá sí: el cine y sus derroteros históricos son conceptos tan resbaladizos que nunca está dicha la última palabra.


Sin embargo, a la crítica hipertextual, a la cinefilia 2.0, por moderna que sea su nueva nomenclatura, no podemos borrar sus antecedentes y arrojarlos a la papelera de reciclaje. No podemos, o no deberíamos, establecer un año cero como si nada antes hubiera ocurrido. Nuestras propias características cognitivas nos lo imposibilitan, de ahí que esté en desacuerdo en lo concerniente a lo que tú llamas “la mentira del pasado, su connivencia traidora con un ayer falso y una historia digna de llamarse mejor fábula”. A modo de ejemplo, el estreno de una película como The Artist (Michel Hazanavicius; 2011) tuvo un éxito desmesurado porque recurría expresivamente a las técnicas del cine silente. Pero, ¿es el único largometraje que había efectuado esa operación?, ¿Aki Kaurismäki no había hecho algo similar con Juha en 1999? Y, en tal caso, ¿de verdad que The Artist añade o matiza algo nuevo a esa tradición de cine silente? Son preguntas tópicas y esquemáticas, y quizá incómodas, pero también inevitables en el ejercicio crítico.


Lo que sí es cierto es que lo que antes era un lago de imágenes ahora se ha transformado en un océano “cuyas profundidades son aleatorias, cambiantes e inaprensibles”, más difícil, en principio, de abarcar. En las décadas de los cincuenta, sesenta y setenta, la nueva crítica se zambullía feliz por tenerlo todo ilusoriamente bajo control. Tras el cine clásico norteamericano surgió el neorrealismo italiano, y tras este, la Nouvelle Vague y el resto de nuevos cines. A partir de aquí, la cosa empezó a complicarse. Llegó la Posmodernidad y con ella -ya lo hemos mencionado- el vídeo doméstico, luego el DVD, Internet, las redes sociales, los smartphones, las videocámaras digitales, etc., que no han hecho sino multiplicar exponencialmente la producción audiovisual, aunque a efectos prácticos sigamos prisioneros de los estrenos de cartelera.


Ahora bien, ante este diluvio de imágenes, ¿quienes serán los cineastas que dejarán huella?, ¿A cuáles de ellos habrá que regresar? A pesar de los pesares, la crítica tendrá que sistematizar, que efectuar prospecciones, selecciones y descartes, con el fin de señalar aquellas trayectorias y caminos más relevantes. Con más luces y sombras que nunca, la crítica seguirá ejecutando, más modestamente si cabe, sus tareas canonizadoras con la esperanza de que en el océano del audiovisual se vayan configurando nuevos continentes que consignar. Nuevos continentes que bien podrían ser plataformas o directorios de exhibición on line, pero ya consolidados, de tal forma que nos sacudamos de la tiranía de las carteleras. Pero mientras estos continentes no aparezcan seguiremos haciendo lo mismo que siempre: dar cuenta del estreno de turno mientras sabemos que ahí fuera, en la selva ignota del audiovisual, se agitan otras propuestas que no han encontrado acomodo, por las razones que sean, en los circuitos comerciales.


El aumento exponencial de imágenes ha traído consigo una mayor democratización en la elaboración de filmes, aun en formatos menos vistosos o profesionales, generando mayor libertad y espontaneidad contra los automatismos y la ortodoxia formal. Sin embargo, también creo que este panorama exigirá que el crítico pula sus herramientas analíticas con el fin de separar el grano de la paja, con el fin de disociar las propuestas estimulantes de las naderías y las insignificancias. Ahí está, me parece, el peligro de una oferta audiovisual inabarcable, por eso sugería la necesidad de continentes de referencia en el ciberespacio como nuevas fuentes en las que consumir cine. Pero pulir las herramientas analíticas significa someter nuestros criterios estéticos a una constante reformulación, que bien podría resumirse en este credo del crítico Antonio José Navarro:


“Conviene desconfiar de los sistemas, de las tribus. Ser enemigo de todos los fanatismos y fundamentalismos, construyendo una visión sobre el cine, sobre el arte, deambulante y plural, negándose a fomentar la división entre la alta cultura y la cultura popular. No hay que ser un «crítico», sino un combatiente en una batalla muy antigua: contra la hipocresía, contra la superficialidad y la indiferencia ética y estética... Es conveniente tener una mente abierta y, en la medida de lo posible, libre de prejuicios, alimentándola no únicamente de cine, sino de literatura en todos sus géneros y variantes, de teatro, de artes plásticas, de arquitectura, de música; sacar conclusiones de las experiencias personales, ya sean positivas o negativas, placenteras o traumáticas... Urge recuperar el antropocentrismo, haciendo del ser humano medida de todas las cosas, acercarse a su compleja y contradictoria naturaleza desde todos los frentes posibles, preceptos bajo los cuales debe evaluarse el cine como mirada sobre el mundo en su conjunto” (13).


