Una historia (donostiarra) de fantasmas | por Faustino Sánchez

Donosti

Rara vez me despierto en mitad de la noche pero, aquella vez, se juntaban demasiadas cosas. El estrés de los días de Festival, esa cama demasiado grande y demasiado solitaria a la que no había terminado de acostumbrarme, la presión de los medios y, sobre todo, la presión que yo mismo me ponía por intentar ser justo y premiar aquello que más lo mereciera, pero también que estuviera en consonancia con una manera de entender el cine que parecía que últimamente se quería desplazar de los grandes titulares. Era difícil estar a la altura del año anterior, en el que nuestros predecesores habían premiado una obra tan arriesgada e inquietante como Los pasos dobles, pero algo había que intentar, aunque fuera en honor a todos los grandes cineastas que habían pasado en algún momento, con premio o sin él, por San Sebastián.


No era fácil ser presidente del jurado, y quizás hubiera hecho bien aceptando los consejos de mi madre, que siempre me dice que en ocasiones extraordinarias es necesario acudir a las pastillas para dormir, pero no me gustaba recurrir a la química. Los misterios invisibles prefería dejarlos para el cine.


Harto de dar vueltas sobre el colchón y de convertir las sábanas en una especie de bola gigante que me hacía recordar a Gregor Samsa, decidí bajar a la cafetería y pedir un rooibos que me ayudara a dormir. No era capaz de dejar de pensar en las películas que había visto durante los ocho días de Festival, e intentaba pensar en las sensaciones que me habían hecho experimentar, pero al final era inevitable relacionarlas con los escenarios de proyección. Me preguntaba si era justo comparar una película vista en la sala enorme y esplendorosa del Kursaal con otras vistas entre fantasmales cabezas en el teatro Principal o esquivando las barras horizontales que copaban los palcos del Victoria Eugenia. La sensación que se recuerda de una película, al final, es indisociable de las condiciones en que se ha visto, y no solo referentes a la sala, sino al propio estado mental del espectador. Me empezaba a arrepentir de aquella fiesta en la que lo estábamos pasando tan bien que me sentía incapaz de volver a casa, por mucho que los demás miembros del jurado hubieran desaparecido hacía largo rato, y que provocó que al día siguiente, tras dormir solo tres horas, tuviera que hacer grandes esfuerzos para no dormirme en las proyecciones y no las pudiera disfrutar y calibrar como todas las demás.


La infusión estaba tan caliente que pasó bastante tiempo hasta que me la pude tomar y, cuando por fin dije al camarero que la pusiera en mi cuenta y me levanté para volver a mi habitación, me di cuenta de que el hotel estaba en penumbra y no quedaba nadie en la cafetería. No me sentía más tranquilo, pero enfilé el camino de vuelta a la habitación entre pasillos oscuros, iluminados únicamente por modernos aparatos que simulaban ser candiles y velas decimonónicas. El ambiente era creíble y, por unos momentos, me creí dentro de una película de Kubrick, como si en cualquier instante me fuera a encontrar con Jack Torrance o Barry Lyndon.


El camino de vuelta pareció mucho más largo que el de ida, pero al fin conseguí llegar a mi habitación. Para mantener el estilo decimonónico, el hotel seguía teniendo llaves para las puertas de las habitaciones, en lugar de las habituales tarjetas magnéticas. Sin embargo, como si estuviera borracho, no conseguía abrir la puerta de mi habitación, por mucho que hacía girar la llave. ¿Era esa realmente mi habitación o me estaba confundiendo? De repente, una voz suave pero grave, como de ultratumba, me dijo que dejara de armar escándalo y entrara de una vez. La puerta de la habitación 101 se abrió.


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Habitación 101


DonostiDándome la espalda había un hombre de cabellos blancos mirando ensimismado por la ventana. Me pidió que pasara y me sentara, pero él permaneció de pie. Se giró revelando un rostro familiar. Empezó a dar vueltas, lentamente, en torno a mi butaca. Le dije que disculpara si me había equivocado de habitación, pero rápidamente me cortó diciendo que no pasaba nada, que estaba bien, y me preguntó por el Festival. Balbuceé unas palabras inconexas y le dije que estaba lleno de dudas. De repente paré porque me di cuenta de quién era el fantasma que estaba frente a mí. Me miró con expresión suave, esbozando media sonrisa. Nada que ver con la frialdad y desencanto que transmitían sus películas. Le pregunté qué había venido a hacer por el Festival, y me empezó a hablar de algunas películas que había visto.


- Estos últimos años estoy viendo, no sé si con alegría o tristeza, una cierta tendencia a hacer películas más austeras, más elípticas, que algunos asocian con las cosas que yo hice. Pero creo que no tienen nada que ver, porque al final son películas que fuerzan el gesto, que simulan en vez de buscar en la realidad. Yo siempre intenté bucear en el misterio, intentar revelar lo que permanece invisible, pero si tú creas esas cosas invisibles..., entonces todo se viene abajo.


Le pregunté a qué película se refería, y me contestó que hablaba en general, pero finalmente cedió y mencionó, como ejemplo, una película chilena, Carne de perro, que a mí me había dejado un tanto descolocado durante la proyección, pero de la que admiraba su valentía y su espíritu de utilizar una narrativa diferente a la dominante, además de trazar un potente retrato de un personaje traumatizado y obsesivo. El fantasma, sin embargo, me comentó que para él no funcionaba porque, precisamente, todas las virtudes de su narrativa elíptica se perdían al hacer un énfasis demasiado acusado de la situación atormentada del protagonista. “A mí me molestaron”, le contesté, “las escenas de violencia explícita contra el perro. ¿Por que una película tan elíptica en unas cosas se muestra tan frontal en otras? No acabo de entenderlo.”. “Deseo de epatar”, me contestó. “Sería lo último que hubiera hecho en una película como Al azar de Baltasar. Yo siempre quise tratar a todas las criaturas con el mismo respeto”.


- Lo que sí persiste muy claramente de tu cine en muchas películas es una voluntad minimalista, de pequeñas historias centradas en pequeños detalles. Es algo que no está en Carne de perro, por ejemplo, a la que se le nota una mayor ansiedad de trascendencia, pero sí en otras -le dije intentando abrir una nueva vía.


- Lo malo -me contestó-, es cuando eso se toma como excusa para lo banal. Centrarse en una historia pequeña o en detalles mínimos no garantiza nada. Es un problema de mirada, no de escala.


DonostiSe estaba refiriendo a Días de pesca, la película de Carlos Sorín, que para mí había pasado bastante desapercibida en todos los sentidos. Ni me conmovió ni me irritó. De hecho, ya me costaba recordar su argumento o sus imágenes. La relacioné inmediatamente con sus películas anteriores, sobre todo con sus Historias mínimas, pero esta me pareció todavía más intrascendente. También recordaba que me había molestado la falta de ambición del director por ir más allá de los sentimientos más superficiales, o de las meras convenciones sociales y familiares. Igual que Guzzoni en Carne de perro, Sorín jugaba en Días de pesca con un pasado desconocido, aunque lo que en la película chilena era artificioso por demasiado opaco, en la argentina, simplemente, carecía de interés. Había puesto demasiado interés en justificar la actitud del protagonista, y las dudas sobre sí mismo le habían hecho recurrir a subrayados musicales o de guion demasiado fáciles.


- Pero también te habrá gustado alguna película, ¿no?


Entonces me miró a los ojos fugazmente, suspiró, y dijo que, si conseguía olvidar las muecas de los actores y la teatralidad de las propuestas, sí había películas que le gustaban.


- Me ha gustado el debut de ese chico inglés, Scott Graham, creo que se llama, y la película Shell. Es modesta, sin arrogancia, pero tiene energía. Es capaz de ir más allá, de trascender de alguna manera. Y no subraya, no refuerza innecesariamente, no busca explicaciones inmediatas aunque las explicaciones están ahí. No busca el plano bonito, la imagen de postal, pero en las imágenes hay una cierta belleza, que surge de la tierra, del paisaje, de lo inmaterial. Sí, me ha gustado Shell, que en realidad es una película sobre la incomunicación, el aislamiento... La protagonista tiene algo de mi Mouchette y, bueno, aunque actúa demasiado, como todos, tampoco se excede.


