Introducción
Hace un tiempo les hablaba de la magnífica -y sentida- Trilogía de la vida (1), realizada a lo largo de la pasada década por el animador norteamericano Don Hertzfeldt. Como recordarán, en ella se abordaba un tema que no suele ser frecuente, excepto en versiones ñoñas y sensibleras: el momento en que todo ser humano descubre su mortalidad, la certeza de su desaparición sin dejar rastro ni recuerdo. En esta ocasión, me gustaría analizar otra trilogía no menos lograda y sentida, la Trilogía de la vida rural (2) del animador alemán Andreas Hykade.
Al contrario que en la de Hertzfeldt, el tema de esta trilogía es mucho más habitual: el paso de la niñez a la madurez. Sin embargo, no lo es el modo en que Hykade enfoca y presenta este tránsito vital. Normalmente, la niñez, incluso la juventud, tienden a mostrarse cual paraíso soñado y perdido, al cual quisiéramos retornar los que ya sólo podemos envejecer. Tan acendrado es este espejismo, cuyo rastro puede seguirse hasta las novelas de Dickens, que productos animados recientes (3) han sabido pulsar muy hábilmente los resortes sentimentales del público, siendo esa, quizás, su única fortaleza. Por otra parte, este apelar a un Paradise Lost se conviene muy bien con la imagen popular de la animación, producto para y de la infancia, figuración tan fuerte que incluso ahora, cuando la animación al fin puede ser disfrutada sin correr el riesgo de ser expulsado de alguna Arcadia cinéfila, seguimos juzgando a sus grandes nombres por sus obras de carácter más infantil, aquellas que contienen una mirada emocionada sobre ese mundo de la maravilla y la ilusión, dejando de lado otras obras más maduras (4).
Existe otro punto de vista, aparentemente más atrevido y contestatario, el de las comedias juveniles americanas de los años ochenta y de buena parte de las series de anime (5). En esas obras se reduce ese tránsito vital al descubrimiento del sexo, hecho más que cierto, desconcertante y demoledor, pero que ve reducido su impacto existencial a los chistes verdes y las bromas de adolescente, sin preocuparse por explorar el efecto devastador que ese encuentro, para el que nadie nos ha preparado, tiene sobre cada uno nosotros en un momento crucial de nuestras vidas. Y no es que las bromas estén de más, todo lo contrario (6), pero lo que sí está de más es preferir siempre el camino trillado, sin desviarse un milímetro de él.
Como pueden imaginarse, la visión de Hykade sobre estos ritos de paso se halla en un ámbito completamente distinto al de los ejemplos antes citados. Para Hykade, en primer lugar, tal paraíso no existe. Tan absoluta es su ausencia que cuando comienzan sus narraciones no queda de él ni el recuerdo. Sus personajes -los de la Trilogía de la vida rural- se hallan abandonados a su suerte en un desierto existencial, sin guías ni referencias, condenados a encontrar un camino, cualquier camino, sin certeza alguna de que realmente vaya a tener un destino, ni mucho menos que este, si se llega a él, resulte ser afortunado y feliz.
Puede parecer exagerado, radical, descarnado, pero no lo es. Y no lo es, porque es mucho más real que esas versiones placenteras con que nos dejamos adular, bien como adultos, bien como adolescentes. Nada queda en esta trilogía de esa complacencia tan usual, de esa nostalgia embriagadora y venenosa, por la que la basura del pasado se convierte en el oro del presente (7). Para Hykade ese tiempo pasado, ese tiempo que ahora idealizamos, no era más que una sucesión de preguntas, de dilemas, de encrucijadas y laberintos, pocos de los cuales tuvieron respuesta y estas, en su mayoría, equivocadas. Un tiempo, por tanto, en que la vida, su disfrute, su descubrimiento, se malgastó en estériles disquisiciones, cuyos resultados -nosotros mismos- sólo nos parecen válidos precisamente debido a nuestro miedo a admitir que perdimos el tiempo en su engañosa resolución.
Tiempo de confusión, tiempo de extravío, al que sólo la edad, el olvido que la acompaña, pueden teñir en el recuerdo como momento de luz y seguridad, de plenitud y perfección. Unas características completamente ausentes de los cortos de Hykade, donde la luz, la plenitud, lo poco que puede quedar de ambas, siempre van acompañadas de sombras. Las mismas que aún hoy, mucho más tarde, en la falsa seguridad de nuestra madurez, continúan acompañándonos, solo porque ellas, precisamente, fueron nuestro origen, la base y el fermento de todo aquello de lo que ahora nos ufanamos.
