Entre dos Américas
La historia es conocida: el 21 de abril de 2004, la especialista de carga Tami Silicio fue despedida por la Maytag Aircraft Corporation, empresa contratada por el gobierno de los Estados Unidos para gestionar los traslados de cargamento en el aeropuerto de Kuwait. La Sra. Silicio fue acusada de violar las normas de operación pactadas entre la compañía y las autoridades norteamericanas, tras revelarse como la autora de una polémica fotografía publicada días antes por el Seattle Times. Lo censurable de aquella foto consistía en varios féretros de soldados muertos en la guerra de Irak, alineados y dispuestos ceremoniosamente a lo largo del compartimento de cola de un avión de transporte. (1) Según sus palabras, la imagen no fue tomada con ánimo de crítica, sino de dar cuenta del respeto de las Fuerzas Armadas hacia los combatientes caídos; su efecto más palpable, no obstante, fue forzar el test de Dover (2) que la administración Bush había venido demorando en lo posible, (3) extendiendo a la esfera pública el cuestionamiento de los nuevos valores patrióticos secundados desde el poder.
Por otro lado, el senador de Illinois en esa misma época, un Barack Obama desconocido para la mayoría de los ciudadanos, concentraba sus esfuerzos en dar el salto a la política nacional a través de su candidatura al Senado de los Estados Unidos. Entre sus credenciales destacaba un proyecto de ley —aprobado durante los prolegómenos de la invasión de Irak— que regulaba las actuaciones de la policía de Illinois, estableciendo la obligación de grabar en vídeo los interrogatorios a sospechosos de homicidio. (4) Lo que se pretendía con esta medida era reducir el número de denuncias falsas que daban lugar a procesos concluyentes en pena de muerte para el reo, así como asegurar la legitimidad de las declaraciones obtenidas de cara al juicio.
Sus diferentes ámbitos (defensa y seguridad) y niveles de aplicación (federal y estatal) no permiten un juicio comparativo de los hechos referidos en el plano estrictamente político, pero sí de las respectivas visiones de Estado subyacentes a cada uno. Si partimos de lo que tienen en común, además de conformar uno de los ejes en los que se midieron recientemente los aspirantes a presidir la nación, los dos ejemplos ilustran la importancia que ha cobrado en los últimos años la política de la imagen respecto a la que atañe directamente a la praxis. En concreto, durante el largo periodo en que se ha ido incubando el huevo de los préstamos subprime, buena parte de los problemas de Occidente se han vinculado a la defensa de la libertad y la seguridad, cuestiones supeditadas a la percepción de la ciudadanía de una realidad más allá de su contexto cotidiano. Obedeciendo a esta prevalencia de lo intuitivo sobre lo lógico, y dejando a los sociólogos la inabarcable tarea de ponderar los demás factores, desde nuestro presente podemos apuntar a la experiencia colectiva de los atentados del 11-S como decisiva para expandir la lectura política de las imágenes más allá de las élites intelectuales, impregnando las obras de una mayoría de artistas obligados a contorsionar sus universos basados en el mundo anterior a la tragedia, bien para tratar de asimilarla, bien para ignorarla conscientemente. Así, desde este “tiempo cero” toda forma de expresión social se ha visto sometida a una tensión entre dos corrientes de pensamiento, representada por la dialéctica entre eventos políticos como los entonces asociados al presidente Bush y al senador Obama. La reciente victoria en las presidenciales del segundo, lograda antes sobre la sombra del republicano que sobre su relevo John McCain, refleja la necesidad de reinterpretar América (5) al compás del cambio de ciclo histórico, latente en el conflicto de ideas a través de la década.
Hasta 2008 la solución predominante en la escena ideológica fue de corte neowilsoniano, apreciable en una política exterior que abogaba por la transformación del orden mundial al margen de las instituciones internacionales, siendo Irak y Guantánamo sus más notorias manifestaciones. (6) El caso de Tami Silicio se encuadraría en esta visión de América, cuya clave sería la aceptación de excepcionalidades inevitables del sistema, monstruos que estadistas como Dick Cheney parecen asumir como inherentes a la búsqueda de libertad duradera para el pueblo americano. Sin embargo, tales criaturas deben mantenerse ocultas a la mirada de la ciudadanía para que no peligre la estabilidad del Estado, cimentada en la opinión pública, (7) por lo que las imágenes han de eludir su exposición y tender al encubrimiento de ese nivel subterráneo de la administración.