- A mí también me gustó. Me pareció un buen retrato de un pueblo donde todos están reprimidos sexualmente -torció el gesto ante esta lectura, así que rectifiqué-. Aunque no se trate de esto, realmente, sino de cómo afecta el aislamiento, como dicen, el paisaje, las tierras altas de Escocia... Es muy patente en esos personajes que se encuentran, se cruzan y se descruzan, como espectros del azar, que viven separados todos, lejos unos de otros, pero se acaban encontrando, porque el deseo acaba siendo un motor difícil de controlar...


DonostiComo me estaba metiendo en un jardín, le pregunté súbitamente cuál era la película que más le había gustado. Y entonces mencionó una película uruguaya, La demora, de Rodrigo Plá, centrada en una pequeña anécdota que actuaba a modo de fábula (una constante en bastantes películas del festival), situada en un hogar habitado por una mujer con sus dos hijos y con su anciano padre, el cual empieza a sufrir algún tipo de alzheimer o demencia. La anécdota se cuenta de manera muy clásica, siguiendo la tradicional estructura de introducción, nudo y desenlace, pero para ello utiliza una forma visual moderna, atrevida pero no autocomplaciente y, sobre todo, enfocada desde un lugar a la altura de los personajes. La pequeña historia habla de las contradicciones de cada persona y tiene un alcance mucho mayor, con una contención emocional que, a pesar de una cierta frialdad, no huye, sabiamente, de lo sentimental. Porque de lo sentimental, finalmente, está hecha la vida y las decisiones que nos atan a ella.


- Te hablaría de otra película que también me ha gustado, muy socarrona, Parviz, pero ya estoy demasiado cansado, así que toma esta llave y ve a la habitación 201. Ahí te hablarán de ella más tranquilamente.


Y diciendo esto, apagó la luz indirecta que nos iluminaba desde el plafón y se metió en la cama sin molestarse en bajar la persiana. Un cierto resplandor de luces de la ciudad reverberaba en la habitación, pero ese rumor en blanco y negro parecía mecer mejor sus sueños. Silenciosamente, cogí la llave y salí.


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Habitación 201


DonostiLlamé a la habitación 201 con cierta ansiedad. No sabía a quién me podía encontrar, pero cuando nadie contestó me decidí a utilizar la llave que me habían dado y me encontré de frente con un señor enjuto pero enérgico, con gorra de béisbol y sonrisa socarrona. “Te esperaba”, me dijo, y se dirigió al fondo de la habitación con paso implacable.


- Me han dicho que me vas a hablar de Parviz.


Se paró a pocos centímetros de mí con expresión seria. Entonces me palmeó la espalda enérgicamente y me dijo que me tranquilizara. Me ofreció un puro y se sentó en el sillón de orejas con pupitre que parecía utilizar para tomar algunas notas. Después de un rato buscando algo entre sus papeles, me dirigió la palabra:


- Hay cosas que no acabo de entender. En pleno siglo XXI... A ver si tú que eres joven me lo explicas. ¿Por qué hay gente, y gente mucho más joven que yo, empeñada en hacer películas tan antiguas? He visto dos seguidas en las que no he entendido nada. ¿Por qué hacen películas tan sosas y tan blandas? ¡Como si el público de hoy día fuera el mismo de los años 40! A mí nunca me gustó hacer películas blandas, pero en aquellos tiempos aún había gente que podía ser más inocente. Ahora tenéis pantallas por todas partes, os bombardea la publicidad, vivís dentro de una constante agresión de la imagen. Entonces entro al cine y veo una comedia como El cuarteto. ¡Puro almíbar de geriátrico! Nunca mejor dicho lo del geriátrico, claro está. Pero entonces salgo y me meto en otra que debería tener más adrenalina, ¡Atraco!, se llama. Ya sabes que siempre me han gustado esas películas y por eso hice varias de ese tema. Como esta, también hice algunas que mezclaban la comedia, que intentaban ser satíricas... Pero esto... No lo entiendo, de verdad que no lo entiendo... ¿Por qué el público no se rebela? ¿A nadie le interesa ya el público?


A mí también me habían parecido algo blandas esas dos películas. El cuarteto, con toda su parafernalia británica, era una obra que nunca hubiera imaginado que pudiera dirigir Dustin Hoffman, aun tratándose de su ópera prima. ¿Un actor del Método metiéndose en una insulsa comedia británica con actores de la raigambre interpretativa más clásica, la de Laurence Olivier, como Maggie Smith o Michael Gambon? ¿Hoffman traicionando los principios del Actors Studio y Stanislavski? En cualquier caso, el principal problema de la película es que una obra tan clásica, tan dependiente del guion que la sustenta, debería ser brillante a cada momento para sostenerse, y quizás ahí esté su error, en el ingenio forzado que se diluye lentamente como un azucarillo. En el caso de ¡Atraco! el problema es otro, porque se trata de una película con vocación de grandes audiencias, que recurre a constantes guiños facilones de raigambre popular.


- Yo eché de menos Tarde de perros mientras veía ¡Atraco! Eché de menos, incluso, una película mucho más modesta y cuestionable, con todo el respeto, como Supergolpe en Manhattan. Pensé también en una película mucho más actual como Antes que el diablo sepa que has muerto, que en su momento me pareció algo irregular, pero que comparando ahora diría que es brillantísima, con muchas capas y complejidad de personajes y estructuras narrativas, que es lo que le falta a ¡Atraco! Es una película que casi se podría haber rodado y montado por una máquina...


- ¿Y crees que es malo que algo parezca rodado y montado por una máquina? No es fácil conseguir una precisión matemática en cada plano... Sí, ya sé que no ibas por ahí, sino por la falta de creatividad, pero lo que creo que le falta es garra y mala leche. En el fondo, es demasiado complaciente.


Le pregunté si pensaba que las películas de hoy día eran más complacientes con la sociedad, con la política o con los poderes fácticos, y entonces empezó a hablarme de dos películas que sí le habían parecido incisivas y cáusticas.


- Precisamente, una de ellas es incisiva respecto a la sociedad y la otra respecto a la política -añadió.


DonostiVolvió entonces a mencionarme Parviz, que era la película de la que había ido a hablar con él en un principio, antes de escuchar sus lamentos respecto al estado de las cosas en el cine actual. Esos lamentos, a pesar de justificados por las películas de las que me había hablado, me parecieron un poco quejicas, y me recordaron las expresiones habituales de aquellos que han dejado de participar en un mundo que ha seguido girando a pesar de su ausencia. Por eso me sorprendió la vehemencia con que empezó a hablar de Parviz, reseñando su valentía a la hora de hacer crítica social sin caer en el panfleto, en la condescendencia con el público o en la caricatura fácil. Por mi parte, sí me parecía que caía en algún problema con la caricatura de ese personaje protagonista que, a sus 50 años, nunca ha trabajado y se ha conformado con vivir de las rentas a costa de su padre, parasitándolo mientras a él también le resultaba cómodo. Ese personaje, una especie de adolescente gordo y viejo que podía recordar al Ignatius Really de La conjura de los necios, era el alma de su película, y mi director fantasma lo señaló como un acierto memorable, que había permitido jugar con la ambigüedad de ciertas actitudes sin juzgar desde una mirada altiva.


- Además, aunque su ritmo sea sosegado, no cae en ninguno de los clichés típicos del cine iraní, y es tan valiente como las mejores películas de allí.


Entonces cortó de repente y me empezó a hablar de la que, para él, había sido la otra gran sátira del Festival, una película chilena de Pablo Larraín: No.


DonostiNo cuenta la historia del plebiscito de Pinochet de 1988, en el que se preguntaba al pueblo en referéndum si el dictador debía seguir 8 años más en el poder, y que supuso el fin del régimen militar. Con un entusiasmo aún mayor que el que había mostrado por Parviz, mi fantasma empezó a hablarme de lo que debía ser una sátira y, más concretamente, una sátira política, que en este caso, además, estaba enfocada desde el punto de vista de la publicidad, lo que me hizo recordar otras sátiras clásicas ubicadas en ese mundo, como Giants and toys, de Yasuzo Masumura, o Uno, dos, tres, de Billy Wilder.


