Nick Pinkerton | El poliziotteschi o investigar la Historia



Fernando Di Leo | Milano calibro 9

La historia de los años del boom del cine popular italiano ha sido contada a través de una letanía de subgéneros: el peplum (“espada y sandalia”), el melodrama strappalacrime, el documental mondo, el spaghetti western, el giallo, el horror y el fantástico, y el poliziotteschi. Este último -que se puede traducir literalmente como relacionado con la policía- ha disfrutado de una interesante revisión en años recientes, gracias a los esfuerzos de sellos editores como Arrow Films, Raro Video, Blue Underground o el difunto NoShame, así como de espacios como el New York City’s Anthology Film Archives, que en 2014 albergó una retrospectiva titulada “The Italian Connection: Poliziotteschi and Other Italo-Crime Films of the 1960s and 70s.”


Los mejores ejemplos del poliziotteschi pasan por ser ejercicios de género narrados de manera visceral, mientras que de los peores se puede decir que albergan esa rara cualidad que les proporciona haber sido filmados en tiempos políticamente turbulentos. En cualquier caso, unos y otros merecen un análisis riguroso, como obras de una determinada sensibilidad artesanal y como termómetros para medir qué sucedió en la vida sociopolítica de la República italiana de los 60 y 70. Con todo, cabe señalar que este último acercamiento a menudo suscita la tentación de apelar a una impostada omnisciencia histórica. A lo largo de los años, se han llevado a cabo pequeños avances a la hora de concienciar al crítico de que, como los creadores o el trabajo que describe en sus textos, él o ella es también producto de una serie de factores ambientales que constituyen su identidad, incluyendo la cultura, la fe, la raza o el sexo. Y aunque nadie sugiere que la disparidad cultural entre un crítico y una obra debería prevenir al primero de dar rienda suelta a una escritura caprichosa, el sentido común recomienda a la crítica que evite sentar cátedra sobre temas que abiertamente desconoce. Al tiempo que la crítica se ha vuelto más sensible al reconocimiento de las políticas identitarias, un cierto “presentismo” -la tendencia a juzgar el pasado en función de los estándares del presente, que por supuesto se quedarán en el camino- se ha intensificado. Una explicación plausible descansa en el hecho de que las generaciones críticas pasadas, en su mayoría, ya no tienen el peso suficiente para formar grupos de interés que dicten una opinión oficial. O para suponer, de manera condescendiente, que todo aquello es fácil de asimilar. Mientras que muchos críticos blancos eluden hablar de la experiencia contemporánea de la América negra, no parecen tener los mismos escrúpulos cuando  escriben alegremente sobre lo que significaba vivir en 1895 o en 1915, como si ese cañón cultural apenas fuese una pequeñísima grieta.


Ciertamente, existe una tendencia arraigada en la casta crítica de asumir, a la hora de proporcionar un contexto histórico a sus opiniones, el papel del testigo directo. Las fuentes históricas se encuentran más accesibles que nunca, basta con llevar a cabo una búsqueda en la Wikipedia, pero también resulta patente esa abrumadora urgencia por interpretar el papel del todólogo que conoce cada detalle de, pongamos, los años de Corea del Sur bajo la dictadura militar o de la Rumanía de Ceaucescu. No en vano, se trata de un atajo que permite al escritor recurrir a la versión abreviada y aceptada de lo que fue una época, infundir a su texto esa inatacable apariencia de exhaustividad, y discutir hasta qué punto una película refleja o no el aire de su tiempo. Si hablamos de una obra producida en la Inglaterra de los 80, por ejemplo, no deberíamos escatimar en descripciones sobre las huelgas mineras o el thacherismo. Esta clase de acercamiento, sin duda, satisface el ego del crítico, en tanto que el asunto del texto pasa de ocuparse de una vulgar reseña para zambullirse en el comentario histórico -por mucho que esa obediente tarea de comprobar nombres y acontecimientos no sirva para ponernos en el lugar de aquellos que protegían sus cabezas de los porrazos de la policía en las calles de South Yorkshire, así como tampoco para vivir de primera mano el impacto con el que fue recibido un filme.     


