Souvenir de París: Frances Ha + Los Ilusos
En Frances Ha, Noah Baumbach nos presenta a una bellísima protagonista, un personaje, creado e interpretado con gran dulzura por Greta Gerwig, que trata de encajar en su entorno sin perder su fresca visión de la vida. Baumbach nos sitúa en el New York más arty, filmado en blanco y negro, al más puro estilo del Manhattan de Woody Allen, que refleja un ambiente culturalmente elevado donde la gente es un tanto fría. En este contexto se sitúa Frances, una chica que se niega a perder su sentido del humor juvenil aunque se acerque a la treintena. Así, el filme trata sobre cómo afrontar los sueños que no se cumplen, ser feliz aunque sea de manera distinta a sus expectativas iniciales. Frances consigue emocionarnos con su singular sentido del humor, sus disparatados fracasos y desternillantes malentendidos. Detalles, estos, que logran que el filme resulte amable en su conjunto, sin que por ello deje de estar impregnado de una cierta melancolía. Precisamente, Frances nos conmueve con su manera de superar los obstáculos, de madurar, al fin y al cabo. Por otro lado, la fotografía de la película está muy cuidada, dotada de un gran contraste. Sus referencias están igualmente seleccionadas con mucho gusto, plasmándose en diferentes niveles, del más sutil al más evidente. Así, en el lado sutil encontraríamos el momento en que Frances, de visita en casa de sus padres, aguanta la respiración bajo el agua de la bañera. Tan sólo es un instante, pero como en El diablo probablemente, lo que le hace volver a respirar será oír la voz de su madre. Este momento está dotado de una profundidad sorprendente debido a su brevedad, y aporta este tono melodramático a la cinta. En las referencias más obvias, a modo del más puro homenaje, nuestra protagonista corre y brinca por la calle al son de Modern Love; tal y como lo hiciera Denis Lavant en Mauvais Sang. El cine francés y, por extensión, París y Europa, siempre ha sido percibido como un ideal de belleza y calidad para el público americano. Tanto es así que en el máximo momento de desesperación, nuestra protagonista decide viajar a París, intenta animarse persiguiendo su sueño. En una bofetada de realismo, la experiencia será un desastre. La forma de filmar los exteriores se adaptará al estado de ánimo de Frances, huyendo de una panorámica turístico- imitativa de la nouvelle vague. En cambio, el bello París se verá retratado de forma breve, concisa y un tanto cortante. Afortunadamente, es un alivio para el espectador que se trate de una película americana, pues nos hace salir de este episodio dramático poco a poco, culminado en un happy end tan bien construido que se constituye como el único final posible. De esta manera, Frances Ha es una obra que fácilmente podría convertirse en un clásico, ya que integra a la perfección el estilo americano con las referencias al cine francés. Decididamente una obra redonda que valdrá la pena revisitar con calma.
Fruto de un marcado gusto por lo francés, rodado en abundancia de exteriores y en blanco y negro, con Los Ilusos Jonás Trueba ha querido hacer un canto de amor al cine, utilizando muchos de sus recursos expresivos (elipsis, diálogos en off, guiños al cine mudo, el dentro y fuera de campo, guión referente a la experiencia de rodar y de actuar...); incluso, encontramos un chiste integrado en la trama en el que nos dicen que en un determinado bar se sienten como en París. En Los Ilusos no encontramos tanto escenas con un referente directo como una adaptación del estilo post nouvelle vague ambientada en el Madrid contemporáneo. En concreto, el Garrel de Les amants réguliers está muy presente, por la forma en que las parejas conversan y discuten mientras se muestran las calles de la ciudad. Aunque está técnicamente bien realizada y los actores encaran sus personajes con solvencia, hay ciertos puntos que resultan criticables. Lamentablemente, no acaba de funcionar porque da su visión desde un determinado grupo de amigos, muy parecidos entre ellos y un tanto ensimismados. Ejemplo de esto es cuando nuestro protagonista va al cine con su amiga suiza y le dice que no se interesa por ninguna película de las que se estrenan. Esto podría verse como una crítica al sistema de exhibición en España, en el que llegan una cantidad muy limitada de películas. Pero no, se reduce a su experiencia vital, a que a él como individuo le pasa que según el momento no puede ver películas y en cambio en otros ve sin parar. Así, no presenta situaciones generales sino particulares, dentro de un ambiente cerrado. Su experiencia no tiene por qué ser un reflejo de los trabajadores culturales en general, y