La semana del fin del mundo. Crónica del Festival de Sitges en siete movimientos | por Óscar Brox

A menudo, la obligación de volcar nuestras impresiones de un festival en un texto que agrupe las ideas centrales supone un esfuerzo para comprimir la experiencia -visual y, sobre todo, emocional- de unos días en las páginas de un relato. Escribo ahora unas líneas que durante las últimas semanas he sido incapaz de hilvanar. Como si me faltase una pieza para completar el cuadro, el recuerdo de Sitges ha ido ramificándose -enraizándose, sería mejor decir- en mi memoria. En esta edición centrada en el fin del mundo, me pregunto si redactar una crónica de todo lo que acontecido no es, en cierto modo, dar cuenta de ese final. La semana acaba, las vivencias cuajan en adioses, las palabras recuperan tímidamente algunos sentimientos. ¿Por dónde empezar?



Holy Motors

1.


Todo debería comenzar en una estación, frente al panel de información que señala que ya hay una vía habilitada para el tren de larga distancia. Un viaje, un deseo de estar cerca de aquellas imágenes que llevan días danzando en mi cabeza. Todavía es de noche y la ventana del tren no consigue capturar más que pequeñas ráfagas de luz, tan intensas como la cola de una estrella, que apenas pueden orientarme en la oscuridad. Sin embargo, en mitad de esa cascada multicolor, distingo un intenso color verde que me recuerda al neón que rotula los títulos de crédito de Holy Motors. Al pensar en la película de Carax, no recuerdo otro filme que haya esperado con tanto entusiasmo, como si buscase en ella el encanto perdido del cine. Más adelante, la propia obra creará una interesante dicotomía entre los que interpretan el elogio fúnebre de unas imágenes que han alcanzado su límite y quienes ven una reivindicación del poder de atracción de la imagen en movimiento. ¿De qué atracción hablamos?, me pregunta alguien. Le explico que durante todo el prólogo no he dejado de escuchar el sonido de unas olas que Carax introduce en escena. Como si de una obsesión se tratase, ese sonido parece recorrer cada historia que toma como canal el cuerpo del actor Denis Lavant. Relato tras relato, Carax plantea la búsqueda de una narración, exige la entrega a unas imágenes que no dejan de invocar nuestro deseo por seguir escuchando historias. En su pequeño formato, cada personaje que desfila frente a nosotros hace un poco más de espacio para habitar en las imágenes, para (re)vivir la calidez familiar que nos transmitían las narraciones. Pronto el sonido de las olas se convierte en ese remolino nervioso que notamos en la boca del estómago, que nos recuerda que el cine es un arte construido a partir de infinitas expresiones. Fúnebre o rabiosamente pasional, la última obra de Léos Carax nace de ese recuerdo.


Holy Motors

En el tren de camino a Sitges escribo una pregunta inicial en mi portátil: en lugar de recuperar el encanto perdido de la narración, ¿no debería desear el miedo, la sensación de volver a sentirme vulnerable frente a la pantalla? En el fondo, ambos son deseos complementarios, dos líneas destinadas a encontrarse en algún momento. Tal vez por eso, Maniac logra convocar ese sentimiento de terror primario puramente físico. Parapetado tras su formalismo, el remake de la película original de William Lustig sacrifica su atmósfera sucia y directa por la contundencia y la inmersión en primera persona. El cuerpo grotesco de Joe Spinell deja su lugar a las manos de Elijah Wood, a una mirada que recorre incansable cada palmo de la anatomía de sus víctimas. Alexandre Aja, productor e ideólogo, ha basado parte de su aventura americana en definir ese instante en el que el placer que sentimos ante un filme de horror choca violentamente con la náusea que lo interrumpe, que nos recuerda lo que estamos viendo. En Maniac, su director, Franck Khalfoun, construye cada escena con la pasión morbosa del mejor cine de Dario Argento. Tras cada víctima está la promesa de un asesinato lento y detallado, capaz de mezclar la lujuria estética de su puesta en escena con el cortocircuito moral de su catálogo de atrocidades. Si Piranha 3-D era una película de terror erótica, donde existía una fascinación malsana por la belleza de los cuerpos mutilados, Maniac es una película erótica de terror. Una pesadilla. Una historia que convoca con pulso brillante aquel juego entre sexo y muerte que Brian de Palma desataba en las imágenes de Vestida para matar. La fantasía de un terror que nunca cesa.


