En una entrevista publicada en el diario francés Liberation, Apichatpong Weerasethakul afirmaba sentirse satisfecho de su trabajo si «las imágenes de mis películas habitan largamente en el público. Un film no se siente sólo con la cabeza, sino con todo el cuerpo. Con el corazón». Sin duda, frente a la velocidad de consumo que reclama la pantalla global, resulta difícil encontrar imágenes que permanezcan y que nos inviten a vivir en su interior. ¿Quiere decir eso que cada vez vemos menos cine con el corazón? Tal vez, aunque la obra de Apichatpong Weerasethakul entraña otra cuestión, si cabe más importante: ¿Cómo dar cuenta de unas imágenes, de una historia cuyo espíritu parece alejado de nuestras coordenadas culturales? ¿Acaso no podemos sentir con propiedad, sin fabricar un complejo aparato teórico, un retrato familiar ambientado en la selva tailandesa?
Durante varias semanas, Carlos Losilla, Manuel Ortega y Vicente Rodrigo discutieron sobre la obra de Apichatpong, explorando esa idea tan denostada últimamente de ver más allá de la imagen, en ese off que nos escamotea la narración, dibujando puertas y umbrales que acerquen Nabua a nuestra cultura, y viceversa. Porque, aunque la cadencia de sus imágenes y la existencia emocional que encierran puedan resistirse a una lectura no orientalista, este diálogo funciona como estupendo vaso comunicante entre el cine y sus posibilidades. O cómo eludir las barreras y códigos de una comedia coreana, de un western africano o de un thriller de las antípodas, buscando, investigando en los posos que deja la imagen en nuestro recuerdo. Por eso, además de sentir su cine con el corazón, este diálogo sobre los filmes de Apichatpong Weerasethakul supone una herramienta fundamental para recuperar el valor de lo que vemos, de lo que permanece en nuestro interior y nos anima a unir los puntos del mapa hasta abolir cualquier frontera posible entre imágenes. Porque, de una u otra manera, sentimos que nos pertenecen.
Carlos:
Para mí, Uncle Boonmee. es una película sobre el concepto de umbral. Las figuras siempre están en el límite de algo, empezando por el propio Boonmee, que está en el umbral entre la vida y la muerte. Y también sus vidas pasadas, los umbrales que podemos fijar entre ellas, una operación que tan difícil nos resulta, por otro lado. Son constantes los porches, las ventanas, las puertas. El porche en el que se celebra la cena en la que aparecen los fantasmas de la mujer y el hijo de Boonmee. Las ventanas que siempre se ven al fondo en su cuarto, mientras se somete a las curas. La puerta por la que desaparece al final el doble del monje, dejando a su otra vida en la habitación, traspasado el umbral. Incluso la escena central de la princesa y el pez, ese linde entre el cuento, la leyenda y la realidad transfigurada. Y, por supuesto, la escena de la cueva, con tantos recovecos, tantos intersticios, tantos umbrales. El cine de Apichatpong parece hecho de imágenes planas, transparentes, de una sola dimensión, cuando en realidad sus formas son como sus estructuras, muy complejas y con un concepto laberíntico de la perspectiva que nos hace perder el sentido de la orientación. Ese perder el sentido tiene varios sentidos: perdemos el norte, pero también el sentido de la realidad, quedamos como suspendidos, como flotando, en el umbral de algo. De ahí los fantasmas y las almas errantes, y el pasado y el futuro, y el tiempo que se borra. Me parece que Apichatpong es tan importante en el cine contemporáneo precisamente por eso, como lo pueden ser James Gray, Pedro Costa, Lisandro Alonso o Clint Eastwood. Todos ellos habitan ese espacio intermedio donde están los espectros, el espectro del cine, ahora mismo un fantasma ingrávido, un umbral entre lo que fue y lo que es, hasta el punto de que aún no logramos dar con el lenguaje adecuado para hablar de él. Y hay que hablar, hay que hacer literatura, no basta con las imágenes: la crítica y el análisis, escribir sobre cine, son precisamente eso, imágenes literarias, y hay que hallarlas para que ese cine se nos aparezca en todo su esplendor. No sé si lo estamos consiguiendo. Este podría ser un punto de partida.
