“Let each note be, a full-bodied song.” - Lyric, “En Gallop!” de Joanna Newsom (incluida en su EP Walnut Whales)
En la obra de Tobe Hooper conviven cuatro tipos de cineasta. A diferencia de aquellos que caminan por el filo de la navaja entre el cine de buena factura y las propuestas más audaces, no cree necesario destacar uno de sus rasgos por encima del resto. Frente a un Scorsese que combina sus ejercicios de cinefilia con sus recientes y sacrificadas odas al glamuroso narcisismo o un Spielberg acostumbrado a alternar una película seria con otra de evasión (¿existe realmente esa diferencia?), Hooper es capaz de conciliar las numerosas máscaras que adopta en el modesto pacto que establece entre el medio cinematográfico y los filmes que logra sacar adelante. El resultado es una personalidad artística erigida sobre la pureza y la virtud de sus trabajos.
A Hooper se le conoce, fundamentalmente, por ser el creador de La matanza de Texas (1974), una de las vacas sagradas del cine de terror. Nadie se atreve a restarle méritos por ello, ni siquiera aquellos que encuentran en su tono grindhouse un motivo para describirle como un realizador menor, carente del alcance, la imaginación y la trascendencia que caracterizan a los directores populares. Hooper, sin embargo, es el paradigma del cineasta comercial fallido, tal y como prueba su carrera post-Poltergeist y su intento por trasladar al cine de masas la imaginación de aquellos espectadores ávidos de fantasía.
Hooper es, por así decirlo, un experimentador inconformista, cuyo fracaso a la hora de asimilarse a la disciplina de estudio (pese a que habría sido la posición más deseable para su carrera) se encuentra en su preocupación, incluso propensión, por lo inusual. La perversidad y los bajos instintos que describen su cine son munición para aquellos que perciben en él al más retrógrado de los creadores culturales, enraizado en el ambiente sombrío y escabroso de La matanza de Texas (y de su excelente tercera película, Trampa mortal, una expansión directa de los objetivos que buscó plasmar en La matanza…; sin duda, la elección menos estratégica para demostrar sus habilidades).
Lo que para algunos resulta escatológico, a otros les parece trascendente; con esto, no me refiero a lo que pregona la crítica sobre la baja cultura y la afinidad o sensibilidad que pueden despertar lo malo o lo depravado. Hooper, más bien, habita el mundo de los ideales clásicos del arte, que imbuyen en todo aquello que hace el venerable deseo de ser bueno -en el sentido en que reflejan unos propósitos morales/estéticos que se oponen a la depravación sin mediación, a la valoración negativa de los ideales estéticos y a la estupidez resultante de una ausencia de filosofía. Es un artista racional que, fundamentalmente, ambiciona la idea estética perfecta antes de servirla a la audiencia o de plegarse a las simplicidades de la narración. La voluntad de Hooper de acercarse con respeto a un género menor muestra, así, su sacrificio y su trascendencia, llevados a cabo según un punto de vista teleológico, en busca de una forma narrativa y visual que siempre ha estado ligada a las contradicciones morales/estéticas. Entonces, ¿qué podemos decir de la posición de Hooper en la historia de ese mercado capitalista que es Hollywood? Pues que responde a la respetable necesidad de regeneración artística en el seno de un sistema contradictorio en el que el arte se mezcla con el comercio. Su nostalgia por el viejo sistema de estudios y su alistamiento durante la era neoliberal de la industria cinematográfica dieron como fruto algunos de los más trascendentalmente contradictorios trabajos que surgieron durante el periodo.