En efecto: una visión del cine deambulante y plural, sin divisiones entre alta cultura y cultura popular, y, sobre todo, una lucha contra lo de siempre: contra la hipocresía, la superficialidad, la indiferencia ética y estética…  aunque yo añadiría contra la pretenciosidad -que en el cine y en cualquier disciplina artística abunda ad nauseam-, la polémica oportunista, el intelectualismo de salón, el acartonamiento político, la retórica -entendida como la propensión a las complejidades expresivas impostadas-, el originalismo, la modernez, los amaneramientos estilísticos y las borracheras escenográficas y efectistas. Una lucha sin duda antigua, pero interminable, en constante mutación.


Para terminar, y con respecto a las redes sociales, durante este tiempo mi optimismo inicial ha derivado hacia cierto escepticismo, fundamentalmente por esa lectura superficial que tú mismo denuncias: “No leemos las críticas sino que las oteamos, no vemos los vídeos sino que apenas empezamos a hacerlo desplazamos el cursor con impaciencia hasta los últimos treinta segundos… Se retuitea o se marca como favorito sin aprehender el contenido, sino el valor de cambio del continente”. A menudo intento ser positivo y pensar que tal vez las nuevas generaciones de usuarios adquirirán mayor velocidad de lectura que la que tenemos muchos de nosotros. Sin embargo, un artículo extenso, de varias páginas, o una pieza audiovisual de duración considerable exigen tiempo, atención y reflexión para su consumo. Por eso, en la maraña de entradas y mensajes que recibimos a diario en las redes sociales, particularmente en Twitter, o bien nos dedicamos a otear o bien no tenemos más remedio que prescindir de una gran parte de esos contenidos y centrarnos en unos pocos si queremos extraer todo su jugo. Cada cuál hará lo que más crea conveniente. Lo preocupante serán las tendencias generales que se establezcan: la superficialidad que entraña la fiebre de lo inmediato, el déficit de la concentración, o el cansancio o la indiferencia hacia lo que exceda de los cuarenta caracteres.


Aun así, no debemos extralimitarnos. Las redes sociales se han convertido en la prolongación de la esfera social del usuario, y toda esfera social termina por adaptarse a nuestros gustos, aficiones, amistades, inclinaciones políticas, etc. Es un movimiento, este, inevitable. Pero, desde otro prisma, y a diferencia de ámbitos con accesos restringidos, las redes sociales ofrecen oportunidades comunicativas a cualquier tipo de sector o actividad más minoritarios. Parece normal, entonces, que de la comunicación se originen comunidades en torno a esos nuevos emplazamientos digitales. La contrapartida ya sabemos cuál es: el mundo empresarial ha vislumbrado rápidamente el enorme potencial en forma de un comercio electrónico, seguimiento e influencia cada vez mayor. Ahora bien, también Twitter, Facebook y otras redes sociales se utilizan y se utilizarán como plataformas para la protesta y la contestación.


Que las comunidades cinéfilas, antiguamente reunidas en cine-clubs, se configuren a través de las redes sociales presenta inevitables ventajas e inconvenientes. Lo que resulta estimulante en ellas es el lenguaje multimedia con que se tejerán los hilos y las conversaciones de sus usuarios: fragmentos de películas, audios, textos o imágenes fijas. Quizá sea ahora pronto, en todo caso, para predecir su verdadero alcance.


Un abrazo,


Jose



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Collage | Francisca Pageo
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(1) FERNÁNDEZ-SANTOS, A. (2007): La mirada encendida. Madrid: Debate, p. 31.


(2) Stam, R. (2001): Teoría del cine. Ed. 2000. Barcelona: Paidós.


(3) BORDWELL, D. (1995): El significado del filme. Barcelona: Paidós, 1995.


(4) ROSENBAUM, J. y MARTIN, A. (2010): Mutaciones del cine contemporáneo. Errata naturae: Madrid, pp.49-50.


(5) LIPOVETSKY, G. y SERROY, J. (2009): La pantalla global. Barcelona: Anagrama.


(6) ZUNZUNEGUI, S. (2008): La mirada plural. Madrid: Cátedra, p. 136.


(7) Op.cit., p. 16.


(8) ZUNZUNEGUI, S. (2009): “La crítica y los críticos”, en Cahiers du Cinéma España, Nº17, noviembre, pp. 92.


(9) No es casualidad que así se titule la columna que mensualmente nos ofrece Zunzunegui en Caimán Cuadernos de cine. Recientemente, la editorial Cátedra ha publicado una recopilación de estas columnas titulada, cómo no, Lo nuevo y lo viejo.


(10) TARKOVSKI, A. (1997): Esculpir en el tiempo. Madrid: Rialp.


(11) LÓPEZ, J.M. (2011): “Internet o las nuevas fronteras tecnológicas de la crítica”. En: El ejercicio crítico en el cine español. Primer Congreso de la crítica. 13 Festival de Málaga. Cine Español. Universidad de Málaga 2010. Málaga: Universidad de Málaga y Festival de Málaga Cine Español, p. 73.


(12) SÁNCHEZ, S. (2009): “El hombre múltiple”, en Cahiers du cinéma España, nº20, febrero, pp. 84-85.


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(13) NAVARRO, A. J. (2010): “Contra la «crítica». A favor del ensayo fílmico”, Dirigido por, Nº 400, mayo, pp. 60-63.