- La película cuida todos los detalles, desde la escritura hasta las decisiones técnicas... Es una gran opción recrear la textura y los colores de las imágenes de la época. Ese grano sucio contribuye a la épica del momento y consigue transmitirnos esa sensación del instante infinito, la emoción de un instante que todo el pueblo se negaba a creer. Ni siquiera quienes decían estar convencidos de la victoria e intentaban crear un clima propicio a la victoria llegaban a creer que, en el fondo, hubiera opciones de cambio. Pero la responsabilidad moral de la lucha les hizo seguir y, la convicción, en ocasiones, no es tan importante como el deseo. Hay veces en que taparse los ojos y arremeter contra el enemigo sin pensar en nada más es la única solución, y eso parece que nos dice Larraín. Aunque lo que más me admira es la manera de integrar el humor, la sátira, en un contexto tan difícil. Una sátira que, además, llega a rozar el surrealismo en muchas ocasiones. Aunque, pensándolo bien, ¿qué totalitarismo no es surrealista?


Le hablé entonces de otra película de humor surrealista que me había gustado bastante, El muerto y ser feliz; en ese momento, se levantó de la silla y, dándome una llave, me dijo que había alguien mejor para hablarme de esa película. Salí y me encaminé a la habitación 302.


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Habitación 302


DonostiEntré en la habitación pensando en una de las últimas frases que me había dicho Lumet, acerca del éxito y del deseo, y eso me llevó a recordar otra película chilena sobre los deseos siempre insatisfechos que había visto unos días atrás, Joven y alocada (M. Rivas). Sin embargo, cuando el nuevo fantasma apareció, cobijado bajo la luz de la lamparita de mesa que se proyectaba sobre su rostro y su cuerpo como una hornacina, me quedé estupefacto.


Entonces se rió sonoramente, como si contuviera entre sus dientes todo el sarcasmo del mundo, y me preguntó por lo que estaba pensando para haber dado semejante espasmo. Titubeé por unos instantes antes de hablarle del deseo y de Joven y alocada y, en ese momento, hizo un gesto despreciativo. Me dijo que era una película que apreciaba, como buen amante del cine latinoamericano, y que le interesaba la propuesta gamberra, provocadora, con el sexo y la perversión latiendo en el fondo del deseo. Sin embargo, “el recurso se agota”, me dijo.


- Puedes contar una película como un blog, pero no puedes centrar la atención en el choque cómico de la protagonista con el entorno repitiendo los mismos efectos y poniendo las mismas frases y comentarios de blog sobre la pantalla. Un efecto tiene que ser sustentado para no convertirse en un recurso cómodo. Cuando la caricatura se hipertrofia deja de ser eficaz.


- La película va de sexo y religión, dos de tus grandes temas -le dije.


“No te equivoques”, me contestó, “mi cine, como el de Hitchcock, estaba más centrado en el deseo que en el sexo”. “En esta película, sin embargo, el sexo pasa por encima del deseo para banalizarlo”. Pensé que tenía razón, y que quizás me estaba dando algunas de las claves por las cuales me parecía que la película no funcionaba, ni siquiera asumiendo su condición de película pop totalmente artificiosa. Quizás fuera ese clima el que le hacía ser, por otro lado, tan del gusto del público.


- Y no te olvides del sexo... La gente prefiere ver el sexo que no tiene a descubrir la banalidad de su deseo, como le pasaba con mis películas.


DonostiPor último me dijo que, aunque la película pareciera muy loca, en el fondo no había un ápice de surrealismo ni de riesgo. “Como sí lo hay en El muerto y ser feliz, para no salir del cono sur”. La última de Javier Rebollo, efectivamente, se había rodado en Argentina, a lo largo de un viaje de miles de kilómetros y, en este caso, sí era cierto que no se podía negar un toque de maravilloso surrealismo. “Hemos conectado en varios puntos”, me dijo. “Tanto en la filosofía de fondo como en el hecho de que, como yo, él también es un español que ha rodado en el exilio, aunque las razones políticas del pasado se hayan convertido en razones económicas en el presente.


Parte del público y de la crítica había arremetido duramente contra El muerto y ser feliz, que era una de mis películas favoritas de la sección oficial. Encontrarme semejante respaldo en ese momento me levantó la autoestima de tal forma que, por un momento, olvidé mis dudas acerca de las películas a las que premiar al día siguiente.


 - Esta película sí que tiene mucho más de mí. Está forjada a partir de una mezcla entre deseo y muerte.


La película de Rebollo se construye a partir de paradojas dibujadas por una omnipresente voz en over que contrasta, choca y rima con las imágenes de Sacristán arrastrando sus estertores vitales por la Patagonia profunda, cuestionando constantemente la mirada del espectador y haciéndole plantearse la realidad de las imágenes y la certeza de una mirada que juega caprichosamente con la percepción para detenerse en diferentes detalles del universo reconstruido. Los ecos que resuenan, desde Llinás hasta Godard o Kaurismaki, no estorban o, quizás al revés de lo que pueda parecer, fortalecen la personalidad del propio director, cuya caligrafía se muestra más autosuficiente que nunca.


Entonces decidí preguntarle por el cine mexicano, ese que en su tiempo llegó a conocer tan bien y en el que pudo desplegar todo su talento. Me contó que había visto Post tenebras lux, pero que la película de Reygadas le había supuesto una enorme decepción.


Le comenté que me sorprendía, porque si bien a mí no me había gustado porque todas las decisiones formales me parecían absolutamente gratuitas, un canto a la nada que no me había extraído más sentimientos que un profundo mareo, cierta parte de la crítica se entusiasmaba con cada película del mexicano.


- Lo que me molesta de esa película es que aparenta mucho más de lo que es. Yo siempre pretendí lo contrario. Sin cortarme a la hora de desplegar lo que me diera la gana en la pantalla (sobre todo en los últimos años de mi carrera), pero procurando que quien entrara hasta el fondo diera con más veneno todavía. En esta película hay veneno por fuera, pero al pasar la primera capa solo encuentras aire...


Donosti- Ahora que hablas de tus últimas películas, tu guionista sigue trabajando con españoles ¿Has visto la película de Trueba, El artista y la modelo?


- Ah, Carriere, Carriere..., siempre le dije que se acabaría acomodando -en ese momento lanzó al vacío una risa que parecía a punto de hacer añicos todos los cristales del hotel-. Pero bueno, me parece que su película está bien.


Me volvió a sorprender, en esta ocasión por el hecho de que le gustara una película que me había parecido tan clásica y tan académica... Dudaba sobre si era la presencia de Carriere lo que le había ablandado el corazón, pero entonces empezó a justificar su afirmación, resaltando que la película de Trueba triunfaba justo donde fracasaba la de Reygadas.


- Me gusta sobre todo cómo la protagonista, tan puritana en un principio, después le coge el gusto a desnudarse, y se la ve feliz, dichosa de exhibirse, mostrándose incluso erótica con gusto... Y el artista..., sí, el artista, parece tan pulcro y puritano, tan profesional..., pero en el fondo esa mujer le ha dado la vida porque le ha devuelto el sexo. ¡Le hace que vuelva a empalmarse! Y no hace falta que Trueba ni nadie lo diga. Se nota en su cara y en ese final tan elocuente...


“No hay que olvidar”, le dije, “que la mujer del artista no es una cualquiera, sino Claudia Cardinale. Hay un momento, imagino, en el que empezamos a tener que vivir de los recuerdos. Y no hay mejor película sobre este tema en mi recuerdo que La bella mentirosa. Hace palidecer a cualquier otra, incluida esta, sin duda”.


El fantasma empezó a aburrirse con mi diatriba y, antes de echarme para desaparecer entre sus sábanas, me dijo que también le había gustado una película carcelaria. “Carcelaria pero teatral”.


- Pero de ella te hablará otro, que yo ya he cumplido mi misión por hoy -dijo mientras, bostezando, se tendía en una especie de diván que utilizaba como si fuera una cama. Yo sabía que se estaba refiriendo a Cesar debe morir, así que cogí la llave que había dejado sobre el escritorio antes de dormirse y me fijé en que indicaba la habitación 301.


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Habitación 301


DonostiAl abrir la puerta me encontré con una algarabía que parecía más propia de una discoteca que de una habitación de hotel. Crucé la entrada y me encontré con que mi nuevo fantasma estaba subido a una enorme lámpara que giraba a toda velocidad desafiando cualquier tipo de fuerza centrífuga.