Con esta idea en la cabeza, volvamos de nuevo al poliziotteschi. Las líneas de demarcación que separan a este del spaghetti western o el giallo no son, en modo alguno, rígidas. El apogeo del spaghetti sucedió cronológicamente primero, y fue llamativo en tanto que consiguió trasladar una epopeya nacional (italiana) a otra (americana) utilizando a actores italianos de rasgos oscuros para interpretar a campesinos mexicanos y a actores de rasgos claros para encarnar a los explotadores gringos. Un excelente ejemplo de ese fenómeno sería el trabajo de Gian Maria Volonté en los dos primeros filmes de la trilogía del dólar de Leone -Volonté, de hecho, sería también un habitual del poliziotteschi, apareciendo en películas como A cada cual, lo suyo (1967), Investigación sobre un ciudadano libre de toda sospecha (1970), ambas de Elio Petri, o Bandidos en Milán (1968), de Carlo Lizzani.


Fernando Di Leo | La mala ordina

Tengo algunos reparos con el spaghetti western debidos, debo confesarlo, a cierto chovinismo yanqui: mientras que puedo aceptar que un backlot de la Paramount represente la ciudad de París, no consigo tragar con que las Dolomitas italianas simulen ser Monument Valley. Es más, cuando un filme pretende reflejar en profundidad un determinado modo de vida, sería deseable que guardase fidelidad con esa vida, con su aspecto y con su forma de sentirla. Es difícil confiar en las generalidades cuando los pequeños detalles parecen confundirse. Tanto el giallo como el poliziotteschi, sin embargo, devolvieron al género italiano a su entorno local -al menos, en la mayor parte de los casos (Lucio Fulci rodó en San Francisco Una historia perversa, mientras que Giuliano Montaldo eligió Rio de Janeiro como escenario para su Grand Slam). Resulta tentador señalar que el giallo y el poliziotteschi reflejaron, a su manera, la represión en la sociedad italiana contemporánea -si el giallo lidiaba con la violencia enraizada en la confusión que generaba la nueva época de liberación sexual, el segundo creaba un espacio en el cual volcar toda la frustración política de aquellos años. En ocasiones, ambos géneros se solapaban de tal forma que eran prácticamente indistinguibles, como ejemplifica Corrupción de menores (1974), de Massimo Dallamano, cuyo título en inglés lleva esa interrogación típica de los gialli (What Have They Done to Your Daughters?), con un asesino motorizado, vestido íntegramente de negro, que utiliza un cuchillo de carnicero para silenciar a todo aquel que investiga sobre una red de prostitución de menores (y que, todo sea dicho, abunda en la típica confusión narrativa del giallo; tras revelar la identidad del asesino, tanto yo como otros tres teóricamente inteligentes adultos no supimos llegar a una conclusión sobre quién era realmente ese asesino).


Cercano a la tradición del policíaco francés/anglo-americano, los atributos que describen al poliziotteschi pueden reducirse a dos palabras: desorientación y rabia. Lo cierto es que ambas fueron emociones más que frecuentes, al menos entre un vasto segmento de la población, durante los años de mayor popularidad del género. Aquel tiempo albergó, no por casualidad, los picos más altos de corrupción e impunidad en el gobierno del partido democristiano, así como la actividad de las Brigadas Rojas y otros grupos terroristas/anarquistas de izquierdas.


Cuando tratamos de contextualizar el poliziotteschi, lo hacemos invariablemente en términos de los Anni di piombo (años de plomo), como seguramente haríamos al relacionar el noir con la posguerra o al cine de Fellini con los años del boom. Resulta sencillo copiar la frase Anni di piombo en un párrafo para revestirlo de una apariencia de credibilidad, pero sucede que, cuando has nacido en una sociedad relativamente plácida en la que lo peor que te puede ocurrir es saltarte un semáforo en rojo, no tienes ni idea de qué significa todo eso; simplemente, traes a colación nombres y fechas que te permitirán acercarte ligeramente a la situación.