Muerte y Sexo: Wir lebten in Grass (Vivíamos en la hierba)
Primera discordancia. Wir lebten in Grass (1995) (8) es el ejercicio de graduación de Hykade, pero dado su acabado visual y su profundidad temática, parece más bien obra de madurez (9), destilada y decantada tras largos años de oficio y de reveses.
Esta maestría se nota en primer lugar en el estilo gráfico elegido. Dado que la obra se sitúa en el tránsito entre niñez y adolescencia, justo cuando por primera vez sentimos saber quiénes somos y quiénes vamos a ser de ahí en adelante, Hykade elige un diseño simple y esquemático, al mismo tiempo primitivo e infantil, tosco y burdo, de personajes reducidos a meras cuatro líneas, cuatro rasgos definitorios, que sólo llegan a identificar su sexo, su edad, su oficio, su carácter básico. Esta sencillez y tosquedad no implica simplismo, ni tampoco feísmo explícito, abjuración de las normas, sino riqueza y variedad.
Ejemplo perfecto de este difícil equilibrio se halla en la descripción de la figura del padre del protagonista, quien parece vivir en un mundo propio de ideas y fantasías, hasta llegar incluso a descuidar a su familia. En manos de Hykade, estos rasgos del personaje no se muestran de forma literaria, con palabras o acciones, sino de forma completamente visual, rodeando a su figura, que parece haber sido tallada en un bloque de piedra, de todo tipo de formas abstractas, similares a animales, que se mueven sin descanso a su alrededor. Una influencia perenne sobre el protagonista que no sólo invade el espacio del hogar, sino que le acompaña un trecho en sus correrías.
A pesar de esta economía de medios visuales, cada uno de los personajes es descrito de una forma certera e inconfundible, con una expresividad corporal de tal significado, que permite que la voz que narra el corto aparezca sólo esporádicamente, para digresar sin rumbo y sin referencias, apartándose de lo visto para luego reencontrarse con las imágenes, en remedo de los propios vagabundeos del protagonista. Esa misma reducción a lo esencial no evita ni impide que Hykade se complazca en virtuosismos de maestro -ninguno de ellos gratuito- cuando se trata de reproducir el movimiento, sea este las ondulaciones del mar de hierba que da el título al corto, sea las evoluciones de los otros adolescentes que ya han dejado de ser niños, montados en sus tigres -ya veremos luego el significado de estos símbolos- , sea los encuentros fortuitos, a veces gozosos, a veces dolorosos, de protagonista con la Dandelion Girl (10), la otra protagonista del corto, al menos por su influencia en el carácter principal.
Esta inclinación al virtuosismo no se limita a los personajes y su representación. Se extiende también a los ambientes que habita y explora el personaje principal, reflejando en ellos, al modo romántico, los sentimientos de terror, envidia, adoración, crueldad, que este experimenta en cada momento, bien por lo que ocurra entonces, bien por lo que sucediera antes. Hykade hace confluir así el mundo interior con el exterior, mostrando cómo ambos forman parte de una misma rueda, sin que podamos disociar, aislar o separar el uno del otro. No sólo estas dos vertientes, sino también la realidad y la fantasía, lo que vemos y experimentamos frente a lo que soñamos y anhelamos. Mundos que, al principio, por el uso del color que realiza Hykade, parecen distinguibles, identificables, pero que poco a poco se van confundiendo, hasta que en las últimas escenas del corto, se vuelve imposible saber si lo que ocurre es una fantasía del protagonista/narrador o realmente se llegó a ejecutar ese acto de violencia de carácter inequívocamente sexual, aunque disfrazado, que se nos obliga a presenciar.
¿Y respecto al mensaje? ¿Ése que les he venido anunciando, anticipando en los párrafos anteriores? “All woman is whore, all man is soldier, my Papa said, so go into grass and kill a tiger for the best tits (you) can find”- (11). Con estas palabras se inicia el corto. Radicales, descarnadas, claramente misóginas. Equivocadas, completamente equivocadas, pero al mismo tiempo ciertas y verdaderas. Porque en este mundo en el que vivimos -el mundo de Wir lebten in Grass, en definitiva- es una sociedad donde ser significa valer, y valer implica y exige conseguir. No cualquier cosa, sino aquello definido y prescrito por la sociedad, simbolizado en el corto por un tigre mítico, cuya captura y muerte franqueará el camino a cualquier deseo, incluso el supremo, el sexo siempre contemplado desde el punto de vista masculino, expresado como posesión de un cuerpo femenino.
