(Tal vez) Georges Brassens


Para celebrar el centenario del cantautor francés Georges Brassens la editorial Pepitas de Calabaza publica este octubre una compilación de artículos que he tenido la fortuna y el placer de traducir y prologar. Los artículos en cuestión son textos breves –“crónicas”, según el propio Brassens- que Georges publicó entre 1946 y 1947 en el periódico Le Libertaire, a la sazón el órgano de la Federación Anarquista. Era práctica habitual en la prensa libertaria de la época que los artículos de los colaboradores apareciesen bajo seudónimo, por eso no es posible encontrar entre ellos ningún texto que lleve explícitamente la firma de Brassens. En nuestra selección para Pepitas hemos seguido escrupulosamente el criterio establecido por los editores franceses de sus obras completas, y ello nos ha obligado a excluir algunas crónicas que, sin embargo, por su tono, timbre y temática, barruntamos también son obra el autor de La mala hierba. Los cuatro artículos que el lector puede degustar a continuación forman parte de esos descartes.

Diego Luis Sanromán



(Tal vez) Georges Brassens

Los pedagogos y la idea de patria

20 de septiembre de 1946

Inculcar a los tiernos colegiales una inmoderada pasión por el suelo en el que vieron la luz y un desprecio no menos intemperante por todo lo que respira al otro lado de la frontera es la tiránica regla que desde los tiempos más remotos rige por desgracia entre la patulea de los pedagogos…

Apresurémonos a añadir, a fin de conjurar cualquier malentendido ridículo y pueril, que la susodicha regla no siempre es respetada al pie de la letra y que muchos de esos sujetos se permiten licencias que rayan en la insubordinación cuando, por ejemplo, sugieren a los niños cuya formación se les confía que ellos son ciudadanos del mundo, que su país se parece a todos los demás, que la bandera que lo simboliza no es nunca, a fin de cuentas, más que un vulgar retal coloreado colgando de un asta de madera… de árbol, que los “saqueadores de provincias”, los militares de carrera, aquellos en fin que hacen de su profesión matar a sus semejantes, no merecen más denominación que la de héroes, como decía Voltaire con cierto desdén (y a juicio del primer escritor del siglo XVIII, dicho término era sinónimo de asesino).

Por desgracia, esos nobles educadores revolucionarios, que derriban prejuicios y socavan sistemáticamente los fundamentos de un nacionalismo imbécil; esos valerosos internacionalistas que anuncian un porvenir mirífico en un mundo donde el amor sea el único amo, donde ya no se mate a los hombres con el insostenible pretexto de que han nacido más allá de una línea trazada convencionalmente con tinta roja en los mapas geográficos; esos generosos seres que, siguiendo las huellas de su colega Gustave Hervé, sueñan con instaurar la libre confederación de los pueblos y hacer con los emblemas nacionales lo único que les cuadra: convertirlos en estiércol (queda por saber si es que pueden servir de abono); tales gentes, en fin, están perdidas, ahogadas en un océano de pedantuelos inveterados que por todos los medios –equívocos incluidos- subyugan a los jóvenes alumnos y les imponen sin piedad doctrinas depravadas…

Esclavos del célebre principio que establece que su país es el mejor del mundo, tienden a transmitir a las almas virginales el virus morbífico del patriotismo.

A la manera de algunos sifilíticos sin escrúpulos, que criminalmente contagian a los demás lo que otros les han contagiado, los pedagogos en cuestión inoculan a sus alumnos la enfermedad que les transmitieron sus maestros.

Ahora bien, si se coge a tiempo, la sífilis se puede curar a la perfección, mientras que no puede decirse lo mismo del patriotismo. El pedagogo patriota no entendería ni papa si se le presentara un listado de las víctimas de tal catástrofe…

En el primer nivel (intensa emoción al hablar de la madre patria), nada está perdido. Basta con estudiar con atención la conducta y la mentalidad de los estados mayores.

En el segundo (respeto y saludo al emblema nacional), la cosa es más grave, pero todavía es posible salir adelante si lidiamos con un suboficial completamente estúpido…

Pero en el tercero (alistamiento voluntario en tiempo de guerra, flor en el fusil, “los machacaremos”), el mal es incurable. O te mueres o te quedas idiota…

Con ayuda de poemas, canciones y relatos patrióticos, y contando con la deplorable propensión de la juventud a la épica y lo novelesco, estos educadores tarados preparan metódicamente a los hombres del mañana para responder “presentes” a las movilizaciones y correr al frente que toque para convertirse en fiambres.

Les enseñan cómo estremecerse al escuchar el himno nacional, a saludar a un regimiento que pasa, a respetar a los “bandidos de librea dorada”, a odiar al enemigo hereditario, a creer en el valor moral de la guerra. Después de esto, ¿qué hay de sorprendente en que, cuando los capitalistas ya solo cuentan con los cañones para salvar sus negocios, esos desgraciados vayan como un solo hombre a matarse entre sí en los campos de batalla?

