La distancia al filmar. Correspondencia entre Jaime Rosales y Wang Bing | por Paula Arantzazu Ruiz y Diego Salgado

Querido Diego:


Tenía que haber sido a través de las manos de Javi, pero finalmente me llegaron las correspondencias entre Wang Bing y Jaime Rosales vía postal: abrir el buzón de mi casa de mi nueva ciudad y leer rubricado en el remitente tu nombre. Gracias. Me he pasado este último mes en tránsito, con lo que ver la primera carta ubicada en la T4 de Barajas me ha provocado una emoción entre la angustia y la nostalgia. Viajes, cambios. Pero la misiva de Rosales no trata de eso. La cámara del cineasta gira y gira por la puerta J50, deteniéndose en el paisaje humano de la terminal, encerrado en cristaleras, rellenando el tiempo de espera, el tiempo de ocio. El tiempo de no hacer nada, registrado en teleobjetivo, desde el escondite, como si observar esos minutos livianos tuviera algo de prohibido. Entones he pensado en que mañana es día de elecciones y en estos meses de recortes. Meses severos. Y he pensado en lo opulentos que fuimos, más bien, en lo opulentos que fueron algunos.


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Buenas tardes, Paula.


Me cuentas que disfrutaste de T-4 Barajas Puerta 50 (abril de 2009) en la misma terminal donde rodó Jaime Rosales su primera entrega de la correspondencia audiovisual que ha mantenido con Wang Bing. Y que te debatiste durante su visionado entre la nostalgia y la preocupación por el futuro. Yo te contesto también en tránsito, siquiera doméstico: desde uno de esos Cercanías donde paso a diario parte considerable de mi tiempo.


Imagino al leerte que paseabas esperando tu vuelo una mirada sensible y a la vez distanciada, como la de Rosales en su cortometraje o en Tiro en la cabeza (2008), por cuerpos y rostros; te he imaginado esforzándote por hallar en sus expresiones un eco a tus inquietudes, una respuesta a tus desvelos, una comunión real entre los bastidores de ese paisanaje humano al que tú misma, pese al palpitar de todos tus sentidos, contribuías como figura.


Por mi parte, intento ligar la respuesta de Bing a Rosales, Happy Valley (mayo de 2009), a lo que me ofrece un vagón lleno a reventar de oficinistas, machacas y estudiantes. ¿En qué se parecen los escasos habitantes de un pueblo chino perdido entre montañas y quienes me rodean? ¿Y cómo interpretar mi papel, nuestro papel, tan poco natural, en la interpretación de Wang, Rosales, nuestro tiempo?


Me viene a la memoria otra realización de Bing, Tie Xi Qu (2003). Sus minutos primeros muestran cómo viaja en tren hasta un complejo industrial cuya decadencia e infrahumanas condiciones de trabajo simbolizan las traumáticas transformaciones que están experimentando la sociedad y la economía china.


Como es habitual en él, Bing nos revela de entrada el artificio cinematográfico que alberga su empresa y, a la vez, nos va acostumbrando a ser partícipes invisibles de un documento tan puro y sin adulterar, tan insoportablemente tangible en su exégesis muda del esfuerzo al límite de las fuerzas, las nulas condiciones de seguridad, el poder opresor del hierro y el acero, las confesiones angustiadas que, por comparación, el ascetismo de Rosales pasa a ser artificioso.


Muy diferente es el espectáculo que brinda el vagón en que viajo. Y escribo espectáculo porque, empezando por mi atención obsesiva y excluyente a lo que redacto y vas a leer, pasando por el desprecio a que los pasajeros someten a los descampados, los polígonos industriales y los campos baldíos que atravesamos, y concluyendo por los infinitos juguetes tecnológicos que nos alienan del lugar concreto en el que hemos abandonado nuestros cuerpos, todo en este tiempo y espacio desde el que trato de comunicarme contigo es una puesta en escena. Un teatrillo, un holograma. El vagón, en el fondo, está vacío.


Concluyes tu primera intervención, Paula, reflexionando sobre la opulencia en que algunos estuvieron instalados hasta que se ha abatido sobre nosotros la presente recesión. Pero la opulencia, como nos recuerda la Real Academia de la Lengua, no es únicamente la “riqueza y sobra de bienes” sino, también, la “sobreabundancia de cualquier otra cosa”.


A tenor del olvido en que hemos sumido en los últimos años a lo material, al suelo que pisamos, al precio humano que se han cobrado la fabricación del tren que me transporta y el portátil desde el que divago y la ropa que vestimos, todos hemos nadado en una sobreabundancia virtual. Solo unos pocos, Bing y Rosales entre ellos, han atinado a recordar que existía y existe una tierra firme desde la que todo parte y a la que antes o después hemos de regresar. La pregunta ahora es, ¿nos hemos alejado tanto los demás de esa tierra que no nos queda otra que ahogarnos?