Posesión, palabra que implica dominio y por tanto violencia. La misma que ese valer y conseguir implican, porque, en la definición del padre del protagonista, el requisito necesario para ambos es transformarse en soldado con todo lo que esto supone. Matar, en definitiva, ya sea al tigre, ya sea a quien se oponga a la obtención de esos objetivos, ya sea a quien nos niegue nuestros placeres.
¿O no es así, acaso? Porque el padre del protagonista, a pesar de sus declaraciones extremas, no deja de ser un gigante bonachón, incapaz de matar a una mosca, mientras que los otros niños, aquellos con los que el protagonista se encuentra en sus andanzas, han sabido hacerse amigos de los tigres, escogerlos como compañeros de juegos. O, simplemente, a la Dandelion Girl no le importará compartir contigo una de sus flores, de su alegría y su perfección, pues inmediatamente habrán de volver a brotarle.
Pero no, tampoco es así. Porque la muerte siempre está presente, siempre al acecho, para arrebatarte lo que más amabas -o no sabías que amabas tanto, hasta ese preciso instante-, o para convertirte en su instrumento. Entonces, aquello y aquellos que deberían darte esperanzas para sobrellevar esas pérdidas, esas crisis, como así se ufanan la religión y sus propagadores, sólo están interesados en inculcarte unas creencias absurdas y sin sentido, en las que ellos mismos quizás no crean. Motivo por el que sus medios para convencerte, para convertirte, se reducen a la violencia y la amenaza.
Queda quizás la huida, el apartarse del mundo, pero esta es también otro falso remedio, ya que, como se recuerda en el corto, el fin del mundo está a dos manzanas de distancia y allí te exigirán el pago. Ese tigre que deberás matar, a pesar de su belleza, de su fuerza, de su condición de único e irrepetible, del amor y la admiración que pudieras tenerle.
Y una vez cometido ese primer crimen, nada podrá impedirte ya tomar ese camino, sea de forma literal, sea de manera figurada. Es más, lo anhelarás, lo necesitarás. Aunque quien sufra a tus manos fuera, un momento antes, lo más sagrado en el mundo para ti.
Sexo y Violencia: Ring of fire (Anillo de Fuego)
Si Wir lebten in Grass (12) apuntaba a un mundo masculino, intrínsecamente misógino. Ring of Fire (2000) (13) nos sitúa, desde un principio, en uno de esos ambientes que, como el ejército, huelen a sudor y rebosan de testosterona, al menos en el ideal transmitido y heredado: El Oeste americano y su plasmación visual en el género del Western (14).
En el corto de Hykade, el Oeste es un lugar donde prima la hazaña física, el postureo, el demostrar, mediante acciones y hechos, intimidando, la propia valía, aunque estos actos, en realidad, estén vacíos de toda substancia. Poco importa esa oquedad, porque lo único que se les pide es que franqueen el acceso a esos bienes, a esos deseos, que todos ambicionan y codician. De nuevo, encarnados en el sexo y sus placeres, como epítome de todo lo soñado y deseable. Sin embargo, esos afanes tienen su contrapartida, sus sombras, porque ese alcanzar, ese obtener y poseer, pueden lograrse de forma directa o indirecta. Directa, siendo aquel a quien todos admiran, cuya habilidad y proezas le franquean todas las puertas, le granjean todos los afectos y la admiración universal. Luego está la indirecta, la de pegarse al ganador, aceptar ser su sirviente, vivir de sus migajas, al precio de tener que reírle las gracias, aceptar las humillaciones y los desprecios que él, el ganador, el triunfador, te propine.
Devenir, en definitiva, opresor y oprimido, mendigo y ricacho, al mismo tiempo, según quien mire, según la situación, como le ocurre al protagonista del corto.