Maniac

Mientras termina el primer día, la realidad de ese fin del mundo se deja notar en la sala del cine. Don Coscarelli es uno de esos cineastas que, como el mejor Stuart Gordon, sabe cómo honrar al espíritu de la literatura de horror y al mismo tiempo sacarlo de sus casillas. En resumen, lo mismo que podríamos decir de los cómics EC. A diferencia de Gordon, Coscarelli nunca ha sabido ser pragmático, por lo que su carrera se ha medido a través de volantazos brillantes rodados ocasionalmente al margen de la industria. John dies at the end, su última película, invita desde el mismo título a pensar en un final, como si Coscarelli preparase cada historia como un epitafio posible de su renqueante trayectoria. Quizá por eso, el filme es una celebración desenfadada de lo que podemos entender por fantástico, un viaje continuo por las entrañas de lo sobrenatural donde nunca hay freno de emergencia. Construida como un improbable largo episodio piloto para una serie, John dies at the end sumerge la realidad alterada -en la línea de Lovecraft- que flota a nuestro alrededor en el corazón del relato de una amistad entre dos perdedores. Festiva y lúdica, la apuesta de Coscarelli nos invita a penetrar en esa vieja barraca de feria que alguna vez regentaron cineastas como William Castle o Curtis Harrington, donde el candor y la convicción de las historias contadas a la luz de una hoguera es lo único que puede morir al final de la película.


De noche, antes de dormir, intento escribir el primer balance. No encuentro las palabras para describir una obra como Compliance, que, paradójicamente, se apoya en la agresividad de sus diálogos. Al intentar resumir las impresiones de un primer día, encuentro que de una u otra manera he visto imágenes que afirman un deseo (en Holy Motors) y una pesadilla (en Maniac), pero también la confianza de una serie B perdida entre las numerosas olas que azotan al fantástico. Sin embargo, el filme de Craig Zobel parece ser el único que muestra dudas, fisuras, en su forma; que, a pesar de su milimétrica puesta en escena, se pregunta una y otra vez por su enfoque del relato. Hasta qué punto conviene enseñar, dónde debería cortarse una escena o un movimiento de cámara. Esa duda multiplica el efecto perturbador de su historia, en la que lo más inquietante consiste en el esfuerzo que todos sus personajes invierten en creer y asumir como razonables los disparates que, desde nuestra posición de espectadores, sabemos que cometen. A partir de esa premisa, Zobel consigue un resultado similar al de un subgénero como el Torture Porn: hay un punto en el que la película, a fuerza de violentar lo verosímil, anestesia el acento moral y consigue que continuemos el visionado. La puesta en escena se transforma en una broma macabra y la ejecución milimétrica atranca puertas y ventanas en una espectacular humillación de la que no sabemos cómo escapar.



siguiente columna
 
Cabin in the woods

2.


Otro día comienza con un cielo raso, en calma. Como al grupo de domingueros de La cabaña en el bosque, nunca sabes cuándo te están vigilando, qué porcentaje de tus acciones y decisiones ha sido absolutamente libre. Cada año, mi calendario de proyecciones es más limitado, reducido a las películas que me interesan y a aquellas que desconozco y me devuelven la sensación de probar a ver qué pasa. Con la película de Drew Goddard y Joss Whedon no hay lugar para este último sentimiento. Al contrario, cada minuto que pasa durante el visionado sientes que algo avanza, se acumula y espera a su definitiva explosión sobre la pantalla. En un momento en el que las mitologías del fantástico buscan su inyección de vitalidad en formas pretéritas -sobre todo, en las de cierto cine de los ’70-, el filme de Goddard es, literalmente, el informe forense del género practicado sobre la mesa de autopsias. Cada línea, cada arquetipo, cada relato posible habita en esa sala de operaciones donde un grupo de demiurgos controlan la línea del tiempo de sus protagonistas. Las tradiciones, la subversión, incluso la implosión de ese mismo género se suceden a medida que avanza la historia y participamos de todo lo que ocurre detrás de la cortina. Con toda la ironía del mundo, la película repasa las constantes del fantástico, sus imperativos, mientras reserva una bala de plata con la que aniquilarlos. Tal vez por eso, abrir literalmente la caja de Pandora que contiene a todas las criaturas monstruosas imaginables tiene un valor especial, puesto que dinamita ese muro de contención que impide el avance del fantástico; nos muestra otro camino posible en lo profundo del bosque del género.