Desde entonces y por el momento, las últimas noticias sobre la interrupción de las operaciones militares en dichas bases vienen a confirmar la voluntad de fijar un nuevo rumbo, pese a todo más próximo al intervencionismo legítimo que al aislacionismo propugnado por ciertos sectores liberales. (8) Su fundamento, compartido con iniciativas como la ley de grabaciones de interrogatorios, es la creencia en el poder de la nación para resolver los problemas en un marco legal, acorde a sus principios fundacionales, asistido por el documento audiovisual como garantía de legitimidad: una realidad condicionada previamente por la imagen o, más exactamente, por la conciencia de la misma. (9)
Así pues, en correspondencia con las vetas de acción política que acabamos de describir, el cine precursor de la era Obama puede también considerarse en relación a la dicotomía entre el miedo y la fe en las imágenes, de cuya profundidad y alcance hablaremos en los siguientes apartados.
Buscando a Obama
Una de las características de la cinematografía estadounidense a lo largo de su historia ha sido su capacidad para absorber posturas combativas hacia las auspiciadas por los poderes fácticos de turno, mostrando siempre cierto grado de representatividad en cuanto a su difusión real entre la ciudadanía. Aun así resulta sorprendente la inclinación crítica de parte del cine hollywoodense durante los mandatos de George W. Bush, en particular si la comparamos con la etapa republicana de Reagan, (10) a la que acompañaron varias hornadas de blockbusters afines a la ideología conservadora imperante; las cada vez más exitosas campañas de recaudación desde la candidatura de Al Gore en 2000 dan fe del apoyo creciente de un sector significativo de la industria. (11)
A pesar de ello, sólo un porcentaje minoritario de producciones ha presentado batalla directa a los fantasmas conjurados por la campaña sistemática de negación (y denegación) de imágenes de la Administración Bush. A modo de espejo de las dificultades del país para articular una respuesta cabal a la crisis de sus bastiones económico y miltar, el cine americano ha perseguido infructuosamente la representación visual de un enemigo sin rostro, tan difuso como las sombras cotidianas en las que mora. Hallamos el culmen de esta indefinición expresiva en obras como Monstruoso (Cloverfield, Matt Reeves, 2008), una fantasía tamizada por el hiperrealismo digital que, paradójicamente, aboca a la virtualidad al espectador interesado en racionalizar la destrucción contemplada durante hora y media, indagando sus causas en blogs, foros y demás documentos evanescentes de la red. La violencia del mundo sensible se opone a la opacidad a las estructuras que lo gobiernan, como también recoge la tercera entrega de la saga Terminator (Terminator 3: Rise of the machines, Jonathan Mostow, 2003) en un giro apocalíptico que desprecia las reglas del universo impuestas por las anteriores entregas, continuado en una cuarta parte donde ya no hallamos ningún intento serio por definir otras alternativas. Asimismo, la fatalidad impera en el guión de la descreída 2012 (Roland Emmerich, 2009) como no lo hacía en el El día de mañana (The day after tomorrow), rodada un lustro antes por el director alemán con ínfulas panfletarias hoy desaparecidas; con semejante nihilismo, frívolo e hiperbólico, azota Michael Bay a un icono popular como los Transformers, despojando a sus fotogramas de cualquier vestigio de trascendencia, especialmente en Transformers 2: La venganza de los caídos (Transformers 2: Revenge of the fallen, 2009). Como hemos indicado, la falta de rigor formal de casi todas estas obras (impostada en Monstruoso) denota la levedad de su semántica, entre el escapismo y la renuncia solemne a la verdad, diríase lovecraftiana en tanto que inasible.
