De la abyección - Siglo XXI | por Diego Salgado

Cantaba hace cuarenta años Gil Scott-Heron que la revolución no sería televisada. Pese a las apariencias, su aviso continúa siendo pertinente. No se trata de tener a nuestra disposición, con solo encender el monitor, la Imagen del Mundo en toda su subversiva aleatoriedad. Sino de renovar el software interpretativo que nos permitiría aprehenderla. La ética de la costumbre nos deja ciegos y sordos. En consecuencia, mudos, por mucho que creamos estar debatiendo determinadas cuestiones. Si buscamos, hallamos, aunque sea nuestra perdición. Lo que damos por hecho, en cambio, puede que cimiente un pedestal intelectual sobre el que erigirnos confiados. Pero cuando estalle la revolución, nos sorprenderá con ojos ciegos de mármol.


De la abyecciónEn los últimos meses, uno se ha topado con varios textos sobre cine que todavía reconocen de manera más o menos explícita y acrítica la autoridad moral del publicado por Jacques Rivette a propósito de Kapò (Gillo Pontecorvo, 1961) en el número 120 de Cahiers du Cinéma. Suponemos que el lector ya conocerá la opinión de Rivette. En caso contrario, debería preocuparse por leerla y reflexionar sobre ella: ha devenido dogma de fe que continúa dividiendo a la crítica en ortodoxos y herejes. El crítico y cineasta francés tildaba a Pontecorvo de abyecto, le merecía "el más profundo desprecio", por atreverse a subrayar formalmente el suicidio de una víctima del Holocausto. "Es difícil no proponer ciertas cuestiones cuando se acomete una película sobre los campos de concentración [...] Hay cosas que no deben abordarse si no es con cierto temor y estremecimiento; la muerte es sin duda una de ellas".


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El crítico argentino Hernán Silvosa, por ejemplo, se servía en 2008 del espíritu que impregnó el susodicho artículo fundacional de Rivette para tachar El orfanato (Juan Antonio Bayona, 2007) de "estafa al espectador" que esconde "bajo su ropa prestigiosa y elegante" un "cuerpo sucio y deforme". Otro argentino, Luciano Monteagudo, reprochó el año pasado a Shutter Island (íd, Martin Scorsese, 2010) su recurso en cierta escena a un "alambicado travelling lateral que parece en condiciones de superar al tristemente célebre "travelling de Kapò" condenado por Rivette".


De la abyecciónEn su tesina de 2009 sobre el crítico y cineasta francés, Violeta Kovacsics recoge la idea de José Luis Guarner (afín a Rivette) en torno a que la responsabilidad moral de las formas ha pasado a atañer obligadamente a cualquiera que, "en pleno siglo XX", quiera disponer "su mirada hacia la realidad". Y, por cerrar el círculo, en octubre de 2010 leíamos en la franquicia española de Cahiers du Cinéma una reseña de Saw VI (íd, Kevin Greutert, 2009) en la que su autor, Alejandro Díaz Castaño, reprueba el "grado de abyección difícilmente tolerable" que alcanzan determinadas secuencias de tortura y concluye que "dado que el perfeccionamiento de los trucajes ya no permite distinguir lo verídico de lo simulado, su percepción no se diferencia ontológicamente de la resultante de observar esos mismos hechos si se estuviesen produciendo de forma real".


Se aprecia que cuando Rivette denunciaba taxativamente en 1961 la "retórica de las imágenes"; lo incompleto "y por tanto inmoral" de los intentos por contener lo real en el cine; lo "irrisorio, grotesco, voyeurista y pornográfico" de "cualquier enfoque tradicional del espectáculo" en relación con algunos temas, estaba abriendo la puerta a una culpabilización, que ha llegado hasta hoy, de quien en calidad de creador, espectador o crítico se atreva a pensar de otro modo.


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En ámbitos muy extendidos de la crítica se ha decidido que existe una imagen justa (Jean-Luc Godard), una "ética posible que atienda a la cuestión del qué mostrar, cómo mostrar y para qué mostrar" y hasta una supuesta "inevidencia de lo real" (Ángel Quintana) refractaria a todo posible conato de representación artística. Solo las aproximaciones circunspectas, esencialistas, despojadas; las reelaboraciones fílmicas sumisas a una experiencia escrupulosa de lo real, son dignas de etiquetarse como "imágenes-construcción" (Jean-Michel Frodon). Como Cine, y no como trampantojos.