Cabin in the woods

Frente a la sala de control que monitoriza la actividad de los personajes de La cabaña en el bosque, la mente creadora del demiurgo Kubrick en Room 237. Con el documental dirigido por Rodney Ascher recuerdo la inquietud del día anterior con Compliance. A partir de lo que tal vez pueda ser un error, un fallo de raccord o una situación imprevista, el filme desarrolla con mano maestra una serie de teorías que aportan su explicación a cada detalle, por muy descabellado que sea. Así, poco a poco Room 237 se transforma en la condición de posibilidad de la locura creativa de Kubrick, del control total sobre cada pequeño aspecto que rodea a su cine. Desde lo posmoderno, que advierte de la libertad que podemos tener para asociar/dar valor a un argumento, hasta la férrea convicción de que el error no entraba en esa lógica. El rostro de Kubrick, la distribución espacial del decorado, las diferentes interpretaciones de cada escena confluyen en un mosaico sobre el desafío de la creación y su búsqueda de sentido. De esta manera, en las imágenes de El resplandor reverbera la intensidad de un genio que, ante todo, nos recuerda que aquello no podía ser solo una película. Ha de haber algo más escondido, a la espera de ser descubierto.


Sightseers

Si algo nos ha enseñado el horror británico a lo largo de su historia es que, tarde o temprano, creador y criatura terminan en el mismo nivel de abyección. Le sucedía al Frankenstein de Peter Cushing y le sucede a la sociedad contemporánea, donde las imposturas son otras pero aún laten complejos y traumas. Si Creep era la versión bruta de la pesadilla de una pija en el metro y Eden Lake mostraba la enorme distancia entre clases sociales, Sightseers es un golpe al bajo vientre del costumbrismo rancio que fomenta comportamientos cada vez más anómalos. Ben Wheatley, su director, ha construido su filmografía a través de radiografías despiadadas de una clase social británica completamente narcotizada en sus pequeñas miserias. Como le sucedía al Edward Woodward de The Wicker Man, es necesario un tratamiento de shock con todo aquello reprimido por una moral caduca. Por eso, Sightseers deviene la figuración de ese shock que desata nuestros instintos más primarios y nos devuelve las porciones de vida adormecida entre taza de té y cuidado de las plantas interiores. El mérito del filme de Wheatley estriba en tener el mismo tacto con el tema que podía tener Dennis Potter cuando representaba el empoderamiento de la esposa abnegada con un baile de charlestón sobre el cadáver del difunto marido. O sea, ninguno. Así, con todo su potencial corrosivo, Sightseers narra el despertar de una auténtica máquina de matar en el singular cuerpo de una muchacha apocada que va a pasar unas vacaciones con su novio. El paisaje rocoso, yermo, que acoge su peculiar historia de amor, desnuda cada uno de los clichés mientras, entre la comedia negra y el ensayo social, construye esa otra imagen de la mujer que la moral británica se esfuerza en esconder bajo el felpudo.


Citadel

En paralelo a la lectura afilada de Ben Wheatley se erige Citadel, de Ciarán Foy. Quizá porque la sala de cine está medio vacía y, de repente, noto ese frío que remite a la ausencia de calor humano a mi alrededor, el mensaje de este filme irlandés cala aún más profundamente. El bloque de apartamentos, que tanta relación mantiene en el cine británico con el suburbio y las clases más desfavorecidas, es la cuna donde se alimenta el producto de nuestra sociedad. El terror. El protagonista, Tommy, sufre un pánico brutal ante la posibilidad de ser atacado una vez más por unos adolescentes que rodean el barrio. Tras la muerte de su mujer en un primer ataque y al cuidado de su bebé, Tommy no es capaz de liberar esa presión en algo que le permita seguir adelante. Foy, como si se tratase de un joven Paul Schrader, introduce la figura de un sacerdote que ayudará al protagonista en su catarsis purificadora. Ahí, precisamente, es donde Citadel dispara con precisión sobre los defectos de la sociedad. El sacerdote urde un plan para matar a toda esa prole de niños-monstruo que ha traído el terror, sabedor de que ese mismo terror procede de sus propias faltas, de los errores que nunca aceptaron. Al jugar con la ambigüedad moral que sugiere esa decisión, la película de Foy destapa con más violencia el trato perverso y maniqueo con que las generaciones pasadas tratan a las actuales. Sin embargo, el gran mérito del filme reside en su sombría lectura moral, en cómo el fuego puede con la palabra, la violencia con el entendimiento. Si hay una película que puede hacer justicia a la impotencia social que desencadenaron los disturbios ciudadanos de hace un par de años, seguramente se parece a Citadel.