La temática milenarista de los ejemplos anteriores no es más que la punta del iceberg de una crisis más profunda, la del propio ideal de individuo en sociedad. Aunque hay quien afirma que la actual coyuntura económica no es tan grave como la de la Gran Depresión, (12) ha afectado como ninguna otra a los pilares del American Dream —formulado precisamente en las postrimerías del crack del 29— (13), debido a su mayor impacto psicológico entre la ciudadanía. (14) Lo que cayó con el castillo de naipes de las subprime no fue siquiera el bienestar material de los ciudadanos, sino su promesa. En 2003 la economía estadounidense parecía recuperarse de la recesión de principios de la década; el desarrollo de una ingeniería de enmascaramiento de la iliquidez de activos financieros, así como la expansión crediticia auspiciada por la política de bajos tipos de Alan Greenspan, (15) abrieron un breve periodo en que el endeudamiento de los ciudadanos se situó a la par del ya de por sí elevado déficit comercial y de las cuentas públicas. En general, desde finales de la Administración Clinton no sólo no ha habido una conciencia de prosperidad económica equiparable a otros tiempos en que Estados Unidos se veía como la tierra prometida, sino que la actividad comercial se ha desligado del espíritu emprendedor del ciudadano, víctima de la zozobra macroeconómica producida por las políticas de gasto público y de los laberintos financieros erigidos en torno a la economía “real”. Inevitablemente, tal deriva desde la burbuja de las punto-com ha provocado una doble fractura del sueño americano: desvinculación del esfuerzo personal respecto a la búsqueda de la felicidad y exclusión de una clase media-baja con mayor dependencia del crédito. (16) Las metas del ser humano dejan de tener sentido cuando los medios no están a su alcance, ya que dependen de un esquema corrupto y falible por encima de la acción individual.
Esta idea ha galvanizado el género de superhéroes de los últimos años, justamente uno de los más ligados al concepto de American Dream. Pese a su irregular ejecución, es obligado nombrar Superman Returns (Bryan Singer, 2006) por la explicitud con que enuncia la crisis del héroe, fuera de juego en la América moderna y portador de una carga existencialista que no se llega a desarrollar; y aún con menos alharacas, más contestataria resulta Iron Man (Jon Favreau, 2008), con un protagonista que lucha contra las miserias del sistema que le ha aupado a la gloria. Pero el título que con seguridad vendrá a la mente del lector es la notable El caballero oscuro (Dark Knight, Christopher Nolan, 2008), que despliega en la figura del Joker una apología del free rider frente a las arbitrariedades derivadas de las instituciones, deviniendo Batman una más entre ellas.
Al plantearse como una aproximación frontal al dilema del héroe en nuestros días, algunos de estos filmes, con mejor o peor suerte, nos devuelven las esencias de un western que reciclaba los códigos del clasicismo como vehículo de ideas subversivas. Sin embargo, nadie ha explorado dicha senda en los últimos años como Michael Mann, quien nos lleva de la temática de superhéroes a la característica de la época que nos ocupa, la de los espíritus libres, de la que no en vano bebe el filme citado de Nolan. La experimentación con las texturas y encuadres digitales en su reciente filmografía, que alcanza su cénit en Enemigos Públicos (Public Enemies, 2009), tiende a revelar el potencial del alma humana en tiempos y ambientes confusos, poco propicios para las soluciones grupales a las penurias de la existencia. Con un planteamiento muy diferente Pozos de ambición (There will be blood, P.T. Anderson, 2008) llega a conclusiones asombrosamente parecidas, si bien envilece a su protagonista Daniel Plainview al unir su destino con el de la nación, ambos monstruos que devoran —es decir, transforman de manera traumática— los recursos humanos y materiales a su alrededor.
Por desgracia, estos y otros trabajos notables en torno a la crisis de la colectividad como La Guerra de los Mundos (War of the Worlds, Steven Spielberg, 2005) o Señales del futuro (Knowing, Alex Proyas, 2009) deben considerarse excepciones achacables a una rotunda autoría en las tangentes del paradigma de blockbuster, no partícipes de la tónica general del cine americano en relación al ocaso del modelo de ciudadanía. Aunque la reasimilación de este modelo ocupe un puesto central entre los argumentos de la Nueva Comedia Americana, por ejemplo, sus estructuras formales y narrativas a medio camino entre la convención y la deconstrucción rara vez configuran una alternativa; de no constatarse tal insuficiencia, sería justo afirmar que comedias como Virgen a los 40 (The 40 Year Old Virgin, Judd Apatow, 2005) o ¿Hacemos una porno? (Zack and Miri make a porno, Kevin Smith, 2008) son dignos intentos de ubicar a la generación Y en su propio presente. (17)
Una inconcreción conceptual similar, de nuevo consecuencia de la falta de convicción en las imágenes, frena la ambición de obras que tratan precisamente sobre el rol del individuo desde una perspectiva vital, tales como El curioso caso de Benjamin Button (The curious case of Benjamin Button, David Fincher, 2008) o American Gangster (Ridley Scott, 2007), fracasos amplificados por la probada maestría técnica de sus autores tras la cámara, así como por la gravedad de sus respectivos telones históricos de fondo, respectivamente el huracán Katrina y la guerra de Vietnam. En cambio, han sido tiempos propicios para trabajos de carácter más artesanal, en que directores como Paul Greengrass y Martin Campbell han contribuido a moldear una nueva generación de héroes erráticos, identidades frágiles y vagabundas en un entorno post-New Economy, a través de su personal renovación de las sagas de Jason Bourne y James Bond, respectivamente. Se trata de una búsqueda cartesiana del destino en uno mismo, llevada a las cimas más altas, como era de esperar, por directores de mayor envergadura como Kathryn Bigelow (En tierra hostil [The hurt locker, 2009]) y, sobre todo, M. Night Shyamalan, autor de una monumental constelación de la psicología humana a lo largo de su filmografía con ocasionales incidencias en su manifestación política, las más destacadas El bosque (The village, 2004) y El incidente (The happening, 2008).