“¡Soy el Cósimo de las lámparas!”, exclamó ruidosamente, mientras la música no paraba de sonar y unas luces estridentes giraban alrededor de la habitación, proyectando sobre las paredes figuras deformes que danzaban en torno a una linterna mágica. Si venía de hablar de una película que me había hecho marearme en la sala, ahora temía marearme en mi propio hotel.


Me senté en la silla que el ilustre ocupante mantenía libre, para evitar así desplomarme en el suelo en cualquier momento, y le pregunté si podía bajar un poco el volumen de la música. Al instante, sacó un mando a distancia de uno de los globos de la lámpara y bajó la música que debía de proceder de alguna cadena de música que permanecía oculta a mis ojos. En cuanto pude, le pregunté cómo había visto el cine italiano en el Festival. Me contestó que lo veía en plena forma, y que aunque muchos lo daban por muerto, él tenía pruebas de que era el más vivo del orbe.


- ¿Qué cine que no esté vivo -añadió- puede dar dos películas con tanta fuerza como Volver a nacer y Cesare debe morire?


Su afirmación me trastornó, porque Volver a nacer, la película de Sergio Castellito, había recibido los mayores abucheos del Festival, y había sido masacrada unánimemente por la crítica.


- Siempre es mejor una mala película excesiva que una buena película tímida -aclaró a continuación viendo mi desconcierto-. Claro que Volver a nacer es un disparate, pero eso es lo que me gusta. ¿No eran un disparate mis películas? No muchas películas consiguen provocar semejantes carcajadas en momentos dramáticos. Hay que valorar ese mérito. Una película muy mala también puede ser un ovni, sobre todo en estos tiempos de cine de escuadra, plantilla y cartabón. ¿Que es ambiciosa y pretenciosa y eso la convierte en ridícula cuando habla de las guerras el periodismo y el estado del mundo? De acuerdo. ¿Que la historia melodramática es un culebrón más propio de una novela rosa que de una película seria y que, para colmo, se transmite mediante una hipertrofia de todos los recursos, la música, la imagen, las frases lapidarias...? Sí, así es. Pero es una película que provoca reacción en el espectador, por eso quiero defenderla.


No me atrevía a rebatir sus argumentos, aun cuando la película me había parecido espantosa. Yo siempre prefería cines más contenidos, donde la emoción pudiera ser extraída por el espectador, antes que la barraca de feria que era esa película, que además se tomaba demasiado en serio a sí misma. Pensé en las películas que Castellito había hecho como actor bajo las órdenes de Rivette, y me di cuenta de que no quedaba absolutamente nada de eso.


Donosti- El cine italiano ha dado la peor y la mejor película del Festival. Eso es un cine que toma riesgos. No es justo lo que se suele decir del cine italiano de hoy.


Estuve a punto de empezar a hablarle de él mismo y de las grandes figuras de la historia del cine italiano para rebatir su afirmación, pero preferí no entrar en polémicas y preguntarle por la que definía como mejor película del Festival. “Cesare debe morire, por supuesto”, me dijo. La película de los Taviani ya había ganado el Oso de oro en Berlín hacía unos meses, y era una propuesta sólida, difícilmente criticable, que, sin embargo, a mí no me había producido en entusiasmo que en su día experimenté ante obras análogas como Vania en la calle 42, de Louis Malle. En este caso, los Taviani ponían a un grupo de presos de una cárcel a representar el Julio César de Shakespeare, y la película, sabiamente, se centra en el trabajo de los actores con minuciosidad, como si pretendieran acercarse al cine materialista de Straub y Huillet, aunque sin llegar a su rigurosidad, dejándose llevar por la emoción en momentos puntuales.


- Es una película que rebosa sinceridad, que ya no necesita demostrar nada a nadie. Los Taviani están por encima de todo eso y se aproximan a la excelencia del Rossellini didáctico de los últimos años.


- A mí me sorprendió que no era la única película italiana del Festival que se encierra en un único escenario. La de Bertolucci, Io e te, hace lo mismo con un adolescente y una joven.


En ese momento, el fantasma volvió a coger el mando a distancia de la cadena invisible y cambió de canción. Empezó a sonar el “Ragazzo solo, ragazza sola”, de Bowie, versión de su “Space Oddity”, que coloniza una de las mejores escenas de la película de Bertolucci, compartiendo banda sonora con un puñado de grandes éxitos de grupos como The Cure, Muse o Red Hot Chili Peppers. Como dice Woody Allen, el riesgo de poner grandes éxitos musicales es que canibalicen la película, pero Bertolucci lo soluciona al utilizarlos para describir tanto la personalidad como la evolución del personaje protagonista, un adolescente solitario e inadaptado que engaña a su madre y, en lugar de acudir a una excursión con el resto de su clase, se encierra en el sótano de su casa con víveres suficientes como para subsistir una semana. DonostiCasualmente, se encuentra allí a su hermana mayor, adicta a la heroína que pretende desintoxicarse y a la que apenas conoce debido a que solo comparten padre y viven separados.


Mirando al fantasma dar vueltas y vueltas en la lámpara pensé de nuevo en la fuerza centrífuga y centrípeta. La película de Bertolucci, que encuentra instantes de profunda belleza en el choque de esas dos almas atormentadas que acaban abriéndose a la necesidad del otro, trata del encuentro entre esas fuerzas y la eclosión de energía que producen. Mientras el chico, con tendencia a ir hacia dentro, tiene la necesidad de salir hacia afuera, para lo cual necesita una ayuda que la arrogancia de la adolescencia le impide solicitar pero a la que acaba cediendo, su hermana, con tendencia a la dispersión, a ir hacia fuera, necesita a alguien que la sujete, que le aporte la fuerza centrípeta que le permita dibujar una circunferencia vital estable. Ella, sin embargo, debido a la madurez que le da su mayor edad, sí es consciente de que necesita ayuda, y así se lo dice explícitamente a su hermano. A veces no hay nada más bello que tener la voluntad de pedir, que vencer el orgullo de la auto-oclusión. Bertolucci habla así de los pequeños milagros vitales que resultan tan difíciles de captar por las imágenes, y de los miedos íntimos, inconfesables, tanto a crecer y salir como a permanecer y enfrentarse a uno mismo.


- ¡Te has quedado absorto, chiquillo! -me dijo el fantasma sacándome de mi ensimismamiento a raíz de la película de Bertolucci-. ¡Yo hablándote de Io e te y tú a lo tuyo!


Reaccioné y le dije que le estaba escuchando, por el miedo a quedar mal ante alguien de su categoría y, acto seguido, para cambiar de tema, le pregunté si había visto más películas que no fueran italianas. Me habló entonces de una película china, The love songs of Tiedan, que le pareció que tenía un punto divertido al integrar números musicales de forma disparatada en esa China profunda que mostraba. No insistí sobre ella porque a mí me había parecido eso exactamente, un disparate, y no me había gustado nada, y, a continuación, me mencionó una sátira de brocha gruesa sobre el estado del mundo que, sorprendentemente, le había divertido.


- Me gustan las caricaturas, ya sabes, siempre que den rienda suelta al inconsciente. Pero mejor que te hable otro de Le capital.


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Habitación 202


DonostiCuando entré en la habitación 202 me encontré con un señor a quien no reconocí en un primer instante. Estaba entrado en carnes, lo que me sorprendía en un ser etéreo y traslúcido como un fantasma, y no levantó la cabeza del plato para decirme que entrara sin pudor. Vi entonces cómo metía la nariz en una ancha copa de vino y cómo dejaba que el aroma penetrara suavemente en su interior.


- Si hay algo que me gusta de ser fantasma es poder seguir comiendo y bebiendo después de mi muerte... Es un regalo que no habría cambiado por nada del mundo. Además, ahora no me importa engordar. Son todo ventajas, ¿no te parece? Con toda la gente que maté en mis películas..., ¡cuántos personajes a los que les hice un gran favor!


No sabía si hablaba en serio o se estaba quedando conmigo, pero su sonora carcajada posterior me hizo pensar que debía tratarse un poco de ambas cosas. No obstante, mi ánimo no se resintió, porque volvía pletórico después de escuchar a Bowie y recordar la película de Bertolucci. Sin embargo, ver a mi nuevo fantasma catando el vino me hizo recordar la última película de Ken Loach, The Angels' Share.