Puede aceptarse que las severas palabras de Rivette sobre Kapò tuvieran sentido pasados apenas quince años desde el final de la Segunda Guerra Mundial, con la sensibilidad de muchos a flor de piel ante los desmanes cometidos durante el conflicto. Aun así, no puede uno dejar de valorar el ánimo censor que destilan: La consideración del espectáculo como pornografía y del autor como "mal necesario"; el temor exigido, reverencial, ante la muerte; la presunción de que es incoherente, necio, cobarde o incluso terrorista quien osa rodar sin someterse a una "conciencia lúcida, casi impersonal, que no puede aceptar comprender y admitir el fenómeno" en cuestión.


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Ecos de la sempiterna posición religiosa hacia lo representativo: intolerante, elusiva, primitiva. Delatada por Freud como fruto "de la necesidad de defenderse contra la abrumadora prepotencia de la naturaleza [...] del impulso a corregir en las personas imperfecciones de la civilización". Las escenas de violencia y catástrofe han tenido un lugar de privilegio en el impertinente, revulsivo imaginario artístico occidental. El más refractario a las constricciones del poder y nuestra condición. Aun así, todavía hoy es difícil encontrar a quien admita abiertamente la fascinación que provocan los retratos de física destructiva y alteraciones en los cuerpos humanos. Las escenas de crecimiento y pudrición de organismos, de tumores y muertes traumáticas, de accidentes, demoliciones y explosiones nucleares.


Se sigue estimando morboso, de mal gusto, señal de insensibilidad, detenerse o recrear esta clase de escenas incluso existiendo intenciones críticas, imaginativas o alegóricas, propósitos experimentales, relatos que justifiquen o mediaticen su exhibición. En este aspecto, las palabras de Rivette sobre Kapò son otro eslabón en la larga cadena oscurantista que, desde el principio de los tiempos, ata al ser humano a la tranquilidad de no contemplar para no verse forzado a reaccionar. Lo que no vemos no nos atañe, no nos responsabiliza. No importan tanto las acciones como las actitudes.


Hablamos de una sensibilidad que aboga arteramente por una redistribución de la riqueza de la imagen, en manos hoy como ayer de los dueños figurados y materiales del espectáculo. Y tras la que late esa ideología de la queja y el resentimiento, desenmascarada entre otros por Harold Bloom y Robert Hughes, que ha decretado a través de un lenguaje -también al ejercer la crítica- "carcomido por la falsa conciencia y el eufemismo" que "los únicos héroes posibles [de la Historia y del Cine] son las víctimas". Y sus abogados, añadiríamos nosotros; cómodos y seguros junto a sus clientes en espacios declarados representables solo de acuerdo con las normas hechas a su medida doctrinaria.


De la abyecciónEn definitiva, Rivette enunció un canon de corrección y aleccionamiento representativos, un orden represor de la libertad y la imaginación, que nada tenía que envidiar al formulado cuatro siglos antes en un concilio ecuménico como el de Trento. La vigésimo quinta sesión del Concilio determinó: "Ha de enseñársele al pueblo que ilustrar los sufrimientos de Cristo a efectos instructivos no implica que sea posible apreciar con ojos corporales lo divino, ni copiarlo o expresarlo con pigmentos o figuras [...] Que no se pinten ni adornen las Escrituras con hermosura escandalosa". Repitamos las palabras de Rivette: "Cualquier tentativa de reconstitución o enmascaramiento [...] cuando se acomete una película sobre un tema como los campos de concentración, denota voyeurismo y pornografía [...] Hay cosas, como la muerte, que no deben abordarse si no es con cierto temor y estremecimiento".


Para comprobar que el texto de Rivette ha adquirido para sus apóstoles rango de verdad revelada sobre la que no cabe la duda -es decir, el ejercicio de la crítica-, basta con atender al testimonio de Serge Daney, uno de sus mayores exégetas, citado a su vez con admiración en cuanto hay oportunidad: ¡Daney presumía de no haber visto nunca Kapò! Las conclusiones de Rivette le habían bastado para adquirir "mi primera certeza como futuro crítico" (sic) y para aceptar que "la esfera de lo visible ha dejado de estar totalmente disponible".