Vicente:
Carlos, atravesemos ese umbral del que hablas:
El umbral es el germen de la profundidad de campo, es lo que permite la superposición de planos que da lógica al espacio. Weerasethakul es arquitecto casi antes que cineasta: sus imágenes reflexionan sobre cómo los espacios del mundo cambian, se globalizan o parcializan y se vuelven plurivalentes, ambiguos. Es un proceso complejo: en su cine, el espacio se prolonga en la narrativa de forma orgánica, la historia se genera tan directamente desde la puesta en escena que la dimensión literaria termina por ceder ante la lógica de la imagen pura. Le basta, para dar sentido a la aparición de la historia de la princesa y el pez en medio de Uncle Boonmee., con que un personaje se tumbe en una hamaca y mire al horizonte. En cualquier momento puede pasar algo, los significados se introducen en su universo cinematográfico a través de puertas invisibles, difíciles de precisar, como si se abriera una y otra vez la caja azul de Mulholland drive. Pienso en el cortometraje A letter to Uncle Boonmee, que es la historia de las ventanas de Nabua. Una serie de travellings avanzan por el interior de una o varias viviendas, mostrando las ventanas abiertas por las que se introduce la dimensión exterior de la selva y el pueblo. De pronto, se hace la magia: a través de una de esas ventanas vemos una misteriosa arquitectura envuelta en humo, un aparato organicista que choca con el resto de las imágenes, mientras una voz en off repite la palabra vista. En apenas unos segundos ha desaparecido. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué esa imagen insólita que se inserta en la realidad, esa visión sin consecuencias manifiestas en lo que se nos cuenta? El cine de Weerasethakul se asienta sobre esta dualidad entre la intervención y la observación, sus mejores imágenes parten de la introducción en un espacio más o menos común de un objeto excepcional, ajeno a la realidad que se conforma sobre el cuadro. El mundo sólo existe cuando actuamos sobre él, y entonces Weerasethakul pervierte el mundo para comprenderlo. Sobre este pensamiento es especialmente exegético otro de sus cortometrajes, Phantoms of Nabua, que empieza mostrando imágenes de una tormenta para explicarnos luego que no están sucediendo realmente, sino que se están proyectando sobre una pantalla de cine. Alrededor, apareciendo y desapareciendo en la oscuridad, unos chavales se pasan una pelota en llamas que termina por quemar la pantalla de cine. Es en el intercambio entre estas partes discordantes del espacio filmado que se generan los significados. Porque esto no se parece a ningún tipo de surrealismo; el cine de Weerasethakul está lleno de lógica: el verdadero sentido de la imagen es la imagen misma. Cuando, al final de Tropical malady, vemos al protagonista enfrentado a ese espíritu o tigre, a ese elemento imposible, y el cuadro se recubre de una oscuridad que sólo nos deja ver las dos figuras, se produce la forma más refinada de este intercambio. Más allá de elucubraciones sobre la identidad de ese espíritu, lo que vemos es el enfrentamiento de un hombre y una imagen, una proyección, y entonces el espacio se vuelve mítico, inescrutable. También en Uncle Boonmee., cuando los personajes caminan por la selva envueltos en una niebla misteriosa. Es el espacio de lo inmaterial, el mismo espacio que recorrían los travellings de Lynch por los pasillos de Carretera Perdida. Lugares donde todo es posible, y lo inesperado puede asaltar la pantalla en cualquier momento. Reflejos de un mundo virtual.
Lolo:
El umbral entre lo que hacemos y lo que debemos hacer. El escalón que un día nos hace hombres (o mujeres) y del que ya no podemos caernos sin salir en los periódicos. El que nos hace críticos mientras con las imágenes hacemos malabares de palabras. El umbral que hace a Apichatpong artista tras traspasar la frontera (otro término que se podría utilizar para hablar de su cine) donde se erige la aduana de la dualidad entre contemplar y participar. Entre observar e intervenir, que bien apunta Vicente. El lugar donde los monos nos miran de frente como esperando que les saquemos una foto o nos unamos a la manada por siempre.
Yo introduciría otro término en el debate que para mí está en consonancia con los que habéis esbozado vosotros, pero que al mismo tiempo puede darle otra dimensión a lo comentado sobre la insólita obra del director tailandés. Es el concepto de marco, y no como lo utilizaba F.C. Bartlett (que también), sino como lo que rodea a una obra de arte tanto de manera física como de manera histórica. Sigo quedándome prendado con el momento en el que se nos narra parte del argumento de Uncle Boonmee... con viejas instantáneas, casi amateurs, donde el hijo de nuestro protagonista aparece con militares. Sigo agradeciendo esa pausa en la intensidad del relato para que Apichatpong nos vaya preparando unos sándwiches para acompañar al tío Boonmee en su partida.