- Sí, no podía perdérmela -dijo el fantasma-, tratándose de una película sobre whisky. Y no es que fuera con altas expectativas, pero aun así salí con una gran decepción... Banalizar la enología de esa manera..., con esa fábula bienintencionada... No estamos para cuentos de hadas en estos tiempos. ¿No hay bastante con el opio de Hollywood para que los europeos fabriquemos opio aún más complaciente y blando? Ya decía Jean-Luc que los ingleses nunca supieron hacer cine... Y de los que lo hacen con el piloto automático ya ni hablemos... Luego se venderá como película social, comprometida y progresista, cuando es todo lo contrario. Pura complacencia con el capital.


DonostiEsa afirmación me recordó la película de Costa-Gavras, El capital, una sátira algo plana en cuanto a forma pero implacable en su crítica a los bancos, banqueros, y sus mecanismos de encubrimiento y realimentación. El fantasma, en esta ocasión, se mostró complacido por la película.


- ¿No te parece -le pregunté- que la sátira es un poco de brocha gorda?


- Yo me pasé la vida haciendo películas de brocha gorda, así que no me puedo quejar de eso -y lanzó una sonora carcajada mientras probaba su filete de rescaza a las finas hierbas con confitura de membrillo.


A pesar de tener muchas cosas cuestionables, no era fácil criticar la película de Costa-Gavras en la coyuntura actual. El tema tratado dio lugar a la que, probablemente, fue la mayor ovación del público en el certamen. La gente aplaudía incluso a mitad de la película, en presencia del propio Costa-Gavras, cuando alguna frase demoledora arremetía contra el sistema de especulación bancario.


- Además, la película es una sátira sobre la perversidad, sobre el Mal. Y a eso me dediqué yo toda mi vida. Es incisiva. Después de la película blandita de Loach solo puedo aplaudir esta obra, a pesar de sus defectos, como dices. Me parece una buena caricatura.


Entonces le pregunté si no había visto ninguna otra película con malicia que le pareciera más sutil y más convincente, menos dispersa e irregular.


- Sin duda, yo también tengo mi favorita.


Entonces jugó conmigo a las adivinanzas, pero al tercer fallo se rindió y me dijo cuál había sido su película favorita del festival. “Foxfire, la de Laurent Cantet”. A mí también me había gustado esa película sobre el grupo de chicas adolescentes que se rebelaban contra el poder establecido de los chicos, y que era capaz de trasladar a la pantalla tan bien el universo lírico, violento y autobiográfico, siempre evocado, de la estadounidense Joyce Carol Oates. Me parecía que Cantet había salido muy bien parado del cambio de registro aunque, por lo que había visto entre los críticos, esta no era la opinión mayoritaria, que hablaba de telefilm, bajón en su carrera y película plana. Pensando en la carrera de mi fantasma, entendí por qué le había gustado tanto. DonostiSe trataba de una película combativa contra la clase acomodada, que retrataba con cierto cinismo a la burguesía convirtiendo la guerra de sexos en lucha de clases, indagando entre los límites entre defensa propia, lucha justificada y terrorismo.


- Claro, yo me pasé toda la vida intentando quitar las máscaras de la burguesía y retratando la lucha de clases y la moralidad a través del Mal. Hay mucho de mi conciencia sobre el mundo en esa película, aunque a través de una mirada diferente. Yo habría sido más seco, más cáustico, más implacable en el retrato de personajes. Cantet toma un tono más lírico, pero eso no me estorba, me parece que encaja bien. Incluso en los momentos en los que parece que el guion se le va de las manos y cuenta la desintegración de ese grupo de chicas que, finalmente, acaba convertido en una sucursal de lo que ellas mismas criticaban. Al final, se demuestra que no se puede sobrevivir en la selva sin acatar las leyes de la selva. Las jaulas de cristal de bohemia no sirven para la vida cotidiana. Me gusta cómo Cantet no se acomoda (como hice yo en algunos momentos, lo reconozco, porque, como bon vivant que soy, o que era, también tenía derecho a hacer películas alimenticias), y cómo, siendo fiel a todos sus principios y continuando con su cartografía de los males de la sociedad actual, cambia totalmente el rumbo del timón. Muy bien este chico, tomando riesgos. Y con una película que, seguro, él sabía que le iban a criticar.


Entonces le hablé un poco de su carrera, y le comenté que él también había hecho cosas más aparentemente alejadas de sus temas universalmente reconocidos, que tenía algunos melodramas muy estimables, introspectivos, ya fuera adaptando a Flaubert o a Simenon.


- Sí, pero siempre con su punto de malicia, no lo olvides. Algo que yo creo que también le falta a una película china que no está mal, All apologies.


Efectivamente, la película de Emily Tang quizás se quedaba corta, demasiado contenida en su propuesta, pero era una aproximación muy estimable a la mejor época de Zhang Yimou, la de películas como Qiu Ju, una mujer china. A pesar de la modestia de la propuesta, Tang triunfaba al contener una trama que, fríamente, se podía antojar excesiva, digna de cualquier melodrama de Douglas Sirk o de un telefilm de sobremesa. También acertaba en la composición visual, aunque algunos planos parecieran un tanto forzados para epatar al burgués, como dirían los críticos de la vieja Cahiers de los 60.


- Y bueno, ya que hablas de telefilms -añadió el fantasma, que debía de leer mis pensamientos, ya que yo no había mencionado nada en voz alta- también me gustó bastante una película para televisión, Penance, pero de ella hay alguien que te podrá contar más cosas. Toma la llave.


Me la lanzó y, sin despedirse, siguió comiendo y paladeando su copa de vino.


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Habitación 303


DonostiCuando entré en la habitación 303 no tuve dudas de quién era el nuevo fantasma, a pesar de verlo de espaldas a mí, sentado ante el escritorio. Pregunté si podía pasar y farfulló algo que interpreté como asentimiento. Desde el momento en que descubrí al primer fantasma no había dejado de pensar en este momento. Probablemente, se trataba de la mayor celebridad de la dirección que había pasado por San Sebastián participando, además, con algunas de sus mejores películas.


Su figura oronda destacaba a pesar de estar reclinado sobre el escritorio, al que me acerqué y sobre el que volqué la mirada.


- Veo que eres tan voyeur como yo... -dijo ordenando las fotos que tenía esparcidas por la mesa, y entre las que solo me dio tiempo a reconocer a la rubia Naomi Watts en actitud sugerente.


Le pregunté entonces si había visto a Naomi Watts en Lo imposible, la película de Juan Antonio Bayona sobre el tsunami que sacudió el sudeste asiático en 2004. Pensé en la analogía entre Watts y sus rubias favoritas y en que, quizás, si siguiera haciendo películas, ella se habría convertido en su actriz fetiche. Desde luego, lo que el director la hacía sufrir en la pantalla era comparable a lo que el nuevo fantasma había hecho en tiempos con otras famosas rubias como Tippi Hedren.


- El problema de esa película es que no sorprende. Yo me aburro. Ya sé lo que va a pasar. Cada plano te telegrafía el argumento, y esa música, que en vez de crear atmósfera y desasosiego te dice lo que tienes que sentir constantemente... A nadie le gusta más que a mí manipular al espectador, siempre fue mi pasatiempo favorito, pero hay que hacerlo con estilo, hay que adaptarse al texto. Si yo hubiera usado las mismas fórmulas para cada película no habría aguantado tantos años en el cine. ¡No sé cómo no se aburren!


Como ya había dicho Godard, se trataba del “mayor creador de formas de la historia del cine”, y aunque su cine estuviera en la base de la hipertrofia hollywoodiense a la que llegaron posteriormente Spielberg y todos sus hijos bastardos, la inmensa riqueza de su obra se debía a su enorme imaginación visual y conceptual. A mí también me había decepcionado Lo imposible, y había visto muy clara esa filiación con el cine de Spielberg, desde los estereotipos familiares hasta los recursos usados de tremendismo, espectacularidad visual y sonora, y sensiblería ñoña para contrastar las emociones más opuestas posibles. De la catástrofe y la gran tragedia familiar al almíbar del encuentro soñado cuando a los personajes, igual que ocurría en la película chilena No, solo los movía el deseo, pero no la convicción.


