La persona que devora
El cinéfilo, que ama el cine, no tiene tiempo para otros amores. El cinéfago, que lo devora, lo hace al mismo tiempo que se alimenta. Y luego aparece el cinemaníaco, mezcla de ambos, que intenta devorar cine sin poder digerirlo.
Extremos que se tocan, el cinemaníaco ve todo el cine que puede y más sin criterio, mientras que el cinéfilo antepone sus criterios a todo el cine que ve, pero ambos viven el cine como un mundo aparte, limitado, que les separa del resto de vida y de los seres humanos. Mientras tanto, el cinéfago se alimenta de todo el cine, y mientras lo digiere y deglute, le saca el máximo provecho, saboreando cada guiso en su justa medida, cada sabor cuando lo desea y cada plato en su momento.
Tomamos como punto de partida esta concepción de Jesús Palacios y vemos que lo que define a la cinefagia es el hambre, un hambre que no es excluyente, y también la capacidad de poder gozar de cualquier tipo de plato en cualquier circunstancia. Otro de los rasgos más interesantes de este concepto es la idea de ansiedad, característica clave del espectador del siglo XXI, abotargado consumidor de cortometrajes en vena, vídeos de Youtube o narraciones express comprimidas.
Me ha pasado en algunas ocasiones que viendo una película, me embargó la terrible necesidad de que ésta se acabara para poder seguir viendo más, y más, y más. Esta idea de consumir y no gozar pausadamente de una obra es uno de los mayores enemigos actuales del arte, que lo reducen a un simple producto de consumo de la sociedad, parte de una cadena que espera el mismo destino.
Acostumbra a decirse que todas las personas en algún momento de su vida tienen que decidir si saber un poco de todo, o mucho sobre una sola cosa. La cinefilia/fagia/manía sería el resultado de la segunda elección, siendo un amante exigente. Esta ansiedad y pasión, como todas las obsesiones que ocupan la totalidad del tiempo, puede traducirse en términos de aislamiento, que sitúan al cine y al sujeto que lo consume en un ámbito apartado de la sociedad y de su contexto: un mundo propio e inaccesible para los demás.
El cine como devorador
Esto que os cuento ocurrió cerca de vuestra casa. Quien juega con fuego acaba quemándose, y es entonces cuando el cazador de imágenes resulta ser cazado e hipnotizado por el poder de la imagen. El cinéfago, en su ansia de engullir, se pierde y, al perderse, confundiéndose con la película, es el cine el que lo engulle a él.
Es la historia de una persona (un espectador) en su proceso de conversión en personaje (un actor). Se trata de un proceso de autodestrucción, de asesinato del ser, del Yo más primario para convertirlo en una recreación ficcional. El fin es la muerte de la personalidad y, por lo tanto, de la persona saturada a base de engullir su obsesión. Se trata de un proceso del que en mayor o menor medida se pueden encontrar constantes en determinadas obras literarias o cinematográficas. Así contamos con La rosa púrpura del cairo,pequeña maravilla del señor Woody Allen en la que la ficción abandona la pantalla, la traspasa, e interactúa con la protagonista. El cine para ella es un refugio al que acude cuando quiere escapar de la realidad y dedicarse a soñar.
Este amor por el cine como escape y como vía alternativa al mundo real, puede llevar a una confusión de los límites, pues el poder de la ficción es inexorable. De igual modo que para algunas personas la soledad y el aislamiento pueden convertirse en un problema, por mucho que Jack Torrance sostenga que no.En la pantalla viven cientos de historias, cientos de personajes, de situaciones que la persona puede integrar como experiencia vital, hasta llegar a un punto en el que el sujeto no puede discernir qué es lo que le ocurrió a él y qué es lo que le ocurrió al protagonista de una película asombrosamente parecido a él.
Tenemos otro ejemplo en Vivir su vida. Una escena en la que la protagonista, Nana Kleinfrankenheim, acude al cine a ver La pasión de Juana de Arco. La identificación que el personaje que vemos en la pantalla siente al mirar a ese otro personaje dentro de su pantalla es absoluta y se hace patente mediante la comparación de dos planos muy similares en los que aparecen ambas protagonistas llorando. De este modo, durante el resto del metraje asistimos a un proceso paralelo de caminar hacia la muerte. Ninguno de los dos personajes escoge voluntariamente su fin, por lo tanto, asistimos a su proceso de humillación y maltrato que las convierte en mártires y que las lleva finalmente a una muerte injusta y desamparada.