En contraste con este exilio interior, la visión macroscópica de los cineastas consagrados ha sido capital en la reformulación del ideal patriótico, en tanto que proyección a nivel nacional del sueño americano. Es una inquietud que entronca con uno de los aspectos más polémicos de los gobiernos de Bush al que ya hemos aludido, el intervencionismo de su política exterior, a menudo contrario tanto a las instituciones internacionales como al status quo que regía las relaciones entre los países de zonas conflictivas.
Tal concepción unilateralista de las relaciones externas, reconocida incluso por sus defensores bajo las banderas de la seguridad nacional y la estabilidad geopolítica, (18) ha sido contestada desde diversos estadios reflexivos en la carrera de algunos directores veteranos, quienes ya participaron con éxito en la expresión común del zeitgeist del periodo precedente. No obstante, si contrastamos las intenciones con los logros obtenidos, tampoco podemos hacer un balance enteramente satisfactorio en este apartado. Tras la fallida Banderas de nuestros padres (Flags of our fathers, 2006), reventada desde dentro por los colaboradores menos adecuados, (19) el mismo año Clint Eastwood recuperó parcialmente en Cartas desde Iwo Jima (Letters from Iwo Jima) lo que podría haber sido el gran díptico sobre el sentido del patriotismo en la era de la globalización. Aun manejando con mayor firmeza las riendas del proyecto, Cartas... no escapa a las simplificaciones y atajos academicistas que tiñen la última etapa del director, desviada por la autoconsciencia de su autoría hacia cauces más trillados que los apuntados por su propuesta. (20) Similares problemas de ambición acucian a Spielberg en la más redonda Munich (2005), no del todo capaz de conciliar una idea estimulante —el significado de la patria como hogar del hombre en sociedad— con la psicología de los personajes, rozando la misma pornografía sentimental que otros emplean para justificar todo tipo de terrorismo.
Y si este artículo se hubiera publicado unos meses antes, no hubiéramos podido concluir este repaso de las sendas hacia la nueva América con un éxito del calibre de Shutter Island. (21) A lo largo de su estructura hitchcockiana, el nexo entre psicología y patriotismo se asoma en estallidos estéticos, alteraciones del montaje lineal y juegos de percepción dignos del mejor Brian De Palma, evidenciando unos escleróticos vasos comunicantes entre patria e individuo, de cuya trágica fragilidad ya daba cuenta El aviador (The aviator, 2004). Como en muy pocos de los anteriores ejemplos (y en este apartado sobre el ideal nacional podríamos citar de nuevo Pozos de ambición), el cinematógrafo se abre paso para señalar sin ambages los débiles cimientos sobre los que se alza nuestro armazón socioeconómico.
De la desigual cuenta de resultados al final de este apartado podemos extraer que en Hollywood todavía hay cineastas que creen en el poder de las imágenes, pese a que estas no siempre hayan respondido eficazmente a los retos sociopolíticos planteados. Pero a fin de comprender su relación con el llamado “efecto Obama” debemos ir un paso más lejos, plantearnos, de entre todos ellos, ¿quién tiene fe en la realidad?
La audacia de filmar la esperanza
A estas alturas el lector seguramente se preguntará qué relación guardan los ejemplos propuestos hasta ahora con el boom Obama, y con razón: como puede intuirse, mucho menos de la esperada. Después de resumir los lazos más destacados entre el cine y la política durante la última etapa republicana, aun sin ánimo de exhaustividad y sin excluir otras corrientes a considerar en ulteriores análisis, la primera conclusión es que una parte significativa de las producciones hollywoodenses han eludido o perdido la lucha de la imagen contra la idiosincrasia establecida por la Administración Bush. O bien comparten una visión similar del mundo post-11S, tratándose en algunos casos de obras cuya brutal honestidad les ha vetado un mayor reconocimiento crítico (John Rambo, Apocalypto o el subgénero de torture porn, reivindicación tan extrema como denostada del valor de las imágenes); o bien, aun desde una postura declarada anti-Bush, han participado de la misma cultura del miedo que su oponente.