La indudable afición de Hooper por el terror está conectada por su interés en realidades existenciales eternas -o absolutas, en términos filosóficos- como la muerte o la derrota moral, cuando no en los aspectos más cotidianos del sexo, la psicología y la violencia. Que su género elegido se entregue con fruición a unas modas culturales tan negativas y fetichistas es tan solo una estrategia para contemplar la yuxtaposición entre una creación artística moral y filosófica y los rasgos más espinosos de nuestro consumo cultural; un detalle, este último, ennoblecido por la vomitona -por usar las palabras del propio Hooper- de ansiedades sociales y existenciales que definen al género de terror. A lo largo de todas sus películas (con la excepción de dos incursiones en el melodrama de género en 1990 y 1995), el director de Trampa mortal analiza de manera perspicaz todo ese bagaje cultural que define su forma de entender el cine. Un propósito que no solo negocia con la querencia de Hooper por lo metafórico en detrimento de los convencionalismos del género, sino que, apoyado en sus ideales neoclásicos, trata de redimirle de su infantilización; pese a lo anticuado que pueda estar en un contexto tan posmoderno como el nuestro, Hooper sigue creyendo en el arte platónico. En ese sentido, Hooper busca un cine de la Forma que no esté constreñido por los imperativos comerciales y las restricciones que definen al género; un cine, inconscientemente neoclásico, que rechaza el entretenimiento para intentar conquistar la Verdad.
Venerado como un maestro del Horror y adorado por su oscura imaginación, cualquiera se imagina a Hooper vestido de negro de los pies a la cabeza, como una mente enferma amante de la belleza de lo terrible; un artista gótico alineado en la tradición de los Stoker, Shelley, Lovecraft y Poe. Sin embargo, lo cierto es que muchos de los cineastas de terror que adoramos han quedado atascados, contra su voluntad, en esta coyuntura en la que las películas cuestan demasiado dinero y nunca se goza de la suficiente libertad creativa. Cada director necesita la aprobación del productor que pone el dinero y de la propia cultura, de la que los productores dicen ser sus representantes. En cualquier caso, Hooper siempre se ha inclinado hacia la oscuridad para alimentar a las masas -después de todo, suya es la mente que parió La matanza de Texas.
De todas maneras, vale la pena aparcar el deseo de psicoanalizar a Hooper y a sus morbosas fascinaciones pues, en primer lugar, es una forma de reducirle a mero creador de productos de terror y, además, entra en contradicción con el aspecto artístico por el que debería ser reconocido: la llamativa neutralidad de la que hace gala su cine. Es este último un aspecto que merece ser tratado en detalle. Muchos autores filtran -intencionadamente o no- rasgos de su propia personalidad en sus películas. Sin embargo, el trabajo de Hooper se nos presenta como una muestra de creación artística expresamente universal en sus preocupaciones morales y estéticas, alejada de cualquier tentación narcisista. El paradigma de este tipo de cine serían las reflexiones personales que Rainer Wener Fassbinder retrataba en sus películas, mientras que Nuri Bilge Ceylan representaría, con su visión romántica del sexismo moderno, la antítesis. La obra de Hooper no abunda en sus preocupaciones, en tanto que sus temas tienen un carácter más universal. Así, no se ve en la necesidad de crear una firma o una determinada sensibilidad visual con las que pueda identificársele. Con frecuencia, Hooper designa a los personajes femeninos como sus representantes en las películas, mediante los cuales puede juzgar con neutralidad el mundo y captar así la atención sobre unas vidas con las que apenas mantiene vínculo alguno. Sin pretender faltar al respeto a los maestros del cine, se puede decir que hay algo ligeramente obsceno en los amargos relatos de heroísmo de John Ford, ribeteados por sus figuras románticas, o en las fantasías apocalípticas de John Carpenter, retratadas en viñetas de austera violencia (en las que, más que como heroína, Laurie Strode aparece cosificada). Pese a lo que puede sugerir una película como La matanza de Texas, las constantes autorales de Hooper son bastante permeables al instinto femenino. Hasta el punto de sublimar su desagradable morbosidad para poder traducir el optimismo spielbergiano a un reino esotérico de belleza y terror en Poltergeist (1982), o para ensalzar la pureza del amor y la expectativa de un futuro más prometedor en Lifeforce (1985) y Combustión espontánea (1990).