Algo similar le ocurría a la película sueca de Lasse Hällstrom, El hipnotista, con la diferencia de que los clichés explotados por esta eran los de la novela negra nórdica, y que el argumento era mucho más ridículo y forzado al tratarse de una historia más compleja. Hice una alusión a la película pero, inmediatamente, el fantasma hizo un gesto despreciativo y volvió a barajar sus fotografías de rubias.


Donosti- Hay una película que yo creo que sí es digna y que camina sobre tu legado -le dije-. Argo, de Ben Affleck.


En ese momento se le iluminó la cara demostrando que, efectivamente, la película le había gustado. “Lo que me decepciona de esa película”, añadió, “es que podía haber sido una obra maestra, y se queda en una apreciable película. Me habría encantado hacer una película con esa idea y con ese presupuesto. Se podían hacer maravillas... Y creo que la película empieza maravillosa, vibrante. Está muy bien el juego político, y dibujar a Hollywood como caballo de Troya, como artefacto vacío de manipulación. Lo que los protagonistas hacen en Irán es lo que Hollywood hace con los espectadores”. Le pregunté qué era lo que, entonces, le había molestado, y me dijo que una película podía manipular al espectador, pero siendo honesta consigo misma, que era la trampa habitual en la que caían muchas producciones actuales. “Además, llega un momento en que crea el suspense únicamente a partir de alternar planos de escenas distintas, de perseguidores y perseguidos..., se ven demasiado las costuras, eso no puede ser... ¡Hemos avanzado algo desde los tiempos de Griffith!”.


- Esa parte, desde luego, habría horrorizado a André Bazin -le dije.


- A Bazin y a cualquiera que se haya educado viendo un mínimo de cine. Con la de persecuciones que he rodado yo en mi vida..., siempre hay que buscar varios elementos, porque si utilizas solo uno el espectador sabe de dónde viene el suspense y no puedes engañarlo. Si te pillan el truco estás muerto. Y si además utilizas el truco más clásico más te vale retirarte. Una pena de película, con las ideas buenas que tiene en algunos momentos...


Le pregunté entonces qué película creía que había sido la mejor a la hora de crear atmósferas de suspense, tensión, desasosegantes, ya que ninguna de las anteriores le acababa de convencer.


DonostiMe habló entonces de Penance, la miniserie de Kiyoshi Kurosawa de cuatro horas y media de duración, que era precisamente la película para la que el fantasma de Chabrol me había mandado a la nueva habitación. Me dijo que llevaba mucho tiempo sin ver a nadie capaz de crear imágenes tan turbias y poderosas como las que conseguía ese raro director japonés. Le comenté en ese momento que no era algo nuevo en el cine de Kiyoshi Kurosawa, que llevaba muchos años refinando su estilo visual, y que en películas como Kairo o Cure ya había conseguido crear construcciones visuales al servicio de tramas de fantasmas o criminales que eran capaces de remitir a los miedos más íntimos del espectador. De ahí venía también la dimensión existencial de su cine y la vinculación que se solía realizar con el italiano Michelangelo Antonioni.


A mí también me había parecido magistral la primera parte de Penance, que demostraba cómo se puede hacer cine social sin caer en ninguno de sus tópicos ni en la demagogia barata. Como en los mejores momentos del director, la obra estaba llena de transgresiones a los códigos genéricos y a los personajes estereotípicos, y era capaz de convertir con una facilidad pasmosa la tragedia en fantasía, surrealismo y delirio. Cada uno de sus planos portaba nuevas ideas y su fuerza no era gratuita. Nadie como él sabía esa fórmula mágica para convertir argumentos en contenedores emocionales e ideológicos, reflexiones sociales sobre el estado de las cosas, sobre la intimidad del individuo en una época que había traspasado el umbral de la alienación. En la era de Internet, la soledad había cambiado de forma, y Kurosawa había sabido recoger ese legado de Antonioni aprovechando todos los recursos incorporados por el cine a lo largo de su historia, sin necesidad de alejarse de argumentos fantásticos o desasosegantes.


- La lástima -apuntó el fantasma- es que a Penance finalmente le pesa su estructura televisiva y tiene algunos altibajos, a pesar de hacer perdurar imágenes memorables, entre lo fabuloso y lo grotesco.


- También tiene mucho de grotesco -le dije- otra película que me recordó mucho a ti, The bay.


Pero había llegado la hora, y el fantasma me dijo que él ya estaba cansado, que volviera en otro momento o fuera a la habitación 203 para hablar de The Bay con otro fantasma.


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Habitación 203


DonostiEntré en la habitación 203 un tanto timorato, ya que desde fuera se podían oír gruñidos que un hombre viejo lanzaba contra algún enemigo imaginario.


Cuando el fantasma vio la puerta entreabrirse se apresuró a dirigirse hacia mí con dos copas de vino en la mano. Me tendió una de ellas y me conminó a brindar efusivamente. No sabía si estaba ante un fantasma bipolar o si los gritos que antes había escuchado procedían realmente de alguna otra habitación.


El fantasma bebía el vino velozmente, y se apresuró a rellenar la copa una vez más. Al fondo, en la estantería, vi una colección de botellas de vino. No sabía si era el alcohol, pero tenía un extraño acento hablando inglés, como tamizado por influencias del este, o quizás griegas o turcas.


- Me han dicho que vas a hablarme de The bay, la película de Barry Levinson -le dije en cuanto pude, intentando llevar la conversación a terrenos más cómodos, que me permitieran averiguar a quién tenía enfrente. Porque su rostro me era familiar, pero no acababa de clasificarlo.


- ¡Ah, claro, yo hice una película parecida! Pánico en las calles, ¿te acuerdas? -en ese momento caí y fui consciente de quién tenía delante-. Una plaga, hay que controlarla, con cierto toque apocalíptico... La verdad es que me habría gustado llegar más lejos, como hacen en The bay, pero tampoco me quejo. Bastante tuve con poder seguir haciendo cine... ¡Brindemos!


DonostiLe dije que cuando vi la película yo había pensado más en el Hitchcock de Los pájaros o en el Cronenberg de sus primeras películas, pero la vinculación con Pánico en las calles también era evidente, e iba mucho más atrás en el tiempo. “¿Te has fijado en que tanto mi película como la Hitchcock y esta tienen el terror apocalíptico asociado a la costa, al mar, una bahía... ¡Brindemos!”. Mis impresiones respecto a The bay no estaban del todo claras, pues si bien me parecía un paso adelante en la errática carrera de Levinson, la supuesta posmodernidad de la película, retratando esa crisis apocalíptica a partir de la reconstrucción de imágenes digitales capturadas por las propias víctimas me parecía un poco gastada, y su aporte sobre otras propuestas previas que habían abordado la posmodernidad digital multiformato, como Redacted o Monstruoso, no me parecía significativo. ¿No había hecho Levinson, en el fondo, como en otras ocasiones y se había apuntado a la última moda? Sin embargo, el toque de mestizaje genérico no estaba nada mal, y el coqueteo entre terror y humor no terminaba en catástrofe, como podía haber ocurrido. Aunque, desde luego, quedaba muy lejos de alguno de sus precedentes.


- Una pregunta. Tú qué has vivido el exilio en tus propias carnes, ¿qué te ha parecido la película de Ghobadi, Rhino Season?


Entonces el fantasma pareció transformarse, como un Doctor Jekyll incapaz de reprimirse, y empezó a increparme con una voracidad impensable en alguien de su edad, por mucho que ya no se tratara más que de un fantasma cuyo cuerpo no existía y que solo se proyectaba sobre la realidad, como una ficción dispuesta a sumergirse en la cámara oscura.


Cuando se hubo calmado, me explicó que para él no existe el exilio, “¡todos somos de todas partes! Como en América, donde todos somos de fuera ¡Esa es la realidad y no la ficción europea que vivís! ¡Si parecéis todos primos! Esa película tiene ese problema nacionalista, siempre dando pena, ni que fueran comunistas..., y además es todo falso, con esa fotografía, esas imágenes tan falsas...“. Le hablé entonces de la lírica que también estaba en muchas de sus películas, y en ese momento se revolvió y estampó su copa contra el suelo. “¡La lírica nunca se puede subrayar! ¡Es el pecado más grave que conozco! La poesía que necesita subrayarse a cada momento no es poesía, por mucha fuerza que tengan las imágenes. El cine no es una imagen tras otras, sino el resultado de su unión”. No quería entrar en polémicas, así que no le rebatí, pero estaba colocándose en un bando muy concreto de la teoría fílmica para dar la espalda al otro. En cualquier caso, a mí la película también me había parecido falsa, exhibicionista y amanerada, y transformar la poesía del protagonista en imágenes literales tamizada por una luz crepuscular me parecía un recurso demasiado fácil. Aun así, recordaba que en el momento de ver la película hubiera querido quedarme dentro de algunas de esas imágenes compuestas por Ghobadi.