Pero antes de llegar a su peripecia personal y a su significado, hay que hacer una pequeña parada. Volver la vista a cómo Hykade refleja ese mundo, ese Western soñado, pero al mismo tiempo descarnado, inhumano en su plasmación, para así comprobar cómo su estilo ha evolucionado desde Wir Lebten in Grass. Al igual que en ese corto, Hykade mantiene su preferencia por las formas esquemáticas, pero al mismo tiempo especialmente descriptivas y expresivas. Esto se muestra con claridad en la oposición entre el protagonista y su cabecilla/camarada/abusón, el primero descrito con formas cuadradas, como el padre de Wir Lebten, y con un lenguaje corporal torpe y desmañado, propio de quien es en el fondo un buenazo, dejando bien a las claras lo lejos que está del nivel de su protector/torturador. Este, en oposición, es representado con formas angulares, ya de por si agresivas y amenazantes, mientras que todos sus movimientos denotan una seguridad y una habilidad inusuales. Características, precisamente, que le han proporcionado su posición y su prestigio, y de las que carece el protagonista.
Ring of Fire seguiría así en la misma línea estilística que Wir Lebten in Grass, pero es fácil ver cómo Hykade ha evolucionado con respecto a su primer ensayo/ejercicio, especialmente en la descripción del lugar central del corto: el paraíso del sexo y la sensualidad que constituye la recompensa a la masculinidad extrema que prima en ese mundo. En la plasmación de ese entorno, Hykade echa el resto, acumulando imposibles y tour-de-force en la pantalla, para ser así al mismo tiempo simbólico y explícito, barroco y contenido, sensual y sádico. Porque, como en el corto anterior, esos placeres corporales no pueden entenderse sin la dominación y la sumisión. Sin esa violencia necesaria e imprescindible que acompaña a cualquier goce humano.
No obstante, no es el torbellino lo que seduce, atrae e incita a nuestros protagonistas. Son dos lugares, ajenos a esa orgía a pleno sol, los que constituyen la mayor recompensa: la única definitiva que puede otorgarse en esa sublimación del Western propuesta por Hykade. Uno es un lugar secreto, reservado para unos pocos, aquellos que puedan superar una prueba de habilidad sin la cual no hay entrada posible. Del éxito en ese reto depende el disfrute de placeres desconocidos, tanto más atractivos, tanto más irrenunciables, por ir rodeados de ese aura de inasibilidad e imposibilidad. Goces que responden a la definición que el corto nos propone, de nuevo en la voz de un narrador esporádico y distraído, en cuyas palabras se descubre aquello que, dominantes y dominados realmente desean: But much more, we waited for beauty, from somewhere way beyond (15).
Un much more, un way beyond, que no sólo se encarnan en ese placer exclusivo y selecto, reservado a aquellos que sólo pueden conquistarlo, sea con dinero, sea con prestigio, sino que también se revelan en otro lugar situado literalmente al otro lado del espejo. Pertenece también a ese gran burdel que forma el escenario principal del corto, pero parece extraído, robado, de un plano, de una dimensión, completamente ajena, ya que si antes el goce del placer supremo se hallaba tras elaborado ritual, oficiado por una gran dama de quien nadie podría obtener sus favores impunemente, aquí, en este remanso, se ofrece de manera gratuita, a quien lo desea y a quien se desea, sin mayores aspavientos ni condiciones. Lugar único, por tanto, el único donde nuestro protagonista, eterno segundón y subordinado, puede sentirse por fin elegido y privilegiado, incluso amado, sin que ese amor le venga por ser sirviente, asociado, aliado de los que en realidad mandan y gobiernan el mundo.
Así es, cierto, pero este mundo imaginado es también el mundo real, de forma que al que nada tiene, aun lo que tiene le será arrebatado. O en otras palabras, los triunfadores de este mundo, los que todo poseen, no pueden tolerar que alguien disfrute de lo que ellos no tienen, menos aún si es gratuito o voluntario. Por ese simple motivo, el protagonista verá cómo esa mínima felicidad, la única que era sólo suya, le es robada por su compañero, a la vez protector y opresor, sin que nada pueda hacer por evitarlo. Doble humillación, porque esa extirpación de lo amado no va acompañada por violencia, sino por consentimiento, como era de esperar en el caso de alguien perteneciente a la raza de los triunfadores, a esos a los que todas las puertas se les abren, ninguna se les cierra.