Por ello, resulta importante entender que Hooper es un cineasta capaz de adaptarse. De hecho, él mismo suele afirmar que le gusta cambiar de objetivos estéticos de un proyecto a otro, aprender con cada nueva película, cambiar al mismo ritmo que lo hace el mundo. En esa declaración deja patente cómo cualquier pretensión propia queda subyugada a los principios estéticos y artísticos que defiende, a su deseo de poner en escena el mundo y sus realidades contemporáneas -y no simplemente el lugar que ocupa en él (como algunos filmes de Hollywood insisten en hacer). Con una visión existencial totalizadora (véase La matanza…como una primera versión de esta idea). En la diversidad de sus trabajos, su personalidad siempre queda evaporada -o sublimada- bajo la forma de sus ideales estéticos y morales.
En un sentido psicológico, la sublimación es -como describe básicamente la escuela freudiana- la transformación de los impulsos instintivos en actos más aceptados desde el punto de vista moral o social. Instalado en una época posilustrada, Friedrich Nietzsche escribe que la sublimación no trata de distinguir lo que es moral de lo que es inmoral, sino que se dedica a desdibujar los límites entre lo que destruye y lo que construye el tejido social, que bajo ningún concepto está relacionado con la moralidad, la inmoralidad, el altruismo o el egoísmo. Escribe en Humano, demasiado humano:
“No hay, en sentido estricto, ni conducta altruista ni contemplación desinteresada, puesto que ambas son sublimaciones en que el elemento fundamental parece casi volatilizado y no revela su presencia hasta que no se hayan hecho más sutiles observaciones. ¿Pero para qué, si esa química tiende a demostrar que en su dominio aun los colores magníficos son producto de materias viles, casi despreciadas? ¿Sentirán satisfacción muchas personas en continuar tales investigaciones? La humanidad procura alejar de su pensamiento todas las cuestiones de origen y de principios: ¿no es necesario estar separado de ella para sentir una inclinación opuesta?”
Para Hooper, el mundo -que con tanto respeto trata en su cine- no es en verdad tan real; ese es el principio subyacente que rige el mercado capitalista cristiano. Para poder analizarlo en toda su profundidad, Hooper se decanta por cultivar un punto de vista más inhumano. A menudo, los grandes artistas empiristas son también los menos sentimentales. Kubrick, cuyos trabajos solo parecen cruzar ligeramente el terreno de lo moral, encaja en esos mismos rasgos. Después de todo, Kubrick es como el superhombre zoroastriano de Nietzsche, que contempla un mundo que ha superado empíricamente las convenciones morales; el niño de las estrellas de 2001 es, desde esta mirada nihilista, un idealista atípico que irónicamente servirá de influencia a Hooper en esa aventura de ciencia-ficción metafísica que es Lifeforce. Con frecuencia, Hooper considera necesario separarse de la esfera del buen gusto y de lo socialmente aceptado -para así disponer de una visión más completa del mundo-, sublimándose hasta perder de vista ese severo realismo que comparte con Kubrick. Así, puede regresar a las formas platónicas (los Absolutos, como el Bien, existentes más allá de lo empírico), en las que la grandiosidad pseudorreligiosa de Kubrick se desvanece y la búsqueda de Hooper de ideales estéticos en el mundo comienza de nuevo; una búsqueda, por cierto, inspirada en Kant en lugar de en Nietzsche. Una búsqueda que describe a Hooper como un artista capaz de conciliar el Arte con la moralidad y la verdad con lo real en un mundo contradictorio y ensimismado.
El elemento fundamental de Hooper como artista sublimado se encuentra en el papel que desempeña en el ámbito cultural, en el que, en vez de parapetarse como un narrador omnisciente, se sitúa junto a sus personajes. Las raíces de esa identidad creativa se pueden detectar en sus trabajos previos en el campo del documental, unos años antes de rodar La matanza de Texas. En ellos, ya se manifiesta el mismo sentido de la imagen y el estilo visual que encontraremos de La matanza… en adelante; Hooper captura todo aquello que le rodea de una forma más explícita que cuando rueda en estudio con decorados y actores. De hecho, todos estos principios son aplicados con celo en sus películas de ficción, ya sea en los decorados construidos o en las localizaciones que juegan un papel especial en su puesta en escena. La atención que Hooper concede a la arquitectura real, el paisaje, el decorado o a los delicados movimientos de cámara que le inspiran, hacen de él una versión oscura de Vincente Minnelli.