Otra película directamente relacionada con Vivir su vida y este proceso de identificación más allá de los límites es Emporte-moi, que narra la historia de una chica solitaria a la que no se le da muy bien vivir. Un día acude al cine como refugio de una realidad que la martiriza y asiste al visionado de la película de Godard. A partir de ese momento, la chica se disfraza, actúa, se siente y vive como si fuera el personaje de la película, encontrando así la solución a su «desencajamiento» en el mundo. Quitándole la vida a un personaje, no tiene que buscar una y sobrevivir con su propia personalidad: siempre tiene la respuesta perfecta, y sempre tiene la coraza tan preciada que te otorga ser otra persona.
O Soñadores, en la que los protagonistas, habitantes del Mayo del 68 parisino, tienen tan integrado el cine en sus vidas hasta el punto de convertirse en personajes interpretando a otros personajes, atrapados en el celuloide. Sus recuerdos son los recuerdos de los personajes de las películas que ven, su comportamiento, su vestimenta, su modo de pensar, de articular las palabras, de vivir, todo forma parte del pequeño universo construído en su apartamento. Esta obsesión inunda y anula toda su existencia. La asistencia a una sala de cine supone una experiencia vital y decisiva en la trayectoria de los personajes: una sala de cine es el punto de partida, el lugar en el que se encuentra ese punctum del que habla Barthes, que duele, que impide seguir la vida con normalidad.
Y seremos Gregorio Samsa en La Metamorfosis de Kafka. Porque cometemos el pecado de ser débiles, diferentes. Tenemos ese modo de ser, de actuar o de vivir frente a la sociedad, tenemos esa angustia personal. Y sufriremos ese mismo proceso de metamorfosis: una transformación de persona en personaje, de ser vivo en ser inerte, de realidad en ficción, de vida en estatismo, de libertad en prisión. Sin embargo, en La Metamorfosis era el abandono de Gregorio Samsa convertido en cucaracha lo que le llevaba al hambre y finalmente a la muerte. Mientras que para nosotros es la acumulación de ficción y la desaparición paulatina del ser lo que supone la muerte de la persona y la victoria de la mentira, de la impostura, de las apariencias.
Hablábamos antes del hambre, que también está asociada al vacío. Ante la infinita variedad de productos, de opciones, de supuestas variables, sólo queremos comer por comer. Amélie Nothomb hablaba en su Biografía del hambre de esa voracidad desmesurada. Del hambre de agua, hambre de alcohol, hambre de sexo, hambre de historias, de países. Ese hambre es la debilidad del cinéfago, y la misma que se puede volver en su contra.
Este vacío es el final de todo, lo que se esconde tras la memoria robada a los demás, tras las experiencias robadas, tras las vidas: tras el profundo negro del celuloide, una pantalla en blanco lo ilumina todo cegándonos, ofreciéndonos unos ojos distintos con los que ver el mundo. Como dijo Michel Mourlet, «el cine es una mirada que sustituye la nuestra para darnos un mundo de acuerdo con nuestros deseos». Se trata del mundo sensible del que nos habló Platón en el Mito de la caverna, las sombras proyectadas sobre la pared, ofreciéndonos un engaño. La única verdad para el cinéfago es aquella que percibe con sus sentidos, que son siempre traicioneros, pero nunca aquella que percibe con la razón.
Kafka afirmó: «Yo vivo con los ojos y el cine impide mirar. La velocidad de los movimientos y el rápido cambio de imágenes fuerzan continuamente a seguir hacia delante. La mirada no se agota en las imágenes, sino que éstas se apropian de la mirada e inundan la conciencia. El cine viste de uniforme los ojos que siempre permanecieron desnudos». El cine es un mentiroso que nos arropa con un abrigo siempre que sentimos el frío de nuestro cuerpo desnudo, que no nos deja tiempo para detenernos a pensar sobre la impostura de las imágenes, que nos obliga a mirar a través de ellas, con sus ojos, con su verdad, con sus vestimentas, que luego nos sirven para la fabricación de una máscara sellada, sin agujeros para los ojos.
Y entonces seremos una fotografía de Cindy Sherman. Parte de su colección de Film Stills, historias no contadas, como las que habitan en el celuloide. Historias que envuelven al sujeto, siendo éstas lo único que importa del Ser, las que lo definen y clasifican: una falsa identidad, una pose, una aparencia, nada por dentro. Y seremos Leonard en Zelig y nos comportaremos literalmente de un modo camaleónico y nos transformaremos tanto física como psíquicamente en el prototipo de persona deseado y acorde con cada momento. Responderemos así a la necesidad humana de encajar, de no ser excluído, de sentirse parte de algo y, ya en un sentido más animal e instintivo, de supervivencia. El problema del camaleón es que, como moneda de pago por su versatilidad y capacidad de adaptarse, no tiene esencia, que es lo más profundo del ser, lo que lo define, su alma.