¿Qué hay de sorprendente en que den muestras de deferencia hacia sus oficiales, cuando lo suyo, por el contrario, sería que los juzgasen como a los bribones que son? ¿O en que se ofrezcan como voluntarios para cumplir misiones especiales y se extasíen voluptuosamente al recibir la insignia de los asesinos: la medalla militar, la cruz de guerra?

(Tal vez) Georges Brassens

¿Qué hay de sorprendente en que, a su regreso, se beneficien del loco entusiasmo de las muchachas, que, contaminadas igualmente por el microbio infeccioso, manifiestan una desoladora predilección por los brutos y los patanes?

¿Qué hay de sorprendente en que en el seno de sus hogares, y con el fin de deslumbrar a la familia, narren sus proezas militares, perpetuando de tal suerte los instintos belicosos?

Escuchad, pues, a François Coppée balar su alegría ante una pobre desgraciada que obliga a su hijo a besar la bandera:

“Fue instintivo, simple y hermoso.
Oh madre que desde la infancia
Inculcas a tu hijo el amor a la bandera,
¡Bendita seas en nombre de Francia!” (1).

Pues pronto tu hijo conocerá el privilegio de morir peor que un perro por esos tres colores.

Así es desde hace mucho tiempo, y la raza humana se ha ido acostumbrando. El capitalismo los mantiene en la convicción de que la guerra es un mal necesario, o aún mejor, de que aumenta el valor, y los pobres “ciudadanos” consienten de buena gana y dejan que sus compañeras tengan hijos para la muerte.

Y así seguirá siendo mientras no admitamos la fraternidad entre todos los hombres, sean quienes sean y pertenezcan a la raza a la que pertenezcan. Así seguirá siendo en tanto los maestros y los profesores, y todos aquellos que tienen por misión la instrucción del pueblo, no se hayan impregnado de esta verdad fundamental: que el patriotismo es una horrible plaga contra la cual es su deber luchar con todas las fuerzas.

Charles BRENSS


Un maleante respetable: François Villon

27 de septiembre de 1946

Vago, borracho, jugador, depravado, gorrón, ladrón, revientapuertas y revientacajas, chulo de putas y asesino.

Esto es todo lo que se contentó con ser en vida quien ocupa un lugar de honor en el arte poética del buen Boileau, en las bibliotecas más respetables y en los temarios de los exámenes.

Aquel al que el mundo entero considera como el primero de los grandes poetas franceses, como el iniciador de la verdadera poesía en lengua francesa.

Aquel al que Marot debe no haber sido un insípido retórico.

Aquel que sugirió a La Fontaine lo mejor de su gentileza y su ingenuidad.

Aquel, en fin, que se impone en algunas páginas de Gauthier, Banville, Baudelaire, Verlaine, Richepin, etc., que se percibe en la obra de todos los poetas de hoy y que probablemente ejercerá su beneficiosa influencia en los poetas de mañana y de siempre.

“El tiempo que hasta hoy todo lo ha borrado no ha podido borrarlo a él, y mucho menos logrará borrarlo en lo que vendrá” (Marot)

“Maravilloso poderío el del arte, maravilloso efecto el de la sinceridad”, exclama Gaston Paris en su admirable y conmovedor estudio sobre el poeta parisino.

¿Cómo, en efecto, en recompensa por el bien que le prodigó a la poesía no le perdonaríamos el mal que pudo hacer a sus contemporáneos?

Por su valor espiritual, pero también por su valor material, ¿“el pequeño y el gran testamento” no han reparado con creces los daños que su autor pudiera haber causado a la sociedad, daños que, por otro lado, se habrían producido sin su intervención personal, puesto que en la Edad Media si algo no escaseaba era la carne de horca?

Los pocos escudos que le sustrajo al Colegio de Navarra no impidieron que este se convirtiera, por desgracia, en la Escuela Politécnica, y es seguro que no fue el robo cometido por François Villon y sus cómplices en perjucicio de la iglesia de Baccon el que condenó al clero francés a la mendicidad pública.

Léase la novela François Villon, de Francis Carco (Plon) y François Villon, de Gaston Paris (Hachette).

Tal vez fuese chulo de putas, pero sin gusto, sin vocación, sin interés, a la buena de dios, y aun en este aspecto merece el beneficio de las “circunstancias atenuantes”, pues la sociedad medieval no concedía a las palabras “honor” y “honestidad” el sentido y el respeto que se les concede hoy.