siguiente columna
 

La sátira, el retrato cruel y el relativismo posmoderno se agolpan en la pantalla de mi ordenador. Lo primero que escribo para sintetizar la experiencia del día es que el mundo acabará a consecuencia de nuestra falta de empatía, de comprensión, que desencadenan a los monstruos que nuestra razón mantiene a raya. Por eso, me alegra interrumpir el diagnóstico que el festival lanza sobre nuestro presente para concederle un poco de espacio a 10+10, el filme colectivo orquestado por Hou Hsiao-Hsien. Entre la tradición y la modernidad, el costumbrismo y el cosmopolitismo, la necesidad de recuperar unas raíces o de asimilarnos culturalmente a lo global, el proyecto ofrece una de las miradas más hermosas sobre el sentimiento de herencia. La belle epoque, el segmento realizado por el propio Hou, describe en apenas unos minutos todo ese conglomerado cultural que encaja en su interior la historia de Taiwán: un viejo árbol que hunde sus raíces, la casa familiar que ha vivido cada periodo, las generaciones que celebran una comida y el broche que pasa de una mano a la otra conservando su valor emocional. Con pequeñas pinceladas, Hou pinta la importancia del arraigo sobre una cultura que, en primera instancia, nace y vive a través de nosotros mismos, en el único lugar donde la belleza todavía es posible.



Lords of Salem

3.


Apoyado sobre el respaldo de la silla, me preparo para escribir una entrada a propósito de Rob Zombie. Frente a otros colegas de generación, apunto, Zombie tiene la ventaja de haber explotado durante su carrera musical toda una serie de elementos estéticos y narrativos que más tarde ha importado a su cine. Con el objetivo puesto en esa constelación que abarca el horror de la Universal, los monstruos sagrados o el cine más sórdido de los ’70, Zombie ha reunido una colección de postales que le han servido para erigir su visión del fantástico contemporáneo. Sin embargo, Lords of Salem se anuncia como otro comienzo, tras agotar las sagas de Halloween y los Firefly. Las pocas imágenes que se han filtrado advierten de un filme que podría ser a su filmografía lo que Ludwig a la de Visconti: un espectáculo barroco, ambicioso, sin miedo a filmar hasta la última expresión de un relato en el que la brujería se da la mano con el satanismo. Mientras escribo esto último, no puedo evitar traer a la mente el secreto deseo de que Zombie haya elevado su peldaño artístico y complete un filme a lo Ken Russell; algo turbulento, desconcertante, excesivo. En definitiva, algo que nos enseñe la potencia estética que su puesta en escena ha derramado en imaginarios como los de Michael Myers o Los renegados del diablo.


Cuando las luces se apagan, un breve prólogo nos sitúa en la época de la caza de brujas. La fuerza compositiva del cuadro me recuerda que Zombie es un cineasta de gestos: la bruja que controla el aquelarre lame el cuerpo del recién nacido mientras invoca al demonio; la capa de mugre de las mujeres parece una segunda piel que las aísla de cualquier momento de cordura. Definitivamente, nos encontramos en territorio Zombie. Sin embargo, en un requiebro, el cineasta estadounidense elige la narración en lugar de los gestos y las imágenes, que aparecerán como fogonazos a medida que avance la historia. El paisaje gris plomizo cobija la existencia vacía de una locutora de radio que, poco a poco, va perdiendo contacto con la realidad. A pesar del riesgo implícito, Zombie no consigue mantener la fuerza del relato mientras describe con calma a la heroína de su cuento. En paralelo, la música de los señores de Salem se incrusta en nuestros oídos como parte de esa ceremonia macabra que está larvándose en el interior del filme. En un momento de genio, Zombie funde sin solución de continuidad el débil hilo que nos mantiene en contacto con la realidad con la pesadilla brutal que aguarda al otro lado. Así, la visión de esa deslumbrante capilla en la que aguarda el mal absoluto es, tal vez, la imagen más extraordinaria filmada por su realizador. Destruida toda certidumbre, el personaje de Sheri Moon avanza hipnotizada hacia su desintegración, como en el mejor cine fantástico italiano, donde los personajes quedan literalmente absorbidos por un paisaje pesadillesco. La película concluye como un mal sueño, un episodio inexplicable que, en pleno bajón alucinógeno, nos libera con ese sentimiento de nudo en el estómago. Sabemos lo que hemos visto, pero echamos de menos algo entre lo que hemos visto.


Lords of Salem

La brisa suave de media mañana no evita que me sienta decepcionado, tal vez porque Lords of Salem, a diferencia de otras películas, sabe cómo jugar con el interés del espectador y sus expectativas. Donde Zombie podría haber desatado un maximalismo estético, lleno de imágenes poderosas que fulminasen nuestra retina, queda la sensación de haber presenciado una historia pequeña que lentamente se desarrolla hasta atraparnos en su interior. La música de Salem, un bucle monocorde, me persigue durante toda la mañana; me invita a seguir pensando en un filme que, por primera vez en todo el festival, me ha generado una sensación de perplejidad. Tal vez ese quiebro sobre las expectativas sea la forma perfecta de definir ese otro mundo, el del imaginario del horror patentado por Rob Zombie, que en algún momento debía llegar a su fin. Aquí comienza una nueva historia.