Sentiremos atracción personal hacia los personajes. El deseo de ser otra persona, deseo que en el mundo del cine queda patente desde el naciemento del Star System, el sistema de ventas de actores con vidas y personalidades perfectas. El problema es que no es más que una utopía. No existen esas personas perfectas con las que diariamente soñamos con ser. Son un cúmulo de deseos comunes depositados en un cuerpo y vienen a nosotros escondidos tras la transparencia de la pantalla, que tiene la misma función que los velos y los filtros que cubrían las caras de las actrices de los años 20 para hacer invisibles sus defectos.
Todos los prejuicios sobre esta debilidad que caracteriza al ser que necesita apropiarse de las experiencias de los demás es, como acostumbra a suceder, una convención social. Es necesario preguntarse cuánto queda de nosotros mismos en el proceso de construcción de nuestra personalidad. El entorno no es el único que la configura, sino que también las obras (los libros, la música, las fotografías, el cine) conforman una parte muy importante de nuestro ser: las actitudes que contemplamos, los gestos, los modos de enfrentarse a los problemas.
La pureza del ser es muy relativa, pues igual que los personajes, nosotros también somos una construcción, y la realidad que nos rodea no es la única encargada de hacerla, sino que también lo es toda la ficción con la que convivimos.
Y recita un personaje de Masculin, féminin: 15 faits précis:
«A menudo íbamos al cine. La pantalla se iluminaba y temblábamos. Pero las más de las veces Madeleine y yo quedábamos defraudados. Las películas eran anticuadas y oscilaban. Y Marilyn Monroe había envejecido terriblemente. Nos ponía tristes. No era la película con la que habíamos soñado. No era la película total que cada uno llevábamos dentro... La película que quisiéramos hacer o, sin duda más secretamente... que queríamos vivir.»
Este amor entre tú y el cine, este vivir por y desde él, siempre tendrá que ser algo escondido, algo lleno de vergüenza, un secreto entre tú y las imágenes. Los amantes del cine son víctimas de un constante desencanto, imposible de olvidar una vez que se encienden las luces y cierras los ojos a las imágenes proyectadas. La verdad de todas las cosas finales se encuentra sin velar en el interior del celuloide.
La verdad. Cuenta François Truffaut en su libro Diario de rodaje de Fahrenheit 451 algo que sucede en una escena de Cantando bajo la lluvia:los tres protagonistas, al final de un baile, tienen que caer sobre un sofá. Durante la caída Debbie Reynolds, después de su coreografía perfectamente ajustada y realizada, hace un gesto rápido, pudoroso y femenino, casi imperceptible, para colocarse la falda en su sitio y que no se le vea nada. Y éste es ese resquicio de verdad escondido en el cine, que a veces, en una suerte de movimiento y si tienes los ojos bien abiertos, sale a la luz: la persona, una mujer, y no un personaje.
Lo más verdadero, lo más idéntico y fiel a la realidad y a la vida tal y como la conocemos, la mayor parte de las veces, no significa absolutamente nada.Y si somos Elisabeth Vogler en Persona, sabremos que la persona es una sola, en la que mediante un acto vampírico confluyen todos los miedos y dolores del mundo en un mismo cuerpo, que acaba desprovisto del habla y de la capacidad de ser. Persona es eso: la identificación de una mujer con otra, la confusión sobre dónde empieza el dolor de una y termina el de la otra. Dónde está el cuerpo y dónde está el alma, y si necesariamente tienen que estar juntas, o se puede encontrar un alma más propia que la mía en otra persona, en otra película, en otra fotografía, en otro libro.
El cinéfago, aquel que decía preferir el reflejo de la vida a la vida misma, que aseguraba que no podía hacer distinción entre el cine y la vida, al que no le gustan las aceras, ni los pájaros, ni el mar, ni ninguna de las cosas que habitan en el mundo real. Ese mismo al que si le preguntan qué es lo que más le gusta en su vida responderá que las aceras, los pájaros o el mar de determinada película, pues nunca citaría un lugar que realmente hubiese visitado. Pues nunca visita nada que considere más bonito que la recreación perfecta de la realidad. Es un pequeño punto negro rendido y totalmente atrapado por el cine. Y de su persona, nunca más se supo.