La respuesta a un credo tan autárquico y satisfecho de sí mismo ha sido, naturalmente, su nulo impacto en el curso del audiovisual de relevancia. Es decir, el popular. Como advirtió a sus pares Pier Paolo Pasolini al poco de estrenar en Italia Salò o los 120 días de Sodoma (Salò o le 120 giornate de Sodoma. 1975), y tan solo un día antes de ser brutalmente asesinado y de que la estampa periodística de su cuerpo destrozado diese cuenta, no de ninguna abyección, sino de las monstruosas escaras generadas por ciertos paralizantes consensos sobre la imagen de lo real y lo humano: "La tragedia es que ya no existen seres humanos. Sino extrañas máquinas que chocan unas con otras. Y nosotros, los intelectuales, cogemos el horario de trenes del año pasado, o de hace diez años, y cavilamos: qué raro, si esos trenes no pasaban por allí".


De la abyecciónEl colapso de la modernidad cinematográfica entre finales de los sesenta y los setenta trajo consigo un incremento exponencial de la agresividad y el sufrimiento en las representaciones de lo real, paralelo al progresivo descreimiento respecto de la pantomima pública representada en Occidente por democracia y capitalismo.


En los ochenta, la ultraviolencia y la multiplicación de los efectos prostéticos y de maquillaje devolvieron al cuerpo social un reflejo -cuanto más material más espiritual- de la boyante burbuja que empezaban a conformar modelos socioeconómicos globales, agostado lo que se conocía como humano en nombre de un bienestar y un crecimiento que desbordaron los paradigmas éticos tradicionales.


En los noventa, la telerrealidad arrebató a la ficción cinematográfica el poder de fabular sobre el hecho de vivir; las miserias ajenas se han convertido en el placebo que necesitamos para contrastar si es felicidad o mierda lo que amuebla nuestro salón hipotecado.


Los atentados del 11-S y la subsiguiente inestabilidad sociocultural forzaron una esquizofrenia representativa. Inaceptable para muchos lo real, el nuevo escenario de una reconstrucción dirigida por la inteligencia emocional y la flexibilidad adaptativa ha pasado a ser lo hiperreal; un espacio mental y virtual en que lo humano en toda su complejidad ha sido definitivamente suplantado por un simulacro que ejerce en su cotidianeidad el más despiadado instinto de conservación, mientras su máscara de corrección política se preocupa -a distancia- por niños soldado, crías de foca, mujeres maltratadas y el reciclaje de pilas botón. "Hacer una película es, pues, mostrar ciertas cosas [.] mostrarlas desde cierto ángulo" (Jacques Rivette).


Otros, para estupor y repulsa de los bienpensantes, han preferido recrear entre las ruinas de lo real un espacio catártico donde "la tortura y el dolor juegan un papel esencial", opuesto por tanto al hiperreal y a una sociedad que reprime emociones incorrectas e individualismo, y entroniza "al grupo y el escrupuloso respeto a las normas y las jerarquías" (Antonio José Navarro).


En medios expresivos anexos al cine pero de considerable mayor apertura intelectual, como el arte contemporáneo, la abyección hace mucho que no solo no se considera reprobable; se celebra: "La abyección, lo que repugna e indigna, perturba la identidad, el sistema y el orden simbólico; produce un colapso del significado y pone en evidencia los marcos culturales". Más aun: "Es un intento por evocar lo real como tal y de acercarse al receptor tanto como sea posible" (Julia Kristeva).


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De la abyección

De la abyecciónMuy pocos ensayistas cinematográficos, Georges Didi-Huberman entre ellos, se han atrevido a articular algo siquiera similar, y a protestar contra la monserga de "lo irrepresentable", "lo impensable" y "lo inimaginable" que otro cofrade de Rivette, Claude Lanzmann, lleva años esgrimiendo para otorgar a las estrategias creativas que aplicó en Shoah (1985) un elitista e irrebatible "poder moral"; poder moral que desdicen, por cierto, fragmentos de Shoah tan insanos como el interrogatorio de Lanzmann al peluquero Abraham Bomba. Para Rivette y Lanzmann, las palabras que denigran a un cineasta o que hacen de un testimonio pornografía emocional beneficiosa para el confesor, tienen la bula que no le conceden a lo visual.