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Sin embargo, como precisamente son esos nombres y fechas aquello de lo que disponemos, vamos a intentar darles un buen uso. Ya había un número importante de cadáveres cuando el 12 de diciembre de 1969 se produjo el que, para muchos, fue el acontecimiento más relevante en Italia. Una bomba explotó en la Piazza Fontana, junto a la sede de la Banca Nazionale dell’Agricoltura de Milán, matando a 17 personas e hiriendo a otras 90. En un primer momento, la responsabilidad del atentado fue atribuida a la izquierda anarquista, si bien la sospecha recayó también sobre la organización de extrema derecha Ordine Nuovo; más adelante, las acusaciones políticamente convenientes irían dirigidas hacia operativos de la CIA y a la red de inteligencia de Estados Unidos y la OTAN, actuaciones llevadas a cabo con la eficacia y competencia que han hecho del sistema judicial italiano la envidia del mundo (el caso Amanda Knox, a todo esto, ofrece un guion estupendo para un giallo). El atentado de Piazza Fontana fue a Italia lo que la Revuelta de Haymarket a Chicago -con frecuencia, alguno de los personajes del poliziotteschi lamenta el hecho de que Italia, y en particular Milán, se haya convertido en una especie de Chicago. (hay una película de 1968, Roma come Chicago [Bandits in Rome], interpretada por John Cassavetes.)


Fernando Di Leo | La mala ordina

Milán es la segunda ciudad más grande de Italia, su pulmón financiero y un banco de pruebas para la experimentación arquitectónica moderna y posmoderna. A pesar de ello, el cine italiano no le ha prestado demasiada atención -a excepción de películas como Milagro en Milán (1951), de De Sica, Rocco y sus hermanos (1960), de Visconti, o La noche (1961), de Antonioni, que se inicia con un travelling vertical sobre la Torre Pirelli para acabar encuadrando el horizonte de cristal y acero de la ciudad. He escuchado a algunos italianos hablar despectivamente de Milán, en tanto que no encaja con la idea general de lo que debe ser una ciudad italiana; no en vano, se trata de un engreído vivero de negocios internacionales cuya población creció en más de un millón y medio de habitantes entre 1951 y 1971, con los problemas derivados de ese impacto. Aunque el cine italiano la ha esquivado todas las veces que ha podido, lo cierto es que Milán es la capital del poliziotteschi. Bandidos en Milán se rodó allí. También Milán, calibre 9 (1972), de Fernando di Leo, Milano trema-la polizia vuole giustizia (1973), de Sergio Martino, y Milano Rovente (1973), Milano odia: la polizia non può sparare (1974) y L'uomo della strada fa giustizia (1975), todas de Umberto Lenzi.


He visitado Milán, también he caminado por la Piazza Fontana, y aunque leí que se encontraba cerca del Duomo, el centro gótico de la ciudad, lo cierto es que esa cercanía resulta más tangible a medida que cubres la distancia que las separa. Acompañando a una placa conmemorativa de la matanza en Piazza Fontana, hay además dos símbolos en memoria de Giuseppe Pinelli, obrero del ferrocarril y conocido anarquista que murió durante las redadas sucedidas tras el atentado, al saltar (misteriosamente) desde la ventana del cuarto piso de la comisaría en la que se hallaba detenido. (El segundo monumento parece que fue requerido después de que el anterior quedase desfigurado, y es que los rencores nunca se agotan en este lugar.) Ahora bien, ¿pasear por la Piazza Fontana y ver las guirnaldas en recuerdo a todas aquellas víctimas inocentes ha servido para acercarme a ese viernes de 1969 en el que el aire se llenó de fuego, humo y extremidades mutiladas? ¿Observar el legado visible del fascismo en los edificios públicos de la ciudad, o visitar la cercana Piazza Loreto, en la que fueron expuestos los cuerpos de Mussolini y su amante Claretta Petacci, me aporta un conocimiento más profundo de lo que supuso la vida bajo el Duce? ¿Y visionar tres docenas de poliziotteschi?