Cuando se calmó y volvió a rellenar una nueva copa de vino, me entró curiosidad por saber su opinión por una película que trataba otro tema polémico, el terrorismo y el conflicto palestino-israelí: El atentado, de Ziad Doueiri.


Me volvió a mirar con ojos inyectados en sangre, pero esta vez controló su ira y argumentó que le parecía una película cobarde. Que pretendía ser incómoda para el público pero al final se quedaba en terreno de nadie, parecía no tomar partido, y la moraleja acababa siendo muy básica, además de jugar con el peligroso concepto apocalíptico de la imposibilidad de solución.


- A mí me pareció que se iba al traste por la construcción de la historia -le dije-. Se nota que procede de un best seller, y todas las decisiones de los personajes y todos los giros argumentales, que tiene unos cuantos y muy efectistas, parecen destinados a que todo cuadre, a mostrar su tesis final para parecer una película seria. Y lo que me parece es todo lo contrario. No me creo nada. Pero creo que la premisa podría haber sido interesante.


DonostiEl fantasma refunfuñó algo y bebió de un trago todo el vino de su copa. Fue a coger la botella y me obligó a beberme lo que me quedaba para rellenar. Entonces pensé que era mejor no aventurar más y le pregunté qué película le había gustado más. Entonces me sorprendió su respuesta. Esperaba algo más propio de la América de las oportunidades que él tanto había defendido siempre, algo que luchara contra “el peligro y el lastre del comunismo”, pero nombró una película colombiana pequeñita, La sirga, que yo no había llegado a comprender del todo bien. Entonces pensé que algunos cineastas son grandes más allá de cómo pueda ser la persona, precisamente gracias a la riqueza que aportan sus contradicciones.


- Me gustó mucho. Atmósfera impecable para una alegoría demoledora -en ese momento pensé en La ley del silencio, aunque caminara conceptualmente por otro lado-, todo cohesionado, desde el estilo y la forma de rodar hasta la caracterización de los personajes. ¡Todo encaja! ¡Es una gran película! ¡Ese director, sea quien sea, tiene mucho cine en sus venas! ¡El futuro es suyo! Y su película es incómoda, hace pensar, como a mí me gusta, pero dando su punto de vista, sin esconderse. Hay cosas que hay que hablarlas. Yo hablé cuando tenía que hablar y filmé cuando tenía que filmar... Y no hay que autojustificarse, no, no sirve de nada..., pero a veces hay que hacer ver las cosas, porque la gente no lo entiende. ¡Hay que hacer lo que hay que hacer! ¡Y mira que no me gusta rebuscar en el pasado! Como esa película austriaca, Los vivos y los muertos se llama, ¿no? Puagg. Bueno, pero ahora me apetece beber a solas, pregúntale sobre ella al siguiente -me lanzó una llave, que estuvo a punto de colar en mi copa de vino, y se alejó cabizbajo. Parecía haber perdido toda la energía de repente. Yo dejé la copa bajo el umbral de la puerta del cuarto de baño, donde no había moqueta, y salí sigilosamente.


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Habitación 102


DonostiCuando entré en la habitación 102, una extraña calma parecía rodearlo todo. La luz era muy débil, pero se concentraba en la parte del fondo, junto a la ventana, donde un fantasma que reconocí en cuanto lo vi escuchaba música clásica en un sillón de orejas con los ojos entrecerrados, mientras aguantaba un libro sobre su regazo. A su izquierda, en una mesa camilla, una pila de libros completamente alineados se erguía hasta la altura de la cabeza, que sujetaba con su propio puño. Recordé un conocido grabado de Goya y pensé que quizás debía irme para no perturbar sus sueños. Sin embargo, de repente se dirigió a mí, con una voz suave y sin moverse de su asiento, y me dijo que no me preocupara, que pasara.


Poco a poco abrió los ojos y, cuando me vio de pie frente a él, me invitó a que me sentara en el otro sillón de orejas. Lo hice y me dijo inmediatamente:


- Mozart. Sonata para violín y piano en La mayor K. 526 -tras una pausa continuó. Yo permanecía en silencio. Él era afable, pero me imponía demasiado respeto-. Pero no creas que siempre escucho música clásica. Ya sabes que siempre me ha interesado el mundo de los jóvenes. Me gusta conocer también lo que les gusta, lo que les gustó, o lo que pudo llegar a gustarles. Esa edad bisagra es la mayor aventura de la vida.


- Aquí en el Festival hemos tenido varias películas centradas en jóvenes o adolescentes -me atreví por fin a decir.


- Sí, ya he visto, ya he visto -me dijo-. Unas mejores y otras peores, pero todas las películas de adolescentes tienen un punto de verdad, aunque solo sea por el hecho de que alguno de los actores es adolescente. Transmiten cosas que un actor adulto nunca podrá comunicar. El momento de pérdida de la ingenuidad y de corrupción de la ilusión es algo que ni siquiera el cine puede destruir, por mucho que algunos cineastas lo intenten a toda costa. Pero no, siempre hay momentos en los que aflora la verdad. La ambigüedad ontológica de la realidad, por recordar a nuestro maestro Bazin.


DonostiSiguió hablando y me dijo que estaba pensando en una película austriaca, Los muertos y los vivos, de la directora Barbara Albert, en la que la joven protagonista, en lo que parecía ser su camino a la madurez, quería investigar el pasado en los campos de concentración nazi de su abuelo. Era un paso necesario para forjar su propia identidad, y debía imponerse a su padre y los demás miembros de su familia, que solo querían que abandonara su idea. Con una premisa tan interesante, me comentó el fantasma, suponía un delito mucho mayor malograr las posibilidades de la historia, si bien lo interesante no era la historia en sí, sino penetrar en la intimidad de esa chica en busca de su madurez. Pero la realización televisiva, la deficiente composición de personajes secundarios, y la utilización de algunos clichés formales lastraban completamente la obra.


- Me indignan especialmente -añadió el fantasma- esos momentos musicales, como de videoclip, con la chica subida en la moto con su casco de hormiga atómica. Es una imagen muy poderosa, pero la música la destroza completamente, acaba con toda su fuerza. Ya lo he dicho más de una vez, que para mí la música en el cine es un pleonasmo, y las redundancias son muy peligrosas.


Me atreví a decirle entonces que a mí, sin embargo, sí me había gustado una película que hablaba también de adolescentes y jóvenes y hacía un uso intensivo de la música. Me preguntó a cuál me refería y, al oírlo, sonrió y me pidió que cogiera un disco de la estantería y lo pusiera en el tocadiscos en lugar del de Mozart. Empezó a sonar Decadence, de Kevin Ayers, y me sonreí cuando ubiqué el tema en Après mai.


- Olivier es un incorregible con la música, todos los sabemos -puntualizó de inicio-, pero, aun así, en este caso está muy bien llevada. Para empezar, la mayor parte es diegética, suena en algún aparato de música o algún personaje la toca con la guitarra. Yo nunca he estado en contra de esa música y, de hecho, la utilicé varias veces en mis películas...


- Sí, algunos que además se han convertido en los momentos más memorables, como aquel baile ochentero en una fiesta con música de Jacno en Las noches de la luna llena -se rió cariñosamente y retomó la palabra.