Triple humillación, en realidad, porque es también característico de estos vencedores, de aquellos que nos observan desde la cumbre a la que se han encaramado, que le hemos permitido escalar, el destruir toda belleza, toda altura que les supere, sólo por demostrar y probar que nada ni nadie puede oponerse a sus deseos. Es necesario, por tanto, aun en caso de duda, derribarla y mancillarla, si sólo por dejar bien claro que esa pureza, esa belleza no pueden ni deben existir en este mundo. No les está permitido pervivir en ese estado acusador, si es que el orden natural, ése que sitúa a los fuertes por encima de los débiles, debe mantenerse y perpetuarse.
Así ocurre, para desgracia y desastre de nuestro protagonista, y su (aún no) amada. Un hecho devastador para ambos, tras el cual sólo queda apretar los dientes y seguir adelante, recoger los fragmentos que queden y reconstruir lo que se pueda, para al menos fingir que se ha alcanzado ese final feliz que a nadie, mucho menos a los perdedores, le ha sido concedido en esta tierra.
Violencia y Muerte: The Runt (El inválido) (16)
Tras la intensidad abrasadora, el despliegue pirotécnico de recursos visuales, la exasperación dramática de Ring of Fire, el corto que cierra la trilogía, The Runt (2006) (17), puede parecer a primera vista una caída del pulso estético y narrativo, de la creatividad de un Hykade que ya no llegará a alcanzar sus cumbres anteriores. O al menos así se supone.
Es cierto que la anécdota del corto es muy simple. Nos habla de unos granjeros que crían conejos para consumo propio, y cuyo sobrino, niño aún, decide criar al miembro más débil de la camada, terminando encariñado del mismo. Sin embargo, esa simplicidad es engañosa, una trampa que nos pone Hykade para que nos confiemos. La cría de ese conejo más débil no ha sido concedida sin condiciones. Si el tío del protagonista le perdonó la vida, cuando pensaba matarla recién nacida, es porque pasado un año tendrá que ser el propio protagonista quien la sacrifique. Es ese lapso de tiempo el que constituye el marco temporal del corto, periodo en el que se descubrirá cómo para esa familia de granjeros, los conejos que crían no son otra cosa que un objeto más del que pueden disponer a su antojo, cuando así lo precisen.
Una utilización que no está exenta de rituales, es más, no puede concebirse sin ellos, sin su repetición exacta, si se quiere que surtan efecto, si se pretende que protejan a sus oficiantes. Cuando haya que sacrificar a uno de los conejos será necesario descender a una cámara subterránea, donde se procederá a matarlo, donde no se nos permitirá el acceso, como espectadores, hasta el final del corto. Entretanto, de ahí dentro sólo nos llegan sonidos irreconocibles, pero por ello aún más horribles que si presenciáramos la escena con nuestros propios ojos. Esta primera fase del rito es seguida por una segunda, en la que es el matarife quien debe devorar a su víctima, vistiendo además la piel del animal que acaba de desollar, en clara referencia a los ritos de los cazadores-recolectores y los primeros agricultores, para quienes tomar una vida era un acto del cual podían derivarse las peores consecuencias, si no se conseguía aplacar a la víctima. Un ejemplo de pensamiento mágico cuyas trazas, apenas reconocibles, transformadas, metamorfizadas por siglos de civilización siguen aún presentes entre nosotros.
Durante la mayor parte del corto, al protagonista le bastará con presenciar sin participar, pero un ritual nunca está aislado, forma parte de una cadena que conecta, une y sustenta la sociedad. Más tarde o más temprano, toda persona deberá participar, oficiar en esos ritos, si es que quiere pertenecer al grupo, a la cultura que los practica. Tal es el significado del plazo que el tío del protagonista del corto le impuso al principio: poner una fecha a los ritos de paso que convertirán al protagonista en un adulto. Una vez expirado este tiempo, él mismo deberá descender a la cámara del horror para descubrir cómo se les quita la vida a esos seres que vio descender desconocedores de su destino, subir ya muertos. No sólo eso, deberá también sujetarlos al patíbulo con sus propias manos, para luego empuñar las herramientas del verdugo y sacrificarlos.
Un proceso que Hykade nos muestra en todo su horror, sin ocultar detalle alguno que pudiera aliviar o disculpar las acciones que estamos viendo. Un naturalismo descarnado que se ve subrayado al mostrar con qué facilidad, en esas situaciones extremas, al mismo tiempo naturales, su curso se puede salir del guion prescrito, tornarse un maldito embrollo cuya crueldad, cuyo horror, sean aún mayores que el previsto y esperado. Franqueza brutal, honestidad no menos hiriente, en la representación de un hecho cotidiano, pero no por ello menos horrible, que Hykade aún hace más visible, más desgarrador, al hacer uso de colores subidos de tono, casi festivos, en la descripción de la sala de ejecuciones, donde chirrían de forma insoportable, pero al mismo tiempo avisan, confirman, la normalidad de lo que allí ocurre.