La década posterior al incidente de Piazza Fontana vino acompañada por el ritmo irregular de las explosiones: bombas en trenes y en manifestaciones públicas, tiroteos entre las Brigadas Rojas y los carabinieri, suicidios sospechosos de activistas como Pinelli, golpes planeados y secuestros ejecutados a plena luz del día. El más notorio de ellos, por cierto, tuvo lugar el 16 de marzo de 1978, cuando Aldo Moro, ex primer ministro y líder del partido democristiano, cayó en las redes de las Brigadas en Via Mario Fani. Cincuenta y cinco días más tarde, después de que las negociaciones para liberarlo resultasen del todo infructuosas, el cadáver de Moro fue hallado en el maletero de un Renault 4 con agujeros de bala de una Walther PPK de 9mm. Todo esto, huelga decirlo, solo describe la abiertamente politizada violencia de aquellos años -las fechas y los nombres no pueden aspirar a más.


Fernando Di Leo | Il boss

Los asesinatos no se detuvieron tras la muerte de Moro -no, al menos, durante un tiempo-, si bien aquel fue un momento bastante delicado. Las circunstancias de la captura y muerte de Moro fueron sujetas a escrutinio en El caso Moro, una deconstrucción literaria póstuma escrita por Leonardo Sciascia en 1978. Nacido en una empobrecida localidad montañosa de Sicilia, Sciascia llegó a ser parlamentario en Italia y en Estrasburgo, aunque por lo que fue más reconocido en vida, y sigue siéndolo en la actualidad, fue por su trabajo como escritor, particularmente crítico con el bloque político democristiano. A cada cual, lo suyo, de Petri, se basa en la novela que Sciascia escribió en 1966, que además fue la primera de varias adaptaciones cinematográficas de sus obras. En la película, un profesor que investiga un doble homicidio descubre que las cartas con amenazas que recibía una de las víctimas están compuestas con titulares extraídos de L'Osservatore Romano, el periódico del Vaticano. Del mismo modo, El caso Moro es un ejercicio de deducción escrito en forma epistolar: Sciascia comienza evocando la muerte reciente de su amigo Pier Paolo Pasolini para, a renglón seguido, reseñar y leer entre líneas la correspondencia de Moro entre los 50 y los 60, antes y después de ser secuestrado y condenado por sus captores, y las respuestas oficiales que sus comunicados suscitaron entre sus supuestos amigos en el Gobierno. La conclusión es que el asesinato de Moro a manos de las Brigadas Rojas se ajustó a los propósitos políticos del establishment democristiano, ya que en un sistema en el que el control era total la violencia solo podía servir para reforzar, en lugar de minar, el status quo. En este sentido, las ideas de Moro se alinean con las dos películas que retrataban el terrorismo izquierdista realizadas por dos de los cineastas más notables de la década, Nada (1974) de Claude Chabrol y La tercera generación (1979) de Rainer Werner Fassbinder. Esta desilusión política también alimentó el pesimismo de los poliziotteschi, que comenzó con la asunción de que el juego estaba amañado y, así, la casa siempre tenía las de ganar.


Los amorales bandidos de clase baja que protagonizan el poliziotteschi, nacidos y criados en circunstancias inhumanas, albergan motivaciones políticas en la medida en que su hambre es, en sí misma, política. Más que hombres, son bestias -detalle que reflejan los títulos internacionales de películas como Rabid Dogs y Almost Human, ambas de 1974. La primera es el penúltimo filme dirigido por Mario Bava, pope del horror italiano, pieza clave en la barroquización del giallo con películas como La muchacha que sabía demasiado (1963) o Seis mujeres para el asesino (1964). Hijo de un reputado director de fotografía, labor que también desempeñaría, Bava se acerca a la historia de secuestro y fuga perpetrada por tres canallas como si se tratase de un juego -cómo crear un filme visualmente atractivo en las dimensiones limitadas de un automóvil, sirviéndose de lentes cortas y composiciones estrechas. Milano odia es obra del ocasionalmente brillante Umberto Lenzi, polémico cineasta que en este caso alienta una actuación descomunal por parte de Tomás Milian, quien interpreta a un delincuente de poca monta llamado Giulio Sacchi que anhela convertirse en Padrino. (la siguiente incursión de Lenzi en el poliziotteschi, Nápoles violenta (1976), merece un lugar destacado por incluir una escena en la que un funicular tritura el rostro de un desgraciado.)