Este segundo caso es el de la mayor parte de filmes referidos en el apartado anterior, pero lo apreciamos con mayor claridad en un cine de denuncia política del que no hemos hablado hasta ahora, como The International (Tom Tykwer, 2009), Syriana (Stephen Gaghan, 2005), Michael Clayton (Tony Gilroy, 2007) o La sombra del poder (State of play, Kevin Macdonald, 2009). Todas tienen en común una visión superficial y fenomenológica del entramado de intereses que se cierne sobre sus personajes, de calado meramente testimonial, pero ello no explica la falta de afinidad entre dicho cine y el momentum político imparable desde 2008. Lo esencial es que el heterogéneo corpus cinematográfico en el que se encuadra coincide con los discursos de George W. Bush y Hillary Clinton en su lejanía de los vientos del cambio, los cuales no encajan en el discurso del miedo que ambos han utilizado para congregar el apoyo ciudadano. Lo mismo podría achacarse a filmes libres de la gravedad de las imposturas y tan comprometidos con el retrato de su época como Up in the air (Jason Reitman, 2009) o No es país para viejos (No country for old men, Ethan & Joel Coen, 2007), con las que cualquier crítico se sentiría tentado de fijar el final de una etapa.
El problema es que no han sido las imágenes las que han marcado la transición entre ese hipotético estadio y el siguiente, sino las palabras. Podríamos subrayar las siguientes: «Al final, es lo que importa en esta elección. ¿Participamos de la política del cinismo o de la política de la esperanza? [...] Es la esperanza de los esclavos sentados alrededor de una hoguera entonando canciones de libertad; la esperanza de los inmigrantes de camino a costas lejanas;... la esperanza de un chico escuálido y con un nombre gracioso que cree que en América hay también un sitio para él. ¡La audacia de la esperanza!» (22)
En 2006, Barack Obama desglosaba en su libro The Audacity of Hope los ideales que perfilarían su inminente candidatura a la presidencia de Estados Unidos. Su análisis, adelanto, está reservado a politólogos y cirujanos de la retórica, pues traspasar la consistencia del texto —y en general, de los discursos de Obama de cierta extensión— (23) requiere de una crítica aguda y conocedora de la antropología cultural norteamericana. Me limitaré por tanto a ilustrar la capacidad de penetración de su mensaje recurriendo a uno de los capítulos más accesibles desde nuestro contexto como europeos, el titulado «El mundo más allá de nuestras fronteras» («The World Beyond Our Borders»).
Al principio, Obama dedica una gran parte del fragmento a recapitular el sentido de la acción exterior de EE.UU. a lo largo del siglo XX, ligándolo a abundantes datos históricos y a la propia memoria de su estancia en el extranjero, concretamente en Indonesia, donde transcurrió parte de su niñez. Después de ligar así lo objetivo (argumentación) con su mirada subjetiva (convicción), se centra en una crítica razonada —y desde la perspectiva de hoy en día, poco discutible— de los fundamentos geopolíticos de Bush a raíz del 11-S y la posterior invasión de Irak en 2003 contraponiéndolos a su visión, ilustrada asimismo por sus visitas al país mesopotámico.