tal vez no pretenda serlo, pero sí encontramos en la película una especie de aspiración generacional, constituir un retrato de los jóvenes cineastas de su tiempo, cuya visión demasiado ensimismada puede llegar a falsear la realidad… Parece buscar una identificación con el espectador del gremio, lo que no es muy moderno ni positivo. Hay un punto incongruente con el carácter cinéfilo que muestra el resto de la obra, pues hay una escena en la que un amigo que regenta una tienda obsequia a León con una colección de películas extrañas en cintas de vídeo. En una escena anterior nos queda claro que León es un cinéfilo, pues se queja del formato digitalizado que actualmente sufrimos en los cines. Por ello, resulta extraño que decida tirar a la basura esta colección que le han regalado, exclusivamente porque su formato esté obsoleto. Si hubiera sido un verdadero cinéfilo, se habría interesado por el contenido de las cintas y, aunque no las conservase, quizás hubiera digitalizado una parte. Puede ser una anécdota dentro de la película, un chascarrillo incluso, pero demuestra poca labor de archivo; además, insiste en ello al final con las niñas pequeñas jugando a destrozar las cintas. Aunque en este punto demuestra un poco de falta de sensibilidad lo suple con la historia de amor que comienza, narrada brillantemente desde dentro de la ficción y desde fuera de ella (incluyendo pruebas de sonido, recitar el guión con voz en off, etc.). En general, son más sus virtudes que sus defectos, donde destacan especialmente las bellas relaciones de amistad que los personajes establecen entre ellos; esa manera de rodar que nos sitúa entre lo vivido y lo filmado.
El cine de João Rui Guerra da Mata y João Pedro Rodrigues
En esta última edición del Festivalpudimos disfrutar de tres filmes de estos autores, lo que es un porcentaje alto de la programación. Anteriormente ya apostaron por Rodrigues con su Morrer como um Homem, película de la que podéis leer la crítica aquí. En esta ocasión el largometraje exhibido, A última vez que vi Macau, está co-dirigido por Rui Guerra da Mata. De este último pudimos ver su cortometraje O que arde cura, compartiendo sesión con el corto de Rodrigues Manhã de Santo António. Resultó un ejercicio divertido desgranar qué recursos aportaba cada uno a la pieza en común, aunque se complementan a la perfección.
El argumento de A última vez que vi Macau gira en torno a la idea de desaparición, pues no solo desaparece su protagonista, Cindy, el único personaje al que veremos por entero en cámara, sino que también se desvanece la propia ciudad. Nuestro narrador será una voz en off la mayor parte del metraje mostrada solo de forma indirecta. Justo en el centro de la historia podremos verle a través de unas fotografías, en su infancia, pues el amigo que viene a socorrer a Cindy es un antiguo habitante de Macao que sufre un choque emocional entre la ciudad que vive y la que recuerda. Además de la desaparición el concepto de recuerdo está muy presente también en la trama, unido a la fantasía; esta última, de hecho, cada vez nos adentra más en una historia similar a los cuentos imaginados por los niños. Esta combinación de voz en off mientras muestra panorámicas de la ciudad no deja de recordar a Chris Marker, aunque nuestros autores pervierten la noción de documental para acercarse progresivamente a una resolución casi surrealista de la trama. Encontramos un recurso extraño que desestabiliza al espectador, que ya ha debido acostumbrarse a los actores en off (sugeridos pero no mostrados por completo), en el que el director se identifica con la cámara subjetiva y a la vez con el personaje que narra. De hecho, durante la narración Rui Guerra da Mata y Rodrigues dialogan, rompiendo con la ficción. De algún modo están presentes, haciéndonos partícipes de que dirigen la historia. Además, esta ausencia de rostros dirige nuestra atención al entorno, nos transformamos en voyeurs, perseguimos comprender lo que sucede y conseguiremos desvelar el misterio pero no mirarlo directamente a los ojos. Volviendo a la influencia surrealista encontramos una forma fetichista de mostrar los objetos, en especial el zapato abandonado de Cindy (el zapato también tenía protagonismo en Morrer como um Homem, es una imagen recurrente en Rodrigues) y la jaula mágica que muestra. Esta jaula bien podría ser un objeto surrealista, cubierta por una tela, conteniendo en su interior el misterio. Todo en esta visión de Macao invita a soñar, a dejarse absorber por su exotismo, a perderse en sus noches dónde todo está a la venta. El espectador acabará por fundirse con su espíritu, literalmente quedará disuelto por ella.