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Después de su frustrante participación en un golpe, y de la paliza que le propinan sus jefes, Sacchi decide establecerse en el negocio por su cuenta y riesgo. Un fragmento de la sinopsis del filme, disponible en la Wiki, puede servir para ilustrar el tono de este: “tras una amenaza de castración, el ladrón/secuestrador regresa a casa para violar a su novia.” Esa novia trabaja para un multimillonario al que Sacchi decide aliviar de la carga de algunos de sus activos huyendo con su hija. Antes siquiera de haber enviado una nota de rescate, Sacchi ha tenido tiempo de acuchillar a un policía para robarle unas liras y de forzar a un burguesito de buena familia a hacerle una mamada, tras irrumpir, armado con una pistola lubricante, en la fiesta de una casa de campo. Este puede ser un buen momento para mencionar que, con su peinado greñudo y sus gafas de aviador, Sacchi parece el vivo retrato de Liam Gallagher.


El comisario Walter Grandi, interpretado por Henry Silva, sigue el reguero de cadáveres que deja Sacchi a su paso, si bien el sistema judicial interfiere en su habilidad para castigar a los culpables y le obliga a situarse en el mismo lado que su odiada némesis. El poliziotteschi no solo fue un reflejo o una reacción al perverso sentido de la desesperación política en Italia, sino también una reacción a corrientes contemporáneas del cine popular, con Harry el sucio (1971) de Don Siegel como punto de referencia. (protagonizado ni más ni menos que por el icono leoniano del Hombre sin nombre, hay que señalar que Harry el sucio contribuyó a importar al cine americano el cinismo político del spaghetti western.) Mientras que el Harry Callahan de Eastwood vive acosado por el escrutinio de jueces que enseñan derecho en la Universidad de Berkeley, en el poliziotteschi el enemigo es la corrupción endémica que se ha extendido hasta los más altos niveles del gobierno, implicando al capitalismo, al clero y a sus aliados en el seno de la mafia. La totalidad de esa conspiración está brillantemente articulada en A cada cual, lo suyo -a quien piense que aquello era mera paranoia izquierdista, no le vendrá mal leer este resumen del proceso judicial Manos limpias. En esas circunstancias, la única justicia posible debe ejercerse desde fuera del sistema. Como al Comisario Grandi o a Harry Callahan, el personaje interpretado por Martin Balsam en Confesiones de un comisario (1971), de Damiano Damiani, encuentra en el cañón de su pistola la única ley posible, y en el asesinato a sangre fría la única manera de acabar con Luciano Catenacci, magnate de la construcción que ha eludido una y otra vez la cárcel. (Silva y Balsam eran ambos americanos; como en otras películas italianas de género, el poliziotteschi sirvió de refugio a aquellos actores que, a causa de su edad, del alcoholismo o del estancamiento laboral, hallaron fortuna a orillas del Tíber.)


Umberto Lenzi | Roma a mano armata

Damiani fue amigo de Pasolini y, como él, también friulano. Dirigió uno de los spaghetti western más abiertamente políticos, Yo soy la revolución (1966), así como la adaptación cinematográfica (1968) de El día de la lechuza, de Sciascia. (siempre me ha intrigado el título de un drama criminal de 1972 que Damiani rodó junto a Nero, que habría sido un perfecto subtítulo para estas series: El caso está cerrado, olvídelo.) Iniciado en el cine durante la posguerra, Damiani se curtió en el documental, y en la integración de elementos pseudo-documentales, como los titulares del Corriere della sera, que son una seña de identidad del poliziotteschi. Esto puede atribuirse al legado del neorrealismo, insoslayable en el cine italiano de posguerra -Carlo Lizzani, por ejemplo, fue ayudante de Rossellini, Giuseppe de Santis o Alberto Lattuada. Otros precedentes similares pueden hallarse en los noticiarios que encabezaban los noir americanos de los 40, a lo Anthony Mann en La brigada suicida (1947) o Richard Fleischer en Atrapado (1949), o en el periodismo de impacto que popularizó el cine mondo a partir de filmes como Mondo Cane (1962).