Como le sucedía a ese gran esteta que era Minnelli, siempre contrariado por tener que cargar con la etiqueta de metteur en scène por trabajar en géneros tan abyectos como el melodrama y el musical de Hollywood, no se trata de escoger entre el contenido y la estética, sino de conciliar ambos en un mismo ideal: un contenido estético, una experiencia plástica no adulterada; combinar la honestidad del espectador (el conocimiento, la razón) y su emoción (la belleza, el cine estético) en pos de un arte que refleje el mundo. ¿Acaso la vocación humanista de su trabajo no puede equipararles con los rasgos de un autor? Hooper (y diría que también Minnelli) no comparte esa visión del cine como una fantasía escapista para el espectador, sino que está más preocupado por sacar adelante una visión que no separe la belleza del conocimiento. Algo que, tal vez, reviste con un poso de melancolía a su obra. Una obra en la que el placer no puede desligarse del dolor (cuyos gritos solo ahoga la muerte; a este respecto conviene recordar con qué frecuencia aparece la muerte en el cine de Minnelli). En la obra de Hooper, los gritos se revelan como una siniestra compañía para el silencio político (Eggshells), el equilibrio social (La matanza de Texas, Trampa mortal, El misterio de Salem’s Lot), la paz durante nuestro crecimiento (La casa de los horrores, Lifeforce), la estabilidad de un futuro divorciado de mutuo acuerdo de su pasado (Combustión espontánea) o para la confianza que depositamos en nuestros sistemas sociales (Night Terrors, The Mangler).
1. Hooper, el enviado divino
Eggshells (1969), una película experimental que hibrida diferentes métodos de rodaje, es tal vez el antecedente más útil para identificar al cineasta que estaba a punto de emerger con La matanza de Texas. Con un estilo cercano al cinéma verité retrata la existencia cotidiana de los habitantes de una comuna de Austin -un grupo de hippies veinteañeros conocidos de Hooper-. A partir de diálogos improvisados y del montaje y remontaje de escenas, elabora un vago discurso sobre el final de una época. Inspirado por el cine experimental, Hooper propone un esqueleto argumental básico como punto de partida para llevar a cabo una serie de digresiones sobre técnicas experimentales (como la imagen parpadeante, el stop motion o la pura animación). En paralelo, la subtrama que versa sobre una energía sobrenatural establecida en el sótano de la casa alienta una serie de escenas surrealistas que funcionan como abstracciones metafóricas. En ese sentido, se trata del ejemplo más literal de cómo Hooper se inspira en el mundo existente para dibujar su poética fílmica, centrada totalmente en cuestiones de compromiso social, cuya potencia visual lleva hasta el extremo. Las paredes de la casa son el material preexisten mediante el cual crea tanto su narrativa visual como su narrativa metafórica: un recinto para la alegoría, una fortaleza que refleja ese vasto mundo que se sitúa ante su barrera permeable. Más adelante, ese compromiso social continuará presente en La matanza de Texas. La importancia de las paredes (y de, ocasionalmente, las ventanas) como figuras alegóricas también se dejará notar en La matanza…, Trampa mortal (1977), Poltergeist, Lifeforce, Night Terrors (1993) y La masacre de Toolbox (2005).
Antes, incluso, de rodar Eggshells -influida por el trabajo de artistas y documentalistas de vanguardia-, Hooper ya había dado muestras de ser un cineasta altamente inspirado e interesado en el papel de la alegoría. En su último año en la Universidad de Austin rodó un cortometraje en el que cultivaba tanto un estilo personal como su interés por lo metafórico, preocupado por representar alegóricamente los rasgos corruptos del mundo. The Heisters (1964) era una parodia modernista de 10 minutos en la que Hooper mezclaba el ambiente gótico de su escenario con las maneras de los viejos cartoons de la Warner (adaptando así a un contexto real el tono autorreflexivo del slapstick). El corto retrata a un trío de ladrones que se oculta en un escondrijo subterráneo con el botín de un robo y termina con la mutua aniquilación de sus protagonistas a causa de los vicios modernos que cada uno de ellos representa: la codicia, la belicosidad y la inhumanidad científica. Hooper rinde tributo a Chuck Jones y a Roger Corman de una forma tan pura que no da pie a pensar que canibaliza su estilo, sino que configura a partir de sus constantes un estilo propio. Sincera antes que posmoderna (un rasgo, este, que sugiere una rebelión personal inusual en Hooper), se trata de una pieza que juega con algunas tendencias modernistas en lugar de constituir una simple broma cinematográfica (el absurdo del juego de disfraces es en sí mismo un tropo de las artes modernistas, como más adelante se verá en la escena de los mimos del Blow Up de Antonioni, mientras que la arrogancia existencialista del corto habla por sí misma).