La fuerza de su retórica se evidencia cuando, tras una reflexión sobre la necesidad de recuperar la legitimidad internacional observando respetuosamente las reglas de la diplomacia establecidas —en sintonía con el pensamiento de Noam Chomsky, contrario al excepcionalismo americano—, apela a la cooperación entre naciones para impedir el acceso de los terroristas a las armas de destrucción masiva, proponiendo como modelo de colaboración la iniciativa de dos senadores para asegurar las instalaciones nucleares deficientes de países como Rusia o Ucrania. (24) En este punto es difícil apreciar el salto cualitativo entre la propuesta razonable de un político bien informado y la solución real a la gran amenaza contra la seguridad en el siglo XXI, el terrorismo nuclear. La integridad del discurso hasta el momento y la necesidad del lector de una alternativa a la violencia de Estado recetada por Donald Rumsfeld, sin dejar de lado el carisma singular de Obama (presuponemos que la mayoría de sus lectores conocerán su figura), hacen muy sencillo el salto del miedo a la esperanza, formulada ésta con una calculada imprecisión que apenas tantea la realpolitik. ¿Por qué Bush no propuso medidas así, en lugar de la diplomacia intimidatoria que empleó para frenar las carreras nucleares de Irán y Corea del Norte? Esta y otras preguntas no tienen cabida en el salto a la imaginación que tan bien ha sabido articular Obama —«Change we believe in», rezaba su lema de campaña—; será más adelante, al frente de su propio gobierno, cuando plantee excepciones y matices a su determinación. (25)
Paradójicamente, el cine hollywoodense no ha sabido salvar esa distancia que, como hemos visto en el epígrafe anterior, tanto le ha preocupado. Incluso las grandes apuestas por la verdad ontológica de la imagen no siempre han conducido a una expresión satisfactoria de lo real, decepcionando hasta las de expertos de la representación como Brian de Palma (Redacted, 2007) o Errol Morris (Standard Operating Procedure, 2009), cuyos ejercicios de teorización formalista derrapan en suelo iraquí por su incapacidad de hablar del mundo más allá de las fronteras americanas, físicas y de pensamiento. Por tanto, desde ninguno de estos refugios de la trivialidad intelectual hemos visto al cine encaminarse hacia una reconstrucción del American Dream como lo ha hecho el mensaje de Obama, con la salvedad quizá del ya tradicional rol de la industria en la expiación de la White Guilt. (26)
Pero esto sólo es una valoración crítica. En tiempos recientes hemos visto cómo películas con una lectura de esperanza han cosechado una gran recaudación de taquilla, e incluso algunas el reconocimiento vía ceremonia de los Oscar. ¿Con qué vara de medir podemos desautorizar éxitos como Crash (Paul Haggis, 2004), Slumdog Millionaire (Danny Boyle, 2008), Precious (Lee Daniels, 2009) o la incontestable Avatar (James Cameron, 2009)? Esta última, además, puede contemplarse como la cúspide de una de las tendencias del mainstream creciente a lo largo de la década y afín al lenguaje pro Obama: las sagas de fantasía en torno a héroes elegidos como las de Harry Potter, Piratas del Caribe, Las Crónicas de Narnia, Crepúsculo, La brújula dorada o, afortunadamente constreñida por el respeto a Tolkien, El Señor de los Anillos. A grandes rasgos, los personajes principales de los títulos mencionados son capaces de remontar las miserias del ser humano como el Ave Fénix, sin más justificación que su propio destino. ¿Puede considerarse este cine de masas la expresión legítima del deseo de la sociedad de un mundo mejor?
Según acabamos de exponer, el obamismo no consiste únicamente en la defensa de un ideal preutópico —tal característica sería compartida con líderes como José Luis Rodríguez Zapatero, por ejemplo—, sino que lo acompaña una fuerte noción de posibilidad, y ésta, en el lenguaje cinematográfico, no se ampara en el guión ni en la imaginería visual, sino en el montaje. Así, si la era Reagan se caracterizó por la primacía del montaje hipernarrativo y la de Clinton por el sincopado, ya con Barack Obama como presidente de la nación persiste todavía una importante presencia del montaje desestructurado que caracterizó los años de Bush, portador de visiones pesimistas y ancladas en el confuso presente. La tendencia al metraje excesivo en segmentos narrativamente vacuos, de la que no se libra ni Spielberg (Indiana Jones y la Calavera de Cristal, 2008) ni el nuevo cine transnacional (Mr. Nobody, Jaco Van Dormael, 2009), así como su reverso, los atajos rayanos en la amoralidad que permiten evitar los meandros existenciales en películas como Juno (Jason Reitman, 2007) o la antes citada de Danny Boyle, (27) son las dos caras de un falso cine de la esperanza, huidizo ante el mismo reto formal que afrontaron en su momento Griffith o Eisenstein. Si ellos representaron sus ideales políticos a través del montaje de la épica o la revolución de ideas, respectivamente, ahora es el turno de la proclamada “fábrica de sueños” para salvar sin rodeos la brecha entre la América real y la imaginada por Obama, o, mejor aún, proponer una alternativa a la manera de Rouben Mamoulian, capaz de construir un happy ending como el de Las calles de la ciudad (City streets, 1931) entre los latigazos de la Gran Depresión.