En cuanto a la muerte de ese sacerdote antipático y descarriado que fue Philippe de Sermoise, tampoco será justo reprochársela mientras aquellos a los que acostumbramos llamar personas honorables consideren los duelos como un medio muy noble de resolver las disputas o reparar una afrenta; y es de todos conocido que, debido a un altercado provocado por la presencia a la vera de Villon de una dama a la que Sermoise deseaba, este le había partido el labio de un espadazo al poeta. La historia abunda en duelos motivados por un puñetazo, un sopapo, una injuria o incluso un simple malentendido verbal.

A partir de 1463 se le pierde el rastro a François Villon. Se ignoran la fecha y el lugar de su muerte.

(Tal vez) Georges Brassens

Seamos pues justos e indulgentes con François Villon y no le guardemos rencor por su mala vida, pues, de haber sido un muchacho decente, jamás habría tenido remordimientos y “no habría compuesto más que obras pomposas, banales y fútiles como las de la mayoría de sus contemporáneos”, ni “habría hecho penetrar en nuestra alma el aguijón que desgarraba la suya”.

Sé que a famélicos y a ricos,
a sabios, locos, curas, laicos,
nobles, villanos, grandes, chicos,
bellos, feos, buenos y avaros,
a damas de alzada esclavina,
de bonete y altos peinados,
su condición sea cual fuere,
los va la muerte devorando. (2)

Por otro lado, ¿no es sobre todo su figura patibularia y el desorden de su vida lo que atrae y retiene a los lectores?

Temblemos, pues, ante la idea de lo que habría dejado de escribir François Villon si hubiese sido un hombre honrado. Alegrémonos de que no lo fuera y cantemos con Jean Richepin:

Príncipe, iza tu pabellón,
Y al diablo con quien te niegue,
Rey de poetas menesterosos,
Estafador, truhán, vividor, genio. (3)

Charles BRENSS


El señor Tillon mendiga votos

4 de octubre de 1946

La hora de las elecciones se acerca a pasos agigantados.

La hora en la que el pueblo francés será cordialmente invitado a darse amos a sí mismo.

Los paneles electorales ya han hecho su aparición.

Pronto estarán cubiertos de carteles más o menos prometedores…

El momento se revela capital para los señores candidatos, de ahí que no escatimen esfuerzos para ganarse la simpatía del “buen pueblo”.

Cualquier medio es bueno.

Cualquier astucia, cualquier halago.

Los votantes saben perfectamente –o al menos, aseguran saberlo- que se les ríen en la cara, y además con sus cuartos, y que desde que empiece hasta que acabe el año les van a dar de papear sardinas de carnaval, a falta de otra cosa, pero siguen dejándose atrapar estúpidamente, y con una lamentable obstinación, mientras ponen cara de no dejarse atrapar.

Es una tradición, una mala costumbre de la que no es fácil librarse.

Los obreros de las fábricas Farman acaban de ser honrados con la visita del eminentísimo ministro proletario de la aviación francesa.

Sí, ya sabéis, esa aviación que desde hace algún tiempo manifiesta una clara predilección por la tierra firme; al punto de que persiste en detestar los cielos y que, cada vez que se le ha presentado la ocasión, ha optado por celebrar sus nupcias con el suelo. De forma bastante brutal, por cierto.

Lo dicho, que el camarada Tillon ha ido oficialmente a echar un ratillo con sus hermanos, los obreros fabriles.

(Tengan estos últimos la bondad de no guardarnos rencor por atribuirles arbitrariamente tan desafortunado parentesco).

Tillon comenzó por endilgarles un bonito sermón, en el que especificaba que el personal de las fábricas de aeronáutica en general, y el de las fábricas Farman en particular, prestan un gran servicio a la madre patria.

Algo de humedad en los ojos, algunos sollozos virilmente contenidos, y el sensible pueblo hubo de dar rienda suelta a sus emociones.

Todo un delirio de lágrimas.

Entonces, en ese preciso momento -¡qué habilidad en la puesta en escena!-, las botellas se unieron a la fiesta.

Más de setecientos tapones salieron volando.

¡Y bebieron a la salud de Francia, de la aviación, de su ministro y de su personal!

¡Qué fiesta tan hermosa y memorable!

Por desgracia, un número importante de cascarrabias y de aguafiestas declararon estar asqueados con semejante procedimiento para ganar votos y, dejando allí plantados a Tillon y sus botellas, se dieron el bote bulliciosamente y fueron a refrescarse con el agua pura de las fuentes Wallace

Para ofrecer una prueba irrefutable de que, en este siglo de mezquindad y cobardía, en este siglo en el que las conciencias y las dignidades se han convertido en una mercancía comercial, todavía existen hombres a los que no te puedes anexionar con una botella de vino, aunque tenga denominación de origen.

C. B.


(Tal vez) Georges Brassens

Los remedios soberanos

4 de octubre de 1946

Aunque empieza exactamente como un viejo cuento de hadas, la siguiente historia no tiene nada que ver con la fantasmagoría.