Hooper completaría su currículo de trabajos pre-Matanza de Texas con Peter, Paul, and Mary: Song is Love, un documental de estilo cinéma verité de una hora de duración (rodado en 1969 y emitido en televisión en 1970) que seguía la gira del popular grupo de folk. A pesar de su naturaleza de encargo, se trata de un trabajo auténticamente político, apasionado, que merece rescatarse (puesto que, salvo aquellos que lo grabasen durante sus reemisiones, no está disponible en formato doméstico), en el que Hooper se alinea con la sensibilidad musical de un D.A. Pennebaker y despliega unas aspiraciones kubrickianas.
2. Hooper, el autor moral
La matanza de Texas y Trampa mortal pertenecen a un mismo grupo, por mucho que la primera se rodase en suelo tejano y la segunda llevase a Hooper hasta Hollywood. Ambas son visiones totalizadoras, concepciones microcósmicas, de un mundo que funciona como amplificador del sufrimiento. Ambas fueron originalmente escritas o trabajadas por el dúo que formaban Hooper y Kim Henkel. Y ambas esbozan el estudio alegórico de las enfermedades institucionales americanas a través de la narrativa del slasher, en la que el frenesí expresivo enmascara las preocupaciones más profundas. El director es sublimado por el rigor, la disciplina y los propósitos de su expresión estética. La matanza…pone en liza la desilusión americana y los problemas de clase en un mundo regido por la economía; Trampa mortal se retira al reino más emocional y moralista de los estudios sobre la explotación humana, en el que identifica la crueldad como una tela de araña tejida a medias entre la racionalidad y el primitivismo. Se trata, pues, de un eco directo de Psicosis, no solo por lo que respecta a la configuración de sus psicópatas protagonistas: tanto la una como la otra martirizan a mujeres valientes solo para ver cómo son los hombres quienes mueren a continuación. Las varias subtramas que dan forma a Trampa mortal señalan el interés de Hooper por confeccionar una dramaturgia basada en los personajes tanto como en el lenguaje cinematográfico; su elegante y, hasta cierto punto, anónima gramática visual está en primera instancia al servicio de la historia y del telos moral del relato, sin tener en cuenta el compromiso con el público ni cualquier fetichismo autoral. En ella, Hooper presenta a su primer alter ego moral: el personaje de Libby, marcado por su inocencia y bondad. La hija de una asfixiante familia aristocrática del Sur que se caracteriza por la confianza ciega y la ingenuidad que despliega con los explotadores que la rodean. Hooper se identifica plenamente con ella así como con la primera víctima del filme, una prostituta de vida atribulada. La identificación de Hooper con ambos personajes femeninos se produce a través de la fuerza de sus rasgos morales -ambas mujeres nunca son denigradas por sus experiencias femeninas (la hija rebelde abocada a la prostitución, la hija inocente sin espacio para disfrutar de su intimidad), pues encarnan ideales desexualizados como la valentía y la bondad. Trampa mortal nunca socava tal trasfondo moral al no debilitar tanto el tono moral como su unidad estética. Tal veracidad es la marca personal de Hooper, quien nunca traiciona la teleología de una escena, su única sublimación al hacer tal tarea inmediatamente accesible.