Precisamente, Alois Nebel, una película de animación checa, abandera justo lo contrario: cuando el trauma permanece, no puede comenzar una nueva historia. Todos los días es el fin del mundo. El ferrocarril concita tradicionalmente la idea de unión. El tren recorre diferentes estaciones de la zona comunicándolas a través del comercio, la información o el trabajo. También la tragedia. Basta recordar el papel que tuvo la línea ferroviaria al conducir a los deportados hacia los campos de concentración y exterminio. Todo, de alguna manera, queda marcado en esa línea de comunicación. El tiempo pasa, pero las vías permanecen, nos recuerdan el uso que han tenido en ese pasado, la herida que creemos haber cicatrizado y que, día tras día, amplía un poco más sus dimensiones. El uso del blanco y negro aumenta el sentimiento de asfixia que contamina a la pequeña comunidad protagonista. Como una cárcel sin barras, el microcosmos de personajes ha envejecido sabiendo de las cuentas pendientes que la vida no ha cerrado con ellos. Por eso, la película de Tomás Lunák debería entenderse como la crónica del cierre de esa herida, del trauma que ha caído a plomo sobre las espaldas del minúsculo pueblo checo. Otro fin del mundo, sí, cuando los verdugos paguen por sus pecados. Pero este es, a diferencia de los anteriores, el único final que permite que hagamos nuestra vida y la memoria de los muertos descanse en paz.


La frialdad expositiva de la película checa contrasta con la calidez familiar de Safety not Guaranteed, de Colin Trevorrow. Nada más acabar la proyección, pienso que la historia es como esa música de inspiración retro: hay algo en nosotros que nos anima a excavar en el pasado y tratar de construir nuestro presente con piezas que creíamos perdidas o inutilizadas. En realidad, el filme de Trevorrow coquetea tangencialmente con el fantástico, en forma de una hipotética máquina del tiempo, mientras se dedica a arreglar las vidas desajustadas de sus personajes. Lo que hace que película e intenciones no naufraguen es, ante todo, la vocación de su director de tratar con respeto a los personajes, ya sean unos egoístas o simplemente disfuncionales. Nada más acabar la proyección, me pregunto qué relación puede tener esta película con el tema central que ha elegido el festival para esta edición. La respuesta llegará días después, durante la vuelta a casa, cuando desee mi propia máquina del tiempo para volver de nuevo al primer día. A veces, la realidad no nos proporciona aquellos mimbres que nos gustaría tener; mimbres emocionales que en algún lugar del pasado nos hicieron felices. No podemos evitar la tentación de pensar qué sería de nuestro presente si pudiésemos rescatar del fuego del tiempo aquellas piezas que construyeron nuestra felicidad. Por eso, no podemos culparnos cuando a menudo queremos reprimir la sensación de melancolía ante un pasado que acaba, que nos gustaría recorrer o alterar con una máquina del tiempo. Como las buenas canciones retro, Safety not Guaranteed nos enseña una vía para construir nuestro presente sin para ello sacrificar ese mundo que nos ha traído hasta aquí.


Quizá el caramelo indie de Colin Trevorrow me ha dejado con cierta nostalgia, ahora siento que los días pasan más rápido y las despedidas se acercan. El espacio para la crónica del día me concede un hueco para escribir unas líneas sobre Despite the Gods, el documental de Penny Vozniak sobre el accidentado rodaje de un filme de Jennifer Lynch en la India. En él presenciamos otra clase de apocalipsis, aquel que derrumba el sueño de una directora que trata de levantar su producción para encontrar entre los escombros a la mujer que rehace su vida tras años sin saber dónde buscarla.


siguiente columna
 
Antiviral

4.


Los días pasan cada vez más rápido, consumidos tras largas sesiones de cine, mientras la semana del fin del mundo aguarda su conclusión. Cuando la proyección de Cosmópolis da inicio, las manchas que imitan el action painting de Pollock podrían reflejar nuestras constantes vitales alteradas. En su lugar, manifiestan el flujo intermitente del capital financiero. Ante la adaptación literaria de la obra de Don DeLillo, David Cronenberg deposita todo su esfuerzo en llevar un trasvase que comunique el colapso del capital tecnofinanciero con el colapso del sujeto contemporáneo. Cobijado en su limusina, Eric Packer recibe los inputs de una sociedad que observa desde la distancia, a través de la realidad multipantalla. El erotismo del valor moral de la bolsa -la ambición, el poder, el dominio- cede su lugar a un escenario preciso y frío donde la alta tecnología y los flujos de dinero inspiran sentimientos más lúbricos que esos cuerpos lánguidos que pasean su vacío de una punta a la otra de la ciudad. Como en anteriores adaptaciones, Cronenberg utiliza el material original como punto de partida para hilvanar su reflexión. Así, Cosmópolis deviene un informe desde el ojo del huracán de una condición humana que intuye la eventual pérdida de su capital emocional. Humanos, menos humanos.