Entretanto, resulta sintomático que hasta ahora los mayores avances hayan sido cosechados en el campo del documental. Filmes apegados a la vitalidad y el optimismo de sus protagonistas reales como Man on wire (James Marsh, 2008) o Trouble the water (Carl Dean y Tea Lessin, 2008) constituyen un claro indicio de que en nuestros días es el cine quien sigue la realidad y no al revés. Apartada, pues, de su papel de referente de la sociedad civil por otros medios como la televisión o Internet, debemos concluir que la industria respira más del “efecto Obama” que viceversa. La lectura positiva de los éxitos de taquilla es que nos ayudan a comprender una realidad consumada que se limitan a reflejar, y también la podemos trasladar a los fracasos, a veces fruto de una experimentación fallida pero necesaria para abrir paso a otro cine, capaz de recuperar la vocación transformadora del arte de masas. Pero la voluntad de transformar el mundo debe comenzar por la relación entre un plano y los siguientes; si ésta no cambia, cada encuadre devendrá nueva columna de la mentira que sostiene el status quo del presente, más grandiosa que nunca en sus tres dimensiones.
NOTAS
Agradezco a Daniel Jiménez su inestimable ayuda en la documentación y orientación del presente artículo.
(1) Ver foto y detalles de la noticia en OVERINGTON, Caroline. 23 de abril de 2004. Sacked for photo Americans weren't meant to see. The Sydney Morning Herald.
(2) Término en argot de la prensa norteamericana referido a la reacción de la opinión pública ante las bajas del propio bando, soldados a menudo repatriados en ataúd hasta la base de las Fuerzas Aéreas de Dover, Delaware. Gracias al avance de Internet y a páginas Web como The Memory Hole, dicho “test” ha cobrado una especial relevancia en los últimos años. Más información en Wikipedia.
(3) Cabe puntualizar que tal censura informativa data de la primera Guerra del Golfo y se extiende a la Administración Clinton; sin embargo, tras la invasión de Irak se recrudeció significativamente, evidenciándose su carácter discrecional. Ver GRAN, Brian. 2006. The Dover Ban: Wartime Control over Images of Public and Private Deaths. Borrador para simposio Unblinking: New Perspectives on Visual Privacy in the 21st Century. Universidad de Berkeley.
(4) Puede consultarse en la Web asociada al Partido Demócrata “Organizing for America”. 14 de enero de 2008. Highlights of Obama's Strong Record of Accomplishment in the U.S. and Illinois Senate, epígrafe Justice, 2º párrafo.
(5) Para mayor claridad diferenciamos entre Estados Unidos (país) y América (concepto o ideal).
(6) Karl K. Schonberg nos brinda una gráfica explicación de la base de dicha ideología: «Como los ciudadanos de Solo ante el peligro, que abandonan al sheriff a la llegada de los forajidos a raíz de su falta de compromiso en la defensa colectiva contra el mal, muchos gobiernos pueden ser reacios a asumir su deber.» SCHONBERG, Karl K. 2006. Wilsonian Unilateralism: Rhetoric and Power in American Foreign Policy Since 9/11. Ponencia en la Convención Anual de Estudios Internacionales de San Diego, California.
(7) A este respecto no puede entenderse la importancia del caso Silicio sin referirse a contundentes artículos reivindicativos aparecidos en grandes medios con anterioridad, como SHIELDS, Mark. 3 de noviembre de 2003. Time to take the Dover Test. CNN.com<
(8) Recordemos que tanto demócratas como republicanos comparten posturas intervencionistas en política exterior, al contrario que el candidato liberal Ron Paul, quien se distinguió de ambos en las pasadas elecciones presidenciales por su discurso en favor de la retirada de tropas y desmantelamiento de bases estadounidenses de diversos focos geopolíticos.
(9) Como era previsible, con Obama en el gobierno este principio nuevamente demostró ser maleable, a tenor del bloqueo informativo iniciado por la Casa Blanca hacia la cadena Fox News. Ver STELTER, Brian. 11 de octubre de 2009. Fox’s Volley With Obama Intensifying. The New York Times.
(10) Obviamos la etapa de George Bush padre (1989-1993) por la débil huella en el historial de gobiernos republicanos que supuso su duración de un único mandato, su menor ambición política y sus significativas cesiones a un Congreso controlado por el partido Demócrata en aquel tiempo.
(11) Según el Center for Responsive Politics, la industria del espectáculo donó a Barack Obama y Hillary Clinton durante las últimas primarias Demócratas una cantidad casi cinco veces superior a la recibida por el candidato republicano John McCain. Ver MAYEROWITZ, Scott. 4 de septiembre de 2008. Hollywood Cash: Celebrities Raise Money for Obama and McCain. ABC News.