Su aclamada Misterio en Salem’s Lot, miniserie para televisión que adaptaba la novela de Stephen King, sirvió para mostrar el alcance de su estilo y liberarle así de esa pátina verité que recorría sus dos filmes anteriores; también para presentarle como un cineasta dotado de una narrativa clásica en construcción. Por esas mismas fechas, Hooper fue contratado por la Universal para escribir junto a Kim Henkel un primer tratamiento de guion para el remake de El enigma de otro mundo. Stuart Cohen (1), el productor del remake de La cosa, describió ese borrador como una especie de “Moby Dick en la Antártida”, un texto “de tono poético, denso, carente de humor y casi incomprensible” -también “un desastre” (como era de esperar). Se dice que Hooper no estaba interesado en prestar atención al relato original de paranoia, sino que buscaba concentrarse “en lo auténticamente importante”. Creo que John Carpenter es uno de los auténticos grandes del cine, pero tengo claro que una película con pistolas y lanzallamas dejaría de ser un film de Tobe Hooper.
El único proyecto de Hooper con Universal fue La casa de los horrores, hoy por hoy uno de sus trabajos más destacables, que apunta en la misma dirección de las alegorías totalizadoras de La matanza de Texas y Trampa mortal bajo la apariencia de ser otra imitación de estudio de la fórmula de Viernes 13. Controlado y dispuesto a encajar en un marco de trabajo más improvisado y asociativo, este es el ejercicio más formalista de cuantos rodase Hooper, caracterizado por la sobriedad de sus fotogramas. De hecho, creo que de todas sus obras es la que más identifico con aquella frase de Godard (o de Moullet) sobre el plano secuencia como una “elección moral”. Aunque Hooper no es de los que componen con la cámara un rompecabezas torpemente enfático, La casa de los horrores sorprende por su estratégica quietud. Estructurada narrativamente de manera que cada escena implique una nueva contemplación moral, Hooper visualiza cada secuencia de manera plana, sin adornarse, como si cada escenario apelase a nuestra conciencia moral. La materialidad de la puesta en escena de Hooper deviene el signo pavloviano de la elevada sensibilidad que demanda al espectador (elevada, también, por su belleza). El travelling es un recurso inmoral -no resulta extraño, pues, que los personajes adultos del filme queden orillados: la falsa médium; o el mago alcohólico y su hija, una muñeca de cuerda, que se burla de la educación con una lección de historia sobre Drácula -llamado Vlad el emperador-, en un gesto (implícitamente metatextual) que delata su indolencia ante el desinterés de su joven público.
El plano secuencia es un recurso fácil, así que cuando Hooper acepta el encargo de dirigir Poltergeist se dedica a imitar y perfeccionar los movimientos de cámara de Spielberg en un sentido manierista: trastorna el contundente montaje spielbergiano con composiciones planas en formato panorámico, rellena con soterrada ironía sus habituales chistes visuales y aporta a sus románticos travellings una disposición espacial confusa. La sorprendente oscuridad del guion de Spielberg (2) es traducida por la mirada de Hooper en una puesta en escena distante, simbólica e irónica. Aunque el material de partida sea puro Spielberg, el estilo de Hooper lo asimila a una textura más propia del Nick Ray en formato panorámico de Más fuerte que la vida, en lo que respecta al retrato de la vida suburbial americana alienada.
El prestigio cosechado por una producción como Poltergeist dio paso a una coyuntura mucho más modesta cuando Hooper firmó con la Cannon para dirigir Lifeforce. A medio camino entre el gran cine de ciencia-ficción y la odisea sexual, la película mostró la transición de Hooper hacia un alter ego más apropiado: un hombre tratando de superar las punzadas de dolor provocadas por el amor y el sexo. Con todo, Hooper no se obsesionó con esta posición en tanto que buscaba crear una visión caleidoscópica del amor como una locura universal, la honestidad de nuestra desesperación interior como medio para el renacimiento de la humanidad.
Combustión espontánea constituye, tal vez, su gesto más grande, un proyecto de escasa viabilidad comercial que parece concebido como un drama televisivo escrito para la gran pantalla, dicho esto último como un cumplido. Prácticamente nada sucede en la película, más allá de explicar la historia de los primeros ensayos nucleares y el sacrificio en pos del poder del amor. No encontraremos ningún poderoso misterio en el film, solo la atenta observación del drama y el juego azaroso de los sentimientos.