Sentado en uno de los miradores junto a la playa, sigo pensando en Cronenberg. Recuerdo que en una entrevista con Eduard Punset afirmaba ser algo así como un científico loco cuyo laboratorio es la vida. Aquellas palabras me llevan a pensar en el grado de alienación que un creador puede mostrar con su creación, cómo el arte es capaz de desarrollar una especie de impermeable que nos aísla en nuestro universo. Algo de esa idea me viene a la mente con Berberian Sound Studio, de Peter Strickland. Allí, las constantes del giallo aparecen atomizadas como botones en la mesa de sonido del ingeniero que interpreta Toby Jones. Encargado de ilustrar cada pasaje sonoro de una película de asesinatos, Gilderoy da forma a todo ese ambiente malsano que se pone en escena. El demente apuñala a una de sus víctimas y el ingeniero consigna la autenticidad de ese asesinato con un sonido que nos lo confirme. Así, sonido a sonido va creando un universo con identidad propia en el que, como el David Hemmings de Blow Up, acaba absorbido, contagiado. La realidad desboca sus cauces y Gilderoy la mezcla con los efectos de ficción de su ámbito de trabajo. La diferencia con Impacto, el otro gran filme con el sonido como protagonista, es que Strickland no sella el final de su ficción con el grito real que valide todo lo que ha sucedido y cierre la pesadilla. Al contrario, Gilderoy desciende, alienado por su universo de sonidos y recursos, a una pesadilla en la que ya no hay marcha atrás. Su mundo acaba aislándole del nuestro.


Antiviral

Curiosamente, cada vez que hablamos del sentimiento de soledad, en lo primero que pensamos es en la simulación de compañía que proporciona la vida 2.0. Somos lo que experimentamos en red, aquello que acumulamos en nuestra interacción con diferentes perfiles, que nos acercan una colmena de realidades a nuestra disposición. Sin embargo, la identidad individual se resiente ante la ansiedad del seudónimo o del anonimato, ante las reglas que sustentan a Internet. Antiviral, el debut cinematográfico de Brandon Cronenberg, podría hablar de entornos virtuales y perfiles mutantes. Pero traslada todo el peso de esa reflexión hacia un objetivo mayor: mostrar la necesidad que tenemos de hacer más permeable nuestro mundo -identidad, vida, emociones- con el del resto. Aquí es la adoración enfermiza por los famosos la que lleva a una corporación a abastecer a sus compradores con las enfermedades y bacterias que consumen a sus ídolos. De esta manera, seguidor y estrella tienen en común, como un extraño vínculo sanguíneo, la dolencia que distingue su realidad. A partir de esta apasionante premisa, Cronenberg disecciona la vida anónima de un encargado de suministrar las enfermedades y su dependencia psicológica con una de las famosas a las que ha tratado. Parábola salvaje de la soledad contemporánea, Antiviral detalla los vanos esfuerzos que realizamos para estar más cerca de alguien. Mientras las emociones se extinguen y las palabras marchitan su valor, las bacterias y gérmenes son los únicos elementos que nos proporcionan un lugar en el que encontrarnos y compartir algo en común. Por eso, no puede ser más elocuente la imagen final en el que el cuerpo de Hannah, la estrella efímera del momento, deformado por su tratamiento post-mortem, descansa en un tanque ante la mirada consoladora de Syd. La extraña ternura que emana de ese encuentro final, toda una poética de la carne enferma, nos invita a reflexionar sobre la dificultad para relacionarnos que revelamos en nuestra existencia cotidiana.



Sightseers

5.


Algo está cambiando en Sitges, escribo en mi portátil. Tras una mitad de festival en la que los nexos de unión con el fin del mundo parecían evidentes, la colección de filmes que pueblan esta segunda parte parece buscar lo contrario. Así sucede con Grabbers, de Jon Wright. Un pequeño pueblo costero británico sufre el ataque de un monstruo surgido del mar. De vocación carpenteriana, el prólogo presenta una situación que, según el momento de los ’80, uno podría imaginar surgida de la productora Amblin o de la serie B más nostálgica. Más allá de la premisa, Wright quiere devolvernos el encanto de un cine que, salvo excepciones aisladas, ha dejado de tener una presencia real en las pantallas. Lejos de la nostalgia idiota,  Grabbers sabe cómo jugar con los arquetipos de aquella época mientras, en paralelo, los subvierte con inteligencia. Así, el héroe del filme es un policía alcohólico que debe frenar la amenaza emborrachándose, porque solo de esa forma pueden contener a la criatura. Quizá por su gesto de rebeldía, uno piensa que Grabbers es ese intento por reanimar el espíritu de los ’80 con sus mismas armas. En lugar de apostar por la ironía o por la complacencia de guiñar el ojo al espectador, plantea una ficción honesta que reivindica con su gesto el valor de la narración.