Marco como el rectángulo (como la pantalla iniciática del cine) de madera (otra vez la selva, la vida que observa a la vida que se mueve) que delimita a la obra de arte y que le da esplendor. La que contiene esos planos de quietud externa y ebullición interna de la que hablabais unas líneas más arriba, de esa puesta en escena tan característica en Weerasethakul que dispone los diversos elementos como entidades en sí mismas y como diferentes fronteras con la otredad de lo propio y lo ajeno. Marco como lo que nadie ve cuando escruta una obra de arte pero que sería lo primero que un niño o un analfabeto apreciaría en su contacto fundacional e inocente con un descubrimiento. Esa sensación que palpita también en Tropical Malady o en Syndromes and a century la primera y la última vez que se ve.
Apichatpong se sienta en la hamaca e intenta traducir el canto frenético de los pájaros. Y sólo puede hacerlo (o sólo quiere hacerlo) con imágenes. Lo que rodea y lo que encuadra. Lo que esconde y lo que atisba. El poder de la sugerencia, el milagro de la transmigración de las almas. La ecuación de la fe, la eternidad y un día de lo corpóreo. Donde se inserta lo que se cruza, lo que nos explica. Lo que nosotros nunca llegaremos a explicar.
Carlos:
Quiero aclarar algo. Cuando hablo de que es necesaria la literatura lo digo en el sentido de la dimensión analítica, es decir, que hay que convertir en imágenes literarias las imágenes cinematográficas de Apitchapong, en este caso; todos lo hacemos, y para muestra el botón de este diálogo. En ningún caso me refiero al lado literario del cine de Apichatpong, si es que lo tiene: de sus imágenes surge nuestra literatura, podríamos decir. Dicho esto, me interesan otros dos conceptos de lo que dicen Vicente y Lolo: por un lado, las puertas invisibles; por otro, la pausa que Lolo atribuye a las imágenes inmóviles de Uncle Boonmee. pero que también puede ser todos su cine: una pausa interminable. ¿Recordáis Arrebato, de Iván Zulueta? La pausa allí era el éxtasis, el quedarse colgado de una imagen. Pero la pausa puede abandonarnos en ella misma, puede dejarnos colgados ahí, puede atraparnos. Atravesamos puertas invisibles para evitar esa pausa, para evitar quedarnos inmovilizados en el umbral, pero ese hecho de atravesarlas puede fracasar y entonces ¿qué? Examinemos la escena de la cena en Uncle Boonme., la que más me turba. Ahí hay varias puertas invisibles. ¿Por qué puerta del plano aparece el fantasma de la esposa? Por la puerta del plano entendido como una superposición de dimensiones temporales, surge del pasado para habitar el presente, y los tiempos, el tiempo, se confunden. Lo mismo ocurre con el hijo, el mono, pero en esta ocasión sí vemos de dónde surge: de la oscuridad de unas escaleras, como si estuviera ahí en pausa. Y en pausa acaban estando todos los personajes, suspendidos entre la vida y la muerte, entre un mundo y otro, dialogando en esa pausa. ¿El cine como iluminación? ¿O el cine como reflejo de esa transición, reflejo imposible, reflejo bello por esa misma imposibilidad que es lo fugitivo (la fugitiva: Proust)? En esa escena aparece todo eso, muchos planos (temporales) en pocos planos (cinematográficos). En el cine de Jean-Claude Rousseau, también las ventanas, las puertas, los passages, como él los llama, tienen la misma importancia: más allá hay otra imagen, pero ¿cuál? Lo desconocido, el abismo, la gruta negra de La Vallée close, que parece una imagen de Apichatpong. El cine de ambos, y Uncle Boonmee. en especial, tiene esa característica esencial que debe poseer cualquier imagen: se carga de significado en contacto con otra, pero también con su ausencia, con un fuera de campo que cada vez es más básico en el cine contemporáneo. Me da la sensación de que lo más importante está sucediendo en off, y que las mejores imágenes que vemos hoy día extraen su belleza de esa alusión a lo que no pueden mostrar, bien porque ya está mostrado y hacerlo otra vez sería banalizarlo, bien porque resulta inefable (¿cómo se dirá inefable en el campo semántico de las imágenes?).