Night Terrors (con frecuencia distribuida bajo el título de Tobe Hooper’s Night Terrors) es una de sus películas más entusiastas y atrevidas. En ella, Hooper cultiva una distancia analítica que la convierte en un fascinante despliegue de texturas del mundo real ambientado en la lejana Israel (cuyo decorado hace las veces de Alejandría), en la que lo exótico se confunde con lo rural. En ella contemplamos a una niñera mientras lleva a cabo ceremoniosamente un ritual mágico al espolvorear sal sobre el alféizar. Y Hooper, una vez más, vuelve a identificarse con el despertar moral y la vida íntima de su protagonista adolescente.
3. Hooper, el esteta
Saltemos una década en adelante. Uno puede ver la ascendencia de la infravalorada Trampa mortal en ese regreso al slasher que supone La masacre de Toolbox; ambas se componen de una serie de minúsculos momentos que se dedican a conectar entre sí a los diferentes personajes. La robusta unidad formal que describen sus imágenes permite que su temprana constitución de pequeños gestos estalle cuando los inocentes protagonistas se ven inesperadamente arrojados a un mundo de crueldad y locura. Al margen de Trampa mortal, La masacre de Toolbox trae a la memoria a Poltergeist, pues su refinada manera de entender el género es puesta al servicio de una narrativa del horror más comercial. En ambos casos, Hooper saca adelante dos de sus trabajos más desconcertantes, cuyos decorados interiores son tan barrocos y asfixiantes como los de La casa encantada (1963), de Robert Wise. Sin embargo, los efectos y las virguerías técnicas no son suficientes para Hooper, quien anhela sublimar los logros más sencillos del género en pos de otros más nobles y elevados. Es por eso por lo que La masacre de Toolbox resulta una vuelta al giallo clásico (o a las fantasías de horror de Argento) sin que el tono kitsch capitalice el valor de esa influencia: Hooper presta más atención a la realidad que a su sensibilidad poética, se ciñe literalmente a la historiapara describir con precisión el entorno que la protagoniza; en ese sentido, podemos ver de qué manera sus preocupaciones humanistas están ligadas con sus preocupaciones creativas. En un punto La masacre de Toolbox abandona los rasgos del giallo para convertirse en una comedia de situación -una especie de Hotel Fawlty en el que el dueño de un hotel encierra a sus inquilinos junto a un espectro asesino, mientras una de las inquilinas intenta acabar con la amenaza. La masacre… no es nada del otro mundo, pero vale la pena analizarla como una ingeniosa comedia de situación sobre las preocupaciones de la vida urbana. Todo ello antes de hundirse en su infernal conclusión -que continúa con la tradición de La matanza de Texas, Poltergeist y The Mangler (1995)-, que de manera impresionante pone en escena el fervor metafórico de Hooper al retratar a su heroína pugnando por su vida en mitad de un limbo creado por los dos fantasmas de Hollywood. Tal vez otras películas gocen de mayor gravedad, pero La masacre de Toolbox se caracteriza por ese rasgo visionario que define a Hooper.