Con Tulpa, de Federico Zampaglione, la situación es parecida. Imaginemos un examen de clase que nos pide responder a la siguiente pregunta: ¿es posible rodar un giallo en la actualidad? Zampaglione se propone rebuscar en la cultura popular italiana aquellas constantes que nutrieron al subgénero. Así, diseña su película con la mente puesta en las edificaciones frías e inmensas que Argento encontró a través de la pintura de Giorgio de Chirico; recurre a una banda sonora que canalice el espíritu seductor y, a la vez, contundente del asesino que vigila a sus víctimas; desea imbuirse del carácter expeditivo que filma cada asesinato como si se tratase de una escena de amor. Sobre el papel, hay que reconocer que Zampaglione consigue resucitar por momentos el shock estético del giallo. Sin embargo, Tulpa es una película irregular en la que se echa de menos el exceso, el erotismo visual que conducía aquellas historias hasta el frenesí. Cuando salgo de la proyección, un amigo me explica que esas carencias no son defectos, sino huellas de la imposibilidad de resucitar un cine cuyo arrebato estético ha quedado embalsamado en el tiempo.


siguiente columna
 

De madrugada, tras un día lluvioso y desangelado, repesco este último pensamiento durante la proyección de La memoria del muerto, de Javier Diment. La película arranca con el deseo de devolver la vida a un fallecido. Aislados en una casa, su grupo de amigos evoca los recuerdos de los momentos que compartieron en vida. Presas de una catarsis colectiva, los habitantes de la casa quedan encerrados en una suerte de espacio entre el mundo de los vivos y el más allá, que la esposa del muerto utilizará para reclamar su regreso. Diment narra los primeros compases como si se tratase de un drama donde lo sobrenatural da pie a revivir los traumas reprimidos de cada uno de los personajes del grupo. Pero, a medida que avanza el relato, el drama deja su lugar a una película de género, donde la identidad del asesino que elimina a cada uno de los protagonistas se entremezcla con las alucinaciones que les transportan hasta los episodios negros de su pasado. Lo mejor que puede decirse de La memoria del muerto es que sabe cómo jugar con cada uno de los tópicos que construyen su trama. Tan disparatada como el giallo y tan brusca como un thriller de los ’70, la película de Diment dinamita, en su último tercio, todo rastro de drama para lanzar una serie de golpes bajos al espectador. Su loco final, tan altanero como el de Bahía de sangre de Bava, nos recuerda que a veces la mejor respuesta a la seriedad y el rigor del género es la detonación de sus lugares comunes.



Maniac

6.


Cansado, con la cabeza demasiado ocupada por las imágenes amontonadas de películas que no he terminado de procesar, escribo que también Sitges ha ofrecido una serie de filmes donde los lugares comunes estaban en el centro de la diana. Wrong, de Quentin Dupieux, podría clasificarse como un catálogo de clichés, una descomposición de arquetipos de género -esta vez, de literatura negra- que el cineasta francés reordena a placer para considerar su vigencia. Un perro robado desencadena la acción de la película, esto es, un cúmulo de situaciones estrambóticas cuyo propósito central es demostrar cómo incluso equivocándonos somos capaces de llegar a la solución. Ante esta conclusión, alguien podría pensar que Dupieux critica la excesiva codificación de los relatos y lo enormemente difícil que resulta obtener unas premisas alternativas para llegar a una conclusión diferente. Hagamos lo que hagamos siempre encontramos al perro perdido. Me dan ganas de borrar lo que acabo de escribir y rellenar el hueco del párrafo alabando la estética cuidada y la gracia tonta que irradia cada situación del guion. Pero, por un momento, me detengo y pienso si con ese cambio no llegaría a la misma conclusión sobre la película.