Vicente:
Lolo, me interesa mucho esa definición que propones del cine de Apichatpong como descubrimiento, como evento fundacional, que no está muy lejos de esa otra de la pausa y del arrebato (gracias, Carlos, por citar Arrebato, una de las películas que hemos olvidado al hablar de Uncle Boonme.). Hay algo de iniciático en su obra, algo que no puedo evitar relacionar directamente con mi generación (los que nacimos después de la Caída del Muro de Berlín) de la misma forma en que relacionamos la Gran Teoría con Hawks, la posmodernidad con Bresson o la línea imprecisa de las Movie Mutations con Cassavetes. De alguna forma, no puedo dejar de pensar que su cine es un último gran descubrimiento que supera al propio autor. Y si no utilizo comillas al hablar de un último gran descubrimiento (he sentido el impulso de hacerlo) es porque intuyo que, al utilizar ese término, estoy siendo perfectamente circunstancial y lo refiero directamente a este momento marcado por lo digital y en que creo que es importante replantear, que no negar, la idea del autor. Quizás pueda explicarlo de otra forma:
En el ámbito académico donde me muevo (soy estudiante de Arquitectura), he podido observar una serie de incongruencias de pensamiento, ciertas posturas que creo que tienen mucho que ver con la banalización posmoderna de la idea del autor, y que encuentra una proyección directa en el cine. Básicamente, la forma de enseñar arquitectura de mis profesores se quiere basar en dos líneas contrapuestas de análisis de la relación entre forma y función. En el fondo las dos líneas son mucho más superficiales: hay una de afirmación y otra de rechazo a las formas del Star-System internacional. Me entristece pensar que, seguramente, el trabajo de Frank Gehry o Zaha Hadid es tan convencional, tan políticamente correcto y, en el fondo, tan insignificante ante los flujos de esta realidad cambiante, que el simple hecho de generar esta disputa termina por eclipsar la posibilidad de un verdadero pensamiento arquitectónico en consonancia con nuestro tiempo. Seguir hablando de ellos no es más que perpetuar un ideal rancio del autor que ya ha llegado demasiado lejos.
Hay un problema similar en el cine contemporáneo, un problema que Carlos ha planteado muy bien al referirse a la supervivencia de una imagen off. La mayoría de reflexiones que se pueden leer sobre Weerasethakul se empeñan en hablar de contemplación, de regionalismo e incluso de surrealismo, conceptos que niegan lo que queda más allá de lo visible. Me parece evidente que son coletillas condenadas a chocar contra su verdadera esencia, que tiene mucho más que ver con el orden de lo virtual y lo colectivo que con esos clichés que sólo quieren reconocerlo como autor, en el sentido más vulgar de la palabra. De alguna forma, entiendo su obra mucho más cercana a la de Jean Rouch que a la de David Lynch, y no por su calidad regional, sino porque es un cine que se genera desde la mirada extraña, ajena, como si la forma en que se va desarrollando la narración la impusiera a cada rato alguien distinto.
Finalmente es por esto que hablo de un último gran descubrimiento que supera al propio autor, y que es inherente a la Generación Digital. Nadie ha sido tan lúcido a la hora de definir la verdadera mutación de lo digital, que es también la indefinición de una mirada positivista y la imposición de otra virtual, múltiple, que remite a esos umbrales superpuestos donde se diluye la identidad individual. Como si su cine lo hicieran (o hiciéramos) muchos y no sólo él. Como si la única función de Apichatpong sobre el relato fuera la de abrir puertas y esperar a ver quién entra.
Lolo:
Hemos querido entrar, Vicente, y hemos entrado. Y a pesar de las pausas de la distancia y de los umbrales del agotamiento, seguimos potenciando el descubrimiento de algo quizá inefable. Yo no sé, Carlos, como se tratan (si se tutean, si se ignoran o si se hablan de usted) lo semántico y lo inefable dentro del campo de la imagen y de sus reverberaciones visuales; esa sustancia que se queda mientras se pasa sigilosamente a otro plano, el agüilla invisible de una imagen que nos congela. Yo no sé muy bien si el off sigue siendo lo que nos pilla más cerca como espectadores y analistas, el camino de baldosas de mil colores que separan nuestra butaca de la pantalla, como tampoco alcanzo a comprender (comprender de entender y de acotar) si el misterio de cada autor reside en lo que hace invisible su presencia y la de su entramado.
Pero sí creo que la presencia de Apitchapong es meridiana incluso en lo que no se ve, sobrepasando así la definición baziniana de puesta en escena como composición del plano, como lo que se ve en la pantalla. La puesta en escena del tailandés se basa también en la composición de ese fuera de campo del que venimos hablando, de lo que es sugerencia y, al mismo tiempo, realidad adyacente a nuestra película. Compartir secretos, pactar misterios, fomentar la imaginación siempre y cuando esta palabra, tan manoseada, remita a la capacidad de nuestras mentes para representar mediante imágenes lo que no está presente o visible. Los aledaños de lo representable.