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Querido Diego:


Han pasado ya un par de meses desde tus últimas palabras. Te escribo ahora ya instalada en Madrid, sin ese tránsito tan incómodo pero tan necesario, sin esa necesidad de encontrar una imagen que lo defina. Me sucedió algo parecido en el primer visionado de estas Correspondencias: estaba tan ansiosa por encontrar una imagen que de repente sentí cierta descompensación. Entre el material de Rosales y Wang, entre el recorrido de uno y otro. Quizá esa descompensación estaba íntimamente ligada a un sentimiento profundo.


Desde mi ventana veo los cielos casi púrpura, en ocasiones rojo, que me brinda la ciudad cuando amanece y durante el crepúsculo. No son tan intensos como la tierra de cobre filmada por Rosales, ese paisaje en ruinas donde sólo hay lugar para el viento y la arena y que conduce al campo santo. La mina de Rosales de repente se me antoja muy, demasiado cercana al primer video del cineasta español: creo no hallar diferencias entre los rostros inanes de la terminal del aeropuerto y esas rocas erosionadas por la explotación minera. Aquí, en esta segunda pieza, ya no hay distancia. Si te preguntabas antes si lo único que quedaba era ahogarnos en la tierra, como principio y como final inexorable, yo, por el contrario, me interrogo por las razones por las que nos resulta más fácil acercarnos a las piedras antes que a las personas. Tú ves la tierra como materia y origen, yo siento un final. ¿Tiene que haber distancia a la hora de filmar la muerte o ha de implicarse la cámara y registrar no ya lo vivo, sino el cadáver, no al museo de los muertos, sino al cuerpo sin vida? Hace un tiempo que pienso en esto: si existe ese compromiso a ultranza a la hora de empuñar la cámara.


Había una imagen en la pieza de Bing que me impactó sobremanera y que sin siquiera haberla vuelto a ver regresa sin cesar a mi cabeza: un niño yace ¿vivo, muerto, por placer, agotado? en la vera de un río. Rosales también rueda un río en una zona consumida, un escenario de degradados metálicos, pero esa imagen, aun con la fascinación por esa basura oxidada, pierde consistencia en comparación con la del cineasta chino. Regresa a mí entonces esa idea de la distancia con las personas y la cercanía con las piedras. Si tuviera que concluir, porque a veces uno tiene que dejar las cosas conclusas, diría que veo a Rosales como el señor al que filma en el museo delante de una maqueta: el paisaje es su escenario, la mina, el río, los vagones degradados, los viejos en la tienda, inertes…, con todo dispuesto para ser filmado a excepción del movimiento y la vida. Me entristece dudar si de lo que está hablando Rosales es de la tierra o de un decorado.


Mañana se celebran varias manifestaciones por la reforma laboral planteada por el nuevo gobierno de la derecha. No sé si esperar otra representación más o si será una demostración real de enfado.


Afectuosamente,


Paula.


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Buenos días, Paula.


Expresas en tu última misiva la duda en torno a si Rosales está hablando “de la tierra o de un decorado”. Y, en el tiempo que ha ido transcurriendo entre nuestras cartas, esa duda se ha extendido a todos nosotros: ¿En qué nos movíamos, sino en un decorado, hasta que, como nos ha explicado Take Shelter, nos hemos visto obligados a habitar la intemperie, el desierto de lo real?


Resulta pasmoso descubrir que nuestra correspondencia sobre Rosales y Bing, que en principio podía interpretarse como una comparativa entre quien, como el director español, se ve obligado a tratar de llegar a alguna verdad apelando a imágenes referenciales, a la recreación de lo que una vez fue, y el chino, que apela de una manera elemental a lo que tú defines como “el movimiento y la vida”, se ha convertido en otra cosa.


Algo que siento como un viaje de uno a otro. Y no en el sentido esperado, es decir, de lo primario que representa Bing a lo sofisticado que representa Rosales. Sino, muy al contrario, el viaje a ninguna parte (en el mejor de los sentidos) que va de un museo o una maqueta a la vera de un río. Un viaje que ya hemos emprendido todos y cada uno de nosotros y para el que no sabemos si llevamos las alforjas adecuadas, si estamos preparados.


Ahora de pronto hay problemas, tenemos la constancia de un universo dolorosamente físico del que todo ha surgido y en el que todo desembocará, en el que precisará atención todo aquello que hemos procurado soslayar mañana, tarde y noche bajo disfraces: nosotros mismos. Produce algo de vértigo pensar que, hasta hace bien poco, habitábamos las imágenes de Rosales, éramos los visitantes de museos y las figuritas plásticas de las maquetas, y ahora hemos pasado a ser los protagonistas de las imágenes de Bing.


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