"Todo lo que es poético en un personaje debe ser tratado rítmicamente [sic]! … Si una suerte de prosa poética fuese gradualmente introducida, tan solo demostraría hasta qué punto se ha perdido de vista la distinción entre prosa y poesía." – Goethe a Schiller, 1797
“La poesía no es simplemente una expresión a la moda: es la forma absolutamente requerida para expresar una cierta clase de ideas.” – Bayard Taylor, en su prefacio a la traducción del Fausto (en sus metros originales), 1872
4. Hooper, ni el poeta de Goethe ni un payaso
Aunque ciertamente existen los cineastas poetas, nosotros (cinéfilos) no pertenecemos al reino de la poesía. Tal y como Goethe habría insistido en asegurar, para mantener intacta la pureza de la poesía. En esta nueva forma artística que es el cine, a la imagen indicial se le pide que sustituya a la poesía o al arte. El viejo ideal -esto es, aquel que concebía la imagen a partir de la nada, de la completa abstracción- vive marginado por aquello que los narradores obtienen a partir del registro fotográfico. Así, teóricos, artistas, filósofos y, por supuesto, críticos, nos vemos en la obligación de repensar cómo concilia este nuevo medio la concepción del ideal inmaterial (de la belleza, la verdad o la bondad) con el nuevo lenguaje del cine. De alguna manera hemos formulado la idea de que el registro empírico que hallamos en un trozo de celuloide (o de película digital) puede, pese a todo, ser Arte, y que se trata sencillamente de un nuevo sistema para descubrir esa verdad inmaterial. Pero esta necesidad no se alcanza refugiándonos en el reino del expresionismo puro o de la poesía (por el momento, vamos a ignorar piadosamente la idea de las imágenes generadas por ordenador). Goethe insiste en la categorización; no en vano, su obra poética compartió época con la escritura filosófica del clasicismo de Weimar, el movimiento ilustrado del que he derivado la mayoría de mis presunciones. La poesía es un reino de emoción e ideales, afirma, que ni siquiera la prosa puede capturar. Por lo que, imaginamos, al cine le resultará aún más difícil -pese a que cineastas como David Lynch o Jean Cocteau reivindiquen su derecho a filmar poesía. Si traigo a colación a Goethe -poeta dramático, esteta angustiado y gran amigo de Schiller (filósofo preeminente del clasicismo de Weimar)- es para señalar que Hooper no es un poeta a lo Goethe en el terreno del cine. ¿Cuál es la forma de expresión de Hooper? ¿Cuál es esa clase de idea que no responde ni a la concepción total de la poesía de la “forma como sustancia”, ni tampoco a la de la prosa más novelística de la “sustancia como forma”? A través de lo indicial podemos retroceder hasta lo filosófico (o hasta esa primera concepción del Arte entendido como retórica), donde fondo y forma, más que relacionarse, son una misma cosa. Una misma cosa, sustancia y forma, atrapada en un bucle reflexivo y dialéctico en relación a la belleza y la moralidad, que capturamos a través de la estética. Hooper concilia tanto lo indicial (su papel como documentalista, comprometido con el mundo) como lo Absoluto (Hooper el filósofo esteta, que cree al cine capaz de acercarse a la Verdad). Así, en vez de ser un populista o un creador de gran sensibilidad, lo que caracteriza al arte de Hooper es su capacidad para filosofar sobre ella misma.
Griffith es el heredero del modelo melodramático, Murnau el poeta (que sigue el camino de Goethe), Eisenstein baila mientras Rossellini pinta y Renoir compone música -o así reza la conocida distribución que propuso Godard. Por deducción, Hooper es el filósofo (muy del gusto de Nick Ray). Hooper y Ray dedican más tiempo a escrutar el mundo real que a perderse en sus propias fantasías, mientras luchan por los ideales en la más pura tradición de la filosofía. Afrontan cada nueva película desde una mirada abierta, como la de Sócrates, mediante la cual se preguntan y sumergen en sus cuestiones, encontrando con frecuencia nuevas reflexiones que no estaban presentes en sus anteriores filmes.
La letra de la cantante Joanna Newsom con la que comenzaba este artículo continúa con una especie de negación cantada del cuerpo: “Let each note be a full-bodied song / Enough fingers, enough toes! / Skin to cover the bloody beat / Enough belly, enough feet.” Contrarios a ese arte que parece alimentarse del propio ego, estos artistas hacen de cada película una visión totalizadora. De hecho, si se analiza con detalle, se puede decir que hacen eso mismo con cada escena, con cada plano que escogen, que es por cierto aquel que mejor representa al mundo. Porque sus trabajos hablan por ellos mismos.
© Traducción de Óscar Brox (versión original en inglés).
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(2) Si algo caracteriza a Spielberg es su capacidad para describir las dinámicas emocionales que surcan las relaciones entre los hijos y los padres del Baby Boom, siempre dispuesto a apretar el botón para activar los mecanismos de defensa y reflejar las crisis de identidad que se derivan de ese ambiente -tal y como muestran tanto Encuentros en la tercera fase como E.T. El extraterrestre.