La década que ahora comienza vuelve a suponer otro vuelco para la representación de lo real. Y la puntilla para la apreciación pecaminosa de lo abyecto. Hasta hace bien poco era cierto, como ha escrito Guy Debord, que el perpetuo espectáculo audiovisual en que nos hallamos inmersos constituía "el corazón del irrealismo de la sociedad real [.] la justificación total de las condiciones y los fines del sistema [.] la alienación de un espectador que cuanto más contempla menos vive, cuanto más acepta reconocerse en las imágenes dominantes menos comprende su existencia y su deseo [hasta que] sus propios gestos ya no son suyos, sino de otro que lo representa".


Pero hete aquí que la recesión socioeconómica y el auge de Internet han acabado con el espectáculo como entidad ajena a nosotros, "resultado y proyecto del modo de producción existente". Perviven constructos de producción y exhibición de las obras de arte (entre ellas las películas), y perviven constructos críticos de las mismas, como el texto de Rivette, este que leéis, o las publicaciones que los albergan. Sin embargo, su supremacía en la esfera pública va decreciendo día a día, según el espectador alienado del que hablaba Debord se vuelve consciente de que lo interesante no es lo que ve, sino su reacción a ello, que tiene tanto o más derecho a ocupar un lugar en el universo que la obra y el régimen productivo y social en que se gestó.


No es únicamente que haya desaparecido la jerarquía de autoridad moral y cultural entre quien produce la obra y quien la consume. Es que se ha difuminado la barrera entre lo que es creación y lo que es recepción. Un hecho, su registro, su difusión, su representación, no ejercen sino como abono para la expresión de la propia existencia a través de YouTube, las redes sociales, una entrevista en la calle, una campaña publicitaria que nos tiene como protagonistas. El gran teatro del mundo al que se refería Calderón se ha hecho carne en lo virtual. Y, en el escenario, música, literatura, artes plásticas, información, cine han adquirido el valor de simple atrezzo que da pie a nuestras opiniones, nuestros actos, nuestras vivencias: el verdadero espectáculo.


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No parece casual que se sucedan las informaciones acerca de hombres celosos que matan a sus parejas y enseñan el cadáver a sus parientes a través de la webcam; cantantes que corren a fotografiarse junto a los fans que las imitan en vídeos caseros con más audiencia que las retransmisiones de sus conciertos; novios que contemplan horrorizados, de nuevo gracias a la webcam, el asesinato de sus novias a manos de individuos que querían usar sus móviles (sic); oficinistas aburridos que, entre la tramitación de un expediente y otro, han publicado en foros sus experiencias, nominadas a la postre al National Book Award; tipos que cuelgan en sus blogs vídeos que muestran cómo han estado torturando cachorros durante horas.


En el pasado número de Détour, Ignasi Mena y Juan Alcudia debatían posibles límites de la representación, y Mena se amparaba en Heidegger para sostener que "la obra de arte sólo es tal cuando una comunidad la adopta para explicarse y configurarse a través y alrededor de ella". Pues bien, no creo que tarde demasiado tiempo en saltar la noticia de una snuff movie creada específicamente -esperemos que con voluntarios- con el propósito de su difusión por Internet, de romper con las últimas barreras entre lo que un cuerpo social descompuesto ha establecido como imagen posible, y lo que el alma humana es capaz de concebir y asimilar. El abismo nos ha tomado la delantera. Es nuestra mirada la que tendrá que demostrar su calidad estando a la altura de los retos que nos plantearán las tinieblas: ¿Qué somos nosotros y nuestros contemporáneos en realidad?


Y cualquier diatriba moral sobre la "videncia" o la "invidencia" de estas imágenes, su pertinencia ética, "la actitud del individuo respecto a lo que rueda y, en consecuencia, el mundo y todas las cosas", será peor que inútil. Constituirá una gota más en el océano de las opiniones y las imágenes. Un trending topic, si tiene éxito su propagación vírica a través de la red. Apelar a estas alturas a cualquier tipo de razón superior para juzgar la coyuntura descrita de las imágenes solo significará, como bien resume Javier Gomá, que "se comprende el mundo y a uno mismo con conceptos prestados de las generaciones anteriores".


¿Es pertinente a principios del siglo XXI una connotación negativa para la abyección? De ser así, cabría adjudicársela a quienes no dudan en seguir apoyándose en argumentos hipócritas, acerca de la imagen y acerca de todo lo demás, para elevarse sobre un presente en el que tienen los pies tan firme y convenientemente asentados, si no más, que quienes se arriesgan a mirarlo de frente con todas las consecuencias.

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