V/H/S parte de un lugar común tradicional, las mitologías del fantástico, a través de un lugar común estético, el metraje encontrado como figura de estilo. La grabación tosca y feísta, con esa imagen crepitante y borrosa, es un recurso efectivo que permite al colectivo de cineastas tras la cámara realizar un interesante estudio sobre lo que queda del viejo fantástico. Particularmente interesante es el último episodio, dirigido por Radio Silence, en el que el espíritu de la concreción narrativa a lo Amicus contagia un pequeño relato con casa encantada y culto satánico. Lo valioso de V/H/S se halla en su rol de campo de entrenamiento para que la generación de cineastas que comprende a nombres como Adam Wingard o Ti West tenga la posibilidad de narrar, desde los márgenes, aquellas historias que la industria del fantástico ha olvidado en su obsesión por exprimir los nuevos formatos del horror. Así, V/H/S hace de un lugar común estético la hipótesis para revisar un lugar común tradicional. En ambos casos, con la inteligencia de dirigir toda la atención a lo narrado.


Frente a Wrong y V/H/S, Sinister podría parecer la obra más convencional. Su director, Scott Derrickson, funciona más por buenas ideas que por buenos resultados. Pero, para la sorpresa de todos, su último filme tiene el arranque más perturbador del festival, una grabación casera en Super 8 que describe el ahorcamiento de una familia. A renglón seguido, Ellison Oswalt, un escritor de ensayos sobre crímenes, canalizará la fascinación que el impacto de esa filmación ha ejercido en nosotros. Por encima de su desarrollo clásico, Sinister despliega una potente reflexión sobre el poder contaminante de la imagen. Pegado a cada grabación que encuentra su protagonista, el filme elabora pacientemente un relato de terror donde el eco de horrores pasados contamina el presente. La imagen desgastada y temblorosa de cada Super 8 captura a Ellison como un virus que se extiende por el organismo, donde cada rastro que esconde la resolución y los píxeles responde al shock terrible que alberga el visionado obsesivo de los asesinatos. En su mayor acierto como realizador, Derrickson establece una comunicación directa entre lo narrado -las grabaciones- y lo que se está narrando, consciente de que las imágenes del horror brutal parasitan cualquier lugar a salvo. Así, el espacio familiar, tradicionalmente consagrado como seguro, se transmuta en la condición de posibilidad para expandir el terror escondido en la imagen. Y Sinister se erige en un tratado sobre la pervivencia de ese horror.




Citadel

7.


El último día en Sitges me deja con la sensación de haber presenciado el combate entre dos olas del fantástico, las que afirman el fin del mundo y las que ponen todos sus medios para evitarlo. Tanto es así que, mientras escribo las últimas reflexiones de mi crónica, me pregunto si no debería tomar partido en ese conflicto. Para ello no se me ocurre mejor película que Seven Psychopaths, de Martin McDonagh -paradójicamente, la única que no es fantástica. Cuando pienso en qué decir sobre el filme, me viene a la cabeza una charla de Enrique Vila-Matas en la que para hablar de Herman Melville primero presenta al vigilante del cementerio donde se encuentra la tumba de Moby Dick. A Seven Psychopaths le sucede algo parecido: para encontrar su historia, antes debe recorrer los meandros de todos los relatos posibles que contiene. A veces, una narración oral se convierte en un testimonio real; en otras, la percepción de lo que tenemos como real no es más que una capa superficial que esconde más de un secreto. Con su relato dividido por capas, McDonagh inyecta un vigor adicional a unas imágenes que invitan al espectador a seguirle el juego, a no tomárselo demasiado en serio, a empatizar con los personajes o a perderlos de vista. Todo en Seven Psychopaths dispara hacia la dirección menos sospechada, quizá porque es el único camino que conocemos para llegar adonde queremos. Esa alegría que transmite la película, donde las posibilidades de fabular, de llevarnos por cualquier lado, son incesantes, me recuerda que ahí es donde reside lo mejor del fantástico. En el gesto de enseñarnos cómo las imágenes sobreviven a cada apocalipsis, rehuyen cristalizar en episodios de melancolía y se rebelan contra los lugares comunes que trazan senderos narrativos por defecto.


A pesar de mis esfuerzos por detener el tiempo, la semana del fin del mundo cumple su último día. Otra historia comienza en una estación, frente al panel de información que señala que ya hay una vía habilitada para el tren de larga distancia. Me acomodo en mi asiento y enciendo el portátil. La pantalla está poblada de archivos de texto donde he ido volcando impresiones aisladas del festival, un recorrido más sentimental que crítico de todo lo vivido durante estos días. Pienso que no voy a ser capaz de dar forma al amasijo de experiencias que han hecho posible este año, que las imágenes se esfumarán tarde o temprano mientras intento cazarlas con descripciones aproximadas. Sentado frente al ordenador comienzo a escribir la crónica, un repaso donde espero que el análisis no obstruya la importancia de los sentimientos vividos. Cuando escribo el último punto, un mundo acaba.



comentar en el blog volver al índice