(12) Ver CUKIERMAN, Alex. 7 de enero de 2009. The Current Crisis and the Great Depression: How Similar Are They? Roubini Global Economics.
(13) En 1931 James Truslow Adams popularizó el término en su libro The Epic of America, definido como «[...] el sueño americano de una vida mejor, más próspera y más feliz para todos los ciudadanos de cualquier clase». Citado en KAMP, David. Abril de 2009. Rethinking the American Dream. Vanity Fair.
(14) Compare el lector su percepción de la presente crisis con la siguiente anotación del historiador Gerald W. Johnson sobre la Gran Depresión en 1932: «[...] en concepto alguno estamos desesperados. Ni por un momento pensamos que los tiempos difíciles vayan a durar para los próximos seis años. 1931 fue un mal año, pero no vimos bayonetas, ni oímos tiros en las calles, ni hallamos riesgo de disolución de nuestras instituciones.[...] A fecha de hoy el capitalismo se encuentra tan firmemente arraigado en América como la misma República.». Citado en KENNEDY, David M. 1999. Freedom from fear. Oxford University Press, Nueva York. Pág. 89.
(15) Como otras expresiones de descontento popular, el cine también se ha visto influido en gran medida por la incidencia mediática en el comportamiento del sector financiero, ignorando la responsabilidad de la intervención pública en la crisis por sus erróneas políticas monetarias, Ver BOERI, Tito y LUIGI, Guiso. 23 de agosto de 2007. Subprime Crisis: Greenspan’s Legacy. VoxEU.org
(16) Casi el doble de préstamos subprime de alto riesgo se concentró en familias de bajos ingresos respecto a las de clase media, según el estudio de la California Reinvestment Coalition y otras siete organizaciones Paying more for the American Dream,marzo de 2008.
(17) Otra carencia temática de estos cineastas, en tanto que retratistas de dicha generación, es su habitual falta de énfasis en las inseguridades mundanas —frente a las emocionales— de un colectivo con el doble de paro de la media nacional y mayor tasa de exclusión de cobertura social. Ver DUGAS, Christine. 23 de abril de 2010. Generation Y's steep financial hurdles: Huge debt, no savings. USA Today.
(18) Algunos de los cuales plantean críticas más interesantes que la tan manida acusación de imperialismo, como Stephen Van Evera, quien afirma que «[...] la capacidad de EE.UU. de llevar a cabo una estrategia coordinada se halla limitada por la excepcionalidad de la cultura americana... el gobierno federal no está preparado para una tarea de gestión política global.». Citado en RENSHON, Stanley A. 2010. National Security in the Obama Administration: Reassessing the Bush Doctrine. Routledge. Nueva York y Londres. pág. 47.
(19) Rosendo Chas ahonda en esta tesis en su crítica de Banderas... para CosasDeCine.COM.
(20) Cuya interesante lectura patriótica, no obstante, puede reconocerse a través de la espléndida crítica de Santiago Navajas para Libertad Digital.
(21) Aunque se estrenó en febrero de 2010, el comienzo de la producción data de marzo de 2008, por lo que debe considerarse dentro del marco cronológico de nuestro estudio.
(22) Discurso The Audacity of Hope, pronunciado por Barack Obama el 27 de julio de 2004, en la Convención Demócrata de Boston, Massachusetts. Reproducido en President Barack Obama In His Own Words. Enero de 2009. Disponible en America.gov
(23) Parece ser que Obama toma parte muy activa en la escritura de sus discursos, a diferencia de la mayoría de sus predecesores. Ver NEWTON-SMALL, Denver. 28 de agosto de 2008. How Obama Writes His Speeches. TIME.com
(24) OBAMA, Barack. The Audacity of Hope: Thoughts on Reclaiming the American Dream. 2006. Crown Publishers. Nueva York.
(25) Ambos países, pertenecientes al Eje del Mal definido por George W. Bush, han quedado excluidos de la casuística que restringe el uso de armamento nuclear por el gobierno de Obama. Ver MacASKILL, Ewen. 6 de abril de 2010. Barack Obama’s radical review on nuclear weapons reverses Bush policies. Guardian.co.uk
(26) Ver EHRENSTEIN, David. 19 de marzo de 2007. Obama the ‘Magic Negro’. Los Angeles Times.
(27) Como expresaba gráficamente Diego Salgado en su crítica de Slumdog Millionaire para CosasDeCine.COM