Había una vez un individuo que se llamaba Dupont (por inverosímil que pueda parecer) al que sus intestinos –con los que, sin embargo, nunca se había portado mal- daban mucha, pero que mucha guerra.

En efecto, cada vez que pedía a dichos órganos que cumplieran la función para la que han sido creados, se topaba con una pertinaz resistencia, una resistencia tal que, en comparación, la que opusieron el señor Schumann, Thorez y tutti quanti al opresor nazi quedaba en pura agua de borrajas.

Con la legítima intención de obviar esta dificultad, nuestro protagonista había probado todos los remedios posibles e imaginables: sulfato de sodio, ruibarbo, aceite de ricino, limonada purgante, aguas minerales, audiciones frecuentes de La marsellesa y del Canto de los partisanos. Pero todos se habían revelado ineficaces.

Iba perdiendo ya toda esperanza de librarse de su mal e incluso contemplaba seriamente la posibilidad de suprimir pura y simplemente sus excusados, convertidos en guarida de arañas, cucarachas y ratas, cuando un amigo suyo farmacéutico, al corriente de sus molestias intestinales, se comprometió a aniquilarlas con ayuda de un enérgico remedio.

Ahora bien, resulta que el tal farmacéutico era un guasón, uno de esos tipos a los que les encanta gastarles un buen bromazo a sus semejantes, y que además le guardaba rencor a Dupont a causa de una antigua ofensa.

Según se cuenta, durante una ceremonia oficial este último había obligado al farmacéutico a descubrirse ante una bandera tricolor izada por los guardias móviles.

Una injuria, una cabronada de este nivel no se olvida como un discurso del Jefe del Estado, y el farmacéutico la recordaba y había jurado tomarse la revancha.

Los problemas que al señor Dupont le causaban sus materias fecales le ofrecieron una excelente ocasión para vengarse.

Pronto sabremos cómo…

Con plena fe en la competencia de su amigo, el estreñido Dupont siguió al pie de la letra el tratamiento que aquel le prescribió.

A saber: la lectura cotidiana de L’Humanité, Front National, Ce Soir, Franc-Tireur, etc.; en resumen, de todas las publicaciones que se dejan cortejar por Stalin y sueñan con acostarse con él.

Por desgracia, y como saben los iniciados, la lectura de susodichas publicaciones no contiene ninguna propiedad laxante, sino vomitiva, y de hecho produce un efecto análogo al de la ipecacuana…

La prueba está en que, desde hace algún tiempo, cuando se trata de casos graves de intoxicación, los médicos ya no hacen beber a los enfermos agua caliente y salada, sino que sencillamente les fuerzan a leer los periódicos en cuestión. Parece que el efecto es inmediato y radical…

El señor Dupont lo aprendió por las malas, cuando a lo largo de la jornada se veía obligado a presentar ante la taza de su cuarto de baño la parte opuesta a la que deseaba presentar.

Al cabo de una larga semana, el desgraciado fue a ver a su amigo para informarle del completo fracaso de su tentativa.

- Desde luego –le dijo-, consigo librarme de las materias no elaboradas por el estómago, pero solo por la boca, y tengo el presagio de que, si persisto en aplicar al pie de la letra el remedio que me has aconsejado, pronto expulsaré las tripas y el resto de las entrañas.

El farmacéutico soltó entonces una estruendosa carcajada y le confesó que se había burlado de él para vengarse por lo del saludo a la bandera de los guardias móviles.

Y añadió:

- No van a ser los periódicos comunistas o comunizantes los que te sienten en el váter. Como habrás podido comprobar, lejos de facilitar la defecación, esos periódicos provocan el vómito. Si quieres ir al váter, diariamente, después de cada comida, tienes que leer periódicos de derechas como L’Epoque, Le Monde, L’Aurore, L’Ordre, L’Aube, Paroles Françaises, etc., etc. El resultado te sorprenderá. Además, con este remedio matarás dos pájaros de un tiro: sin duda, no ignoras que en un caso como el tuyo el papel ese un útil auxiliar.

Charles BRENSS



Notas

(1) “Ce fut instinctif, simple et beau / O mère, donnant dès l’enfance / À ton fils l’amour du drapeau / Sois bénie au nom de la France!”. Se trata de los versos finales de su poema Un Baiser au Drapeau [Un beso a la bandera].

(2) “Je connais que pauvres et riches, / Sages et fous, prêtres et lais, / Nobles, vilains, larges et chiches, / Petits et grands, et beaux et laids, / Dames à rebrasser collets, / De quelconque condition, / Portant atours et bourrelets, / Mort saisit sans exception” (Je plains le temps de ma jeunesse).

(3) “Prince, arbore ton pavillon / Et tant pis pour qui te renie / Roi des poètes sans billon / Escroc, truand, marlou, génie” (La chanson des gueux, 1881).


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