Eso nos sitúa nuevamente a pensar en los límites y eso me lleva al umbral con el que empezaba Carlos esta experiencia. Un lugar donde sentarse a observar o que cruzar hacia otra parte, el trampolín para saltar a la realidad que nos circunda o a la mentira que nos retiene. Un motivo para tropezar o para mirar un poco desde arriba para así ver mejor o con otra perspectiva. Un lugar donde, como Vicente por los pasillos (siempre en el camino que delimita, nos dirige o nos hace escapar) de su facultad, se nos permite observar y reflexionar sin tener que entrar en antiguas e improductivas batallas sobre la concepción de autoría y sus contradicciones. Guerras de despacho, cruzadas de cafetería. Cosas que no tienen mucho que ver con la carrera y la obra de un cineasta tan independiente e insólito como Apitchapong.
Él, para mí, está a otra cosa. Él nos quiere explicar cómo se conocieron sus padres, cómo el amor es un animal exótico que vive libre en/por su propia naturaleza, que los fantasmas casi nunca están muertos, que el más allá está a la vuelta de todas las esquinas, que somos varios seres únicos en nuestra propia mismidad intransferible o que el cine es algo tan complejo que puede hacerse de la manera más sencilla. Por eso podemos hablar tanto (y tan tendidos) de una obra que se despliega a cada intento de asirla.
Carlos:
Últimamente he estado en Florencia, he vuelto a ver los frescos y pinturas de Giotto, Masaccio, Fra Angelico, Filippo Lippi, Piero della Francesca. El principio, allá donde empezó todo, el lenguaje de la cultura humanista, lo que termina en Viena, en Centroeuropa, en el periodo de entreguerras. Pues bien, esa pureza de líneas, esa transparencia, parece la del cine clásico en sus inicios, ese cine clásico que llevaba en sí mismo el germen de su propia autodestrucción, que fue clásico por muy poco tiempo, de la misma manera que esa pintura fue lo que es por muy poco tiempo. Pero también parece Straub, o el propio Rousseau. Hay un primitivismo que es a la vez muy sofisticado y que ya marca una tendencia: cuando Apichatpong filma umbrales o ventanas, cuando filma fantasmas, cuando filma determinados gestos, nos parece estar viendo esas imágenes por primera vez, como la Anunciación de Fra Angelico. ¿Y qué tendrán que ver, culturalmente hablando? Uno puede asociar Fra Angelico a Leo McCarey, a Hawks, pero parece que no a Apichatpong. ¿Y por qué no? Hay la misma duda, la misma frontera. La misma que en Rouch, como muy bien decía Vicente, o ese "lugar para cruzar hacia otra parte", que decía Lolo. En el primer Quatrocento, hay esa misma intención (hay umbrales también, y el inicio de la perspectiva, lo que está más allá, en off): el umbral que separa al ángel de la virgen, y que posibilita la cuestión del milagro, una intrusión en la realidad por medio de su transformación a los ojos, a la mirada de un espectador que legitima ese milagro. "Yo he visto eso", "Lo vi con mis propios ojos". Yo he visto con mis propios ojos a los fantasmas de Apichatpong, y la negrura de ese túnel que lleva a otra dimensión, y la cámara que vaga al final de Syndromes and a Century, que enseña cosas que ya no son de este mundo. Pero no quiero que se vea metafísica alguna en todo esto, nada más terrenal, más material que ese dar a ver las cosas por medio de su transformación, porque nada es inmutable.
En San Miniato al Monte se conserva un fragmento de fresco que representa un rostro mirando no se sabe muy bien dónde, de autor desconocido. Subir hasta San Miniato fue, para mí, como retroceder en el tiempo y volver a empezar a través de ese rostro anónimo. Nadie le hace caso, está allí como dormido en el tiempo y, sin embargo, cuando lo miras despierta. Eso les sucede a las imágenes de Apichatpong y por eso son a la vez de una elementalidad desarmante y de una complejidad inagotable. No voy a citar escenas ni planos concretos. No voy a citar nada. Prefiero verlo a través de ese inicio que es también un final: del mismo modo en que con todos los artistas citados empieza la pintura pero también termina un modo de representación (medieval) que podría asociarse a otras culturas, de Apichatpong me gusta que ese mismo modo, esa planitud, se transmute en un trampantojo que crece poco a poco, hasta estallar cuando el lenguaje no es suficiente. En Apichatpong hay un principio y un final, un lugar que se cruza para pasar a otro. En Apichatpong cobra vida la imagen, otra vez.