Donosti- De todas formas, incluso cuando Assayas utiliza la música de forma ambiental, consigue no dañar la imagen, no hacer que se resienta, porque él en realidad está componiendo una crónica sentimental de su juventud. Está dibujando iconos, pequeños retablos que simulan la autenticidad de lo falso, porque lo real de aquella época estaba en la parafernalia que creábamos, o que creaban, porque yo ya era mayor, pero la gente sentía necesidad de grupo y, por eso, ellos mismos se asimilaban a un cliché. Assayas cuenta esa necesidad de identificación, y la música jugaba un papel primordial. Por eso es tan oportuna la elección musical, y tan brillante la elección de la estructura narrativa, como si fueran pequeñas piezas breves unidas por hilos débiles, mostrando la fragilidad de todas las conexiones de aquel mundo que jugaba a ser épico sin recordar, en muchas ocasiones, que la búsqueda de un contexto épico procede de las propias carencias íntimas. A veces el idealismo no es más que una coartada. Ya sabes que yo siempre he sido un tanto conservador, pero creo que en esto la edad no me engaña, porque he visto muchas cosas, he visto a muchos estrellarse por causas que eran distintas a las que ellos pensaban que defendían. Al final, entre esos, sobreviven los más listos, los que saben gestionar sus ideas y aislarlas de sus necesidades íntimas. De todo eso creo yo que habla Assayas con gran sabiduría. Se nota que ha crecido en todos estos años... Y bueno, a veces se le va un poco la mano, porque él nunca perderá cierto ímpetu adolescente, pero él es de los que sobreviven, porque es listo, porque sabe analizar y desmitificar. Es capaz de separar lo público y lo privado, un poco a la par que su personaje, para quien el arte, la pintura, también es una forma de manifestación, de protesta, y atarlo a las convenciones de la política establecida es cortarle las alas. Ninguna teoría política está libre de sus propias contradicciones, y el arte auténticamente político es el que sabe vivir de sus propias contradicciones... Que le pregunten a Jean-Luc... La película de Assayas es honesta, y no tiene problemas en asumir, desde su condición autobiográfica, sus carencias y sus virtudes. No se trata ni de una mitificación de los días de idealismo ni de una mirada destructora sobre el pasado. Ni mitifica ni reniega. Eso me gusta. Y, lo más importante, mi máxima sobre el cine, es capaz de hacer visible lo invisible. Aunque muchos quizás no lo comprendan. El misterio quedará ahí.


Le iba a preguntar por los misteriosos fundidos con los que Assayas cierra cada secuencia, y por el misterio que eran capaces de aportar a la imagen. Yo sentía los fundidos de Assayas como elipsis sin continuación, como si por sí mismos fueran capaces de contar el final de una historia, de un sentimiento o de una cierta deriva narrativa. Le iba a preguntar también por la vinculación que veía con Les amants reguliers de Garrel, pero en su rostro vi expresado que ya había terminado de hablar de la película. Además, pensé, de los misterios siempre es mejor no hablar y disfrutarlos.


También le iba a mencionar otra película de adolescentes, Summer outside, en la que a través de la mirada de una chica se dibujaba una familia de clase media cargada de traumas, miedos y represión. Se dibujaba, a través de ella, una metáfora de Alemania demasiado visible, trazada con tiralíneas, sin hueco para el misterio. Así que decidí no mencionarle y preguntarle, finalmente, qué le había parecido la película que había despertado el mayor consenso entre el público y la crítica mayoritaria: En la casa, de François Ozon. Me contestó que le aburrían esas películas tan artificiosas y falsas, que pretendían demostrar la genialidad de su guion en cada giro y en cada línea de diálogo, y que pretendía hacer partícipe al pueblo de su juego perverso. “Yo abogo por un cine de la honestidad”, ya lo sabes. “Teorema, de Pasolini, era honesta y contaba la misma historia. No intentaba seducir al espectador haciéndole sentir muy listo. No lo necesitaba. Esta película sí, y por eso es tan complaciente y frugal. Es puro entretenimiento, y no digo que esté mal, pero no tiene un ápice de belleza ni verdad, que son los pilares del arte”.


Le iba a preguntar entonces por la película que, seguramente, más me había gustado del Festival, Érase una vez yo, Verónica, y cuando me vio las intenciones me dijo que esa película era para mí. Debía pensarla únicamente yo. Era mi turno. Me tendió la llave. Seguía sonando la música de la película de Assayas mientras él se retrepaba en el sillón de orejas para volver a la posición más cómoda de su soledad. Yo enfilé el camino de salida mientras en mi cabeza ya resonaban ecos brasileños.


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Habitación 103


DonostiDespués de toda la noche vagando entre fantasmas y emocionándome ante cada uno de mis etéreos encuentros, había llegado a un punto de agotamiento en el que confluían todas las sensaciones vividas en los ocho días de festival. Habían sido ocho días intensos, emocionantes, de socialización y expansión emocional, pero la efusividad también provocaba una merma de facultades que, antes de llegar al hastío, pasaba por unos instantes de intenso cansancio. En ese punto me encontraba cuando volvía, por fin, a lo que parecía realmente mi habitación. Y aunque pareciera mentira, me alegró asomarme y encontrar que no había nadie y que, por primera vez desde que había empezado mi travesía nocturna, volvía a estar solo y podía liberarme a mis pensamientos sin rendir cuentas a fantasmas eminentes.


Me quité la bata y volví a entrar en mi cama. Seguía caliente, como si solo fuera un instante el tiempo que la había abandonado. Ese calor entre las sábanas era acogedor, y por mi cabeza cobraron intensidad las imágenes recifenses de Érase una vez yo, Verónica. No sabía si el impacto emocional que la película había tenido en mí se debía a su proyección en el final del Festival, cuando necesitaba introducirme en un universo de intimidad, dudas sonrientes y cuerpos que se materializaban a la vez que reflexionaban sobre su lugar en el mundo, o bien esa necesidad de intimidad satisfecha había sido creada por la propia película, que, desde su mirada local, creaba un fascinante y universal juego de espejos con el espectador.


DonostiPorque la película no engañaba y, si bien su voz en off podía parecer que jugaba con cierta deslealtad para provocar una identificación inmediata del espectador, inmediatamente el director se mostraba honesto y nos hacía mirar ese mundo desde fuera. Marcelo Gomes había materializado uno de los retos fundamentales del cine, registrar emociones que solo un instrumento tecnológico como el cinematógrafo es capaz de capturar. Con un ritmo tranquilo, en ocasiones sincopado, que parecía seguir el ritmo vital de una ciudad y de un determinado tipo de cultura alejándose de clichés, Gomes había sido capaz de relacionar la deriva existencial de una chica en un punto de inflexión de su vida con las imágenes que la definen y con el ritmo con el que su cabeza era capaz de procesar y asimilar esas imágenes. Si bien la literatura del siglo XX había sido capaz de ligar un cierto tipo de angustia existencial con determinadas categorías de pensamiento y reflexión personal, el cine tenía y sigue teniendo el reto de ligar esa desorientación vital a las imágenes y a los sonidos, dando lugar a sensaciones más abstractas, en las que la materialidad de las imágenes funcionen como estilete especular.


Por otro lado, Marcelo Gomes compone la crisis vital de la protagonista (una chica que termina la carrera de medicina y empieza a trabajar en un hospital) sin ningún indicio de oscuridad, penurias o subrayados dramáticos, con lo que logra huir de los lugares comunes y fabricar una joya emotiva, vital, llena de fuerza y sensibilidad. El gran logro de la película es que el drama no se fabrica, se desprende. Gomes construye esas sensaciones sin manipular su relación con lo real, centrándose en la importancia del gesto, en las miradas esquinadas, los susurros bajo los párpados, la impotencia emocional y el deseo de sentir sin recurrir a la crucifixión del personaje, sin justificar mediante un psicologismo que habría eliminado la universalidad de las sensaciones.


Me sentía en un estado de duermevela que permitía a mi imaginación fluir libremente, y volvían a mi cabeza las imágenes de los cuerpos de la película de Gomes. Cuerpos que se entremezclaban desnudos o que jugaban a encontrarse en la intimidad de una habitación. Cuerpos conscientes de sí mismos, que no renunciaban al placer, porque su naturaleza lo impedía. Cuerpos que se movían o que simplemente habitaban el espacio, porque “estar” puede ser más que suficiente. Cuerpos reales que crean formas abstractas. Haces de luz a través de las persianas. Un despertador sonando en la habitación de al lado. Mi cuerpo, real o imaginario, presente o fantasmal, se siente libre y descansado, sin presión, coacciones ni obligaciones. Las necesidades vitales se generan a la luz del día y se sacian en la penumbra de la moche. No queda sino levantarse y seguir viviendo. Allá vamos.


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