¿Y cuál es el resultado? ¿Qué repercusión tienen estos hechos, esta participación de nuestro protagonista en ellos? Ninguna. Él, como sus tíos, como sus antepasados antes que ellos, vestirá la piel de su víctima, consumirá su carne, convirtiéndose así en un adulto más, aceptado por toda la comunidad, sin objeciones ni reservas algunas.
Se ha cerrado así el círculo que abriera Wir lebten in Grass. Inevitablemente, crecer significa conocer de la existencia de la muerte, enfrentarse a su presencia constante, devenir incluso su ejecutor. Crecer, por tanto, también implica matar, sea de manera real porque así lo exige tu comunidad, esa cultura en la que has nacido, o, en sociedades más evolucionadas, hacerlo figuradamente, en efigie, en el recuerdo, utilizando en vez de espadas y garrotes, el desprecio y la maledicencia.
Incluso aunque ese acto de crueldad se dirija contra aquel o aquella a quien más amas.
Conclusiones
No hay concesiones, ni complacencias, por tanto, en la visión de la existencia que tiene Hykade, para quien esta es un complejo conglomerado de relaciones regidas por el poder y las jerarquías sociales, mantenidas por la violencia, la represión y la humillación. Se puede discutir si este retrato es fiel a la realidad -en mi opinión, no puede ser más ajustado- pero lo que no se puede poner en tela de juicio es su necesidad, la imperiosa urgencia artística por poner de manifiesto los mecanismos que gobiernan nuestra vida.
Esa necesidad, esa urgencia, se justifican porque en los productos comerciales habituales la vida suele reducirse a una falsa dicotomía, consistente en la oposición entre un mundo que está bien hecho, al que sólo le faltan unos pocos arreglos para ser perfectos, que abunda en paraísos ocultos, olvidado y perdidos, frente a un mundo donde la violencia es la norma, pero donde este estado de conflicto es siempre debido a los otros, no a nosotros, que podemos repanchingarnos en nuestras butacas sintiéndonos a salvo, justificados y protegidos, mientras disfrutamos sin consecuencias de la violencia y el terror que no podemos hacer realidad cotidiana.
Cuando en realidad, como bien demuestra Hykade, el paso a la madurez no puede entenderse sin nuestra participación, la de cada uno, en esa violencia universal y eterna, única característica común a todos los seres humanos, a todos los tiempos, a todas a las sociedades, incluso la nuestra.
Sólo que nosotros tenemos el privilegio de poder ejercerla sin mancharnos las manos, sin ver, sin siquiera conocer, a nuestras víctimas.
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(1) La trilogía de la vida de Hertzfeldt: contemplando el abismo de nuestra mortalidad, por David Flórez
(2) El nombre más común es The Country Trilogy o Trilogía del campo, pero prefiero traducirlo así.
(3) No hace falta que los nombre.
(4) El caso de Ghibli es más que ilustrativo.
(5) Hasta el extremo de parecer ser el único tipo de anime posible.
(6) ¿Cómo ser jocosamente serio hablando realmente en broma? Busquen Shimoneta to Iu Gainen ga Sonzai Shinai Taikutsu na Sekai (El aburrido mundo donde los chistes verdes han sido prohibidos, 2015).
(7) Piensen en tantos productos culturales cochambrosos que se revisten de oropel para contentar a una generación ya más que madura, cuando no caduca.
(10) La chica-diente de león, representada como la misma flor silvestre.
(11) Toda mujer es una puta, todo hombre es un soldado, dijo mi padre, así que ve a los campos y mata a un tigre, por las mejores tetas que encuentres.
(12) Curiosamente, Hykade no se proponía construir una trilogía, pero algo se le quedo en el tintero, tras Wir Lebten in Grass
(13) Ring of fire
(14) Daría mucho que hablar la diferencia en la concepción del Western entre los que provenían de esas regiones y los que sólo lo soñaron. En otras palabras, el Oeste como ideal o como lugar del que hay que huir.
(15) Pero mucho más, esperábamos la belleza, desde alguna parte fuera de aquí