En cualquier caso, es muy típico del poliziotteschi arrancar las películas como si estuviese abriendo una ficha policial. Este, por ejemplo, es el texto que encabeza Corrupción de menores:


“Cada día escuchamos o leemos sobre sucesos brutales que parecen ocurrir sin una explicación lógica. Solo una reconstrucción fiel de esos acontecimientos puede arrojar un poco de luz a la dramática e inquietante verdad que se oculta detrás de ellos.”


Tras morir Sacchi retorciéndose entre un montón de basura en Milano odia, un rótulo previo a los títulos de crédito nos informa de que el Comisario Grandi fue encarcelado después de tomarse la justicia por su mano. Bandidos en Milán -en la que Milian interpreta al Comisario de policía y un volcánico Volonté al despiadado líder de una banda de atracadores de bancos- comienza con unos disturbios, narrados en un registro similar al del cinéma verité, para acto seguido incorporar una mezcla de titulares de prensa, imágenes de archivo, recreaciones de los acontecimientos y entrevistas, finalizando con el personaje de Milian dirigiéndose directamente a la cámara. El filme explica los acontecimientos que rodearon a un frustrado atraco a un banco en el que resultaron muertos 3 inocentes transeúntes; los detalles pertenecen a un caso real, ocurrido en septiembre de 1967, con Volonté interpretando a Piero Cavallero, el líder de la banda Cavallero, que arrasó con las cajas de seguridad de los bancos de Milán durante aquel año. A diferencia de Giulio Sacchi, Cavallero es lo suficientemente educado como para revestir con una pátina de política sus actividades delictivas. Ignorando los daños colaterales causados por sus delitos, Cavallero afirma: “En Vietnam ha muerto más gente asesinada durante este tiempo.” (Si alguna vez habéis escuchado aquel camelo que manifestaba Wes Craven en la época de La última casa a la izquierda, esto último os sonará familiar.) En su febril acumulación de evidencias condenatorias, en esas escenas que saltan entre diferentes localizaciones para subrayar la amplitud de la maldad criminal de la sociedad, Bandidos en Milán recuerda al trabajo de Kinji Fukasaku en el ciclo de películas yakuza de Battles Without Honor and Humanity, que empezaría a rodarse casi al mismo tiempo en la otra orilla del mundo. Más cerca de casa, sin embargo, se puede decir que sirvió para construir un puente entre el film inchiesta (películas de investigación) -el ejemplo más conocido es, probablemente, el Salvatore Giuliano (1962) de Francesco Rosi, aunque también Lizzani hiciese algunos filmes por su cuenta- y el poliziotteschi.


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Incluso el poliziotteschi que no incorpora abiertamente técnicas del documental o del noticiario, toma prestados elementos de la estética documental: Semáforo rojo contiene un puñado de escenas características del cine de Mario Bava, pero es justo señalar que durante gran parte de la película el director explora un estilo sensorial más inmediato. Si en La muchacha que sabía demasiado Bava dio rienda suelta a su personal reinterpretación de Hitchcock, Semáforo rojo es su Falso culpable. Su casi subjetiva crueldad profetiza el estilo directo y frontal del thriller contemporáneo -aunque lo que en Bava supone un ejercicio cinematográfico, en manos de mentes menos despiertas se convertirá en una rutina cada vez más desganada. El estilo del filme ha sido copiado hasta el infinito y absorbido por el lenguaje cinematográfico, pero esa repugnancia tan frontal e hiriente permanece intacta. Todavía podemos sentir la intensidad de los odios que mueven a sus personajes -aunque solo podamos llegar a ellos excavando a conciencia en sus raíces. La distancia es confusa, así como también reconfortante.



Esta es una traducción del artículo Poliziotteschi and Screening History, publicado originalmente en Film Comment en julio de 2014, y cuenta con el consentimiento de su autor y de su editora, Vicki Robinson, a quienes agradecemos su generosidad.



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