Manhã de Santo António juega a distorsionar la realidad. Se sitúa el día de San Antonio, el 13 de junio. Al ser el patrón de Lisboa la tradición manda que se le ofrezca albahaca y cartas como muestra de amor y respeto. Y así sucederá pero de un modo trasgresor y con no poco sentido del humor, pues resultará que la ciudad ha amanecido aniquilada, no parece haber restos de la población. Poco a poco empiezan a aparecer los jóvenes, que van caminando en una procesión fantasmal. Estos zombis, reflejo de la sociedad actual, han perdido completamente el rumbo. No saben por qué actúan, simplemente repiten gestos automatizados: miran su móvil, van todos por el mismo camino, vomitan... Es increíble lo que puede llegar a parecerse esta Lisboa a la salida del público de un local nocturno, o de un macro-festival. Una gran cantidad de gente, sofocada, asfixiada, en ese momento sin expectativas; una blank generation en toda regla. Rodrigues filma con especial frialdad este escenario poblado de figurantes, de extras sin una función específica. No hay historia, la narración carece de interés. Simplemente el filme acontece, hasta que llega a su punto culminante. Uno de los jóvenes consigue llegar hasta la estatua del santo y allí descargará el resto de humanidad que le quedaba: lanzará la maceta contra su rostro de piedra, posteriormente perderá del todo el conocimiento. Gastará esta valiosa energía inútilmente, aunque al menos caerá en plena lucha.
O que arde cura posee un carácter muy distinto, pues no utiliza la carta humorística sino que se inscribe dentro del género melodramático. Aunque técnicamente sea muy diferente, su referente directo lo encontramos en el Rosellini del cortometraje Una voce umana (episodio dentro de L'amore).En esteAnna Magnani se encuentra en una habitación hablando por teléfono con su ex- amante, al que le suplica volver. Rui Guerra da Mata le da un giro a la situación, pues nuestro interlocutor despechado es interpretado por Rodrigues y cambia la escenografía realista por una verosímil, pero cuajada de efectos teatrales. La puesta en escena se caracteriza por cambios en la escenografía, en el ángulo de la cámara, la manera de iluminar el cuerpo de nuestro protagonista... Como en un teatro, la escena gira, la iluminación cambia a voluntad creando espectaculares sombras. Dentro de esta particular habitación encontramos una ventana, que es ficticia, pues solamente es una proyección en una pared vacía; es como si el recuerdo del amante siguiera allí, pero de manera intangible, para siempre fantasmagórico. Como subtema, Rui Guerra da Mata introduce el recuerdo de una tragedia, un grave incendio. Para ello, la televisión está encendida y la cámara se ha fundido con su pantalla, mostrándola en primer plano. Como su relación amorosa, parte de la ciudad se ha quemado, ha cambiado de una manera muy parecida a la visión nostálgica de Macao. El recuerdo está presente pero se nos revela inalcanzable. Quedamos atrapados en esta especie de limbo que constituye este cuarto, con sus imágenes tan sugerentes como claustrofóbicas, tan atrapadas en la pantalla de la sala, tan irremediablemente intangibles.
La integración del paisaje: Vikingland, Arraianos, Fogo
Vikingland es una producción antigua, de 2011. Como nos explicó su productora Beli Martínez, presente en la sesión, por fin pudo verse en Barcelona. Valió la pena la espera, ya que se trata de una película planteada desde la humildad y el amor a sus protagonistas. De hecho, propone una forma distinta de hacer cine, ya que el trabajo de Xurxo Chirro consiste en la edición del material de vídeo filmado a mediados de los 90 por un grupo de marineros gallegos, en especial por Luis Lomba, trabajadores de un ferry que conecta dos islas. De esta situación de aislamiento nace la más profunda de las camaraderías y con ella el calor humano necesario para superar las bajas temperaturas y el repetitivo trabajo. Casi por casualidad, nos invade una hipnótica belleza provocada por los planos del ferry surcando las aguas congeladas que durante breves instantes nos acerca a la experiencia sublime tan magistralmente plasmada por Caspar David Friedrich en su obra El mar de hielo. Se crea una cadencia, un ritmo en las imágenes por la repetición de las acciones, la duración prolongada de las escenas de trayecto, o la carga y descarga de cajas para el restaurante del barco. A través de estas imágenes aparentemente diversas podemos reconstruir su día a día. Precisamente la manera como Chirro ha unido estos fragmentos es de lo más interesante de la película, ya que nunca antes habíamos sido tan conscientes del trabajo de edición y montaje. No solamente vemos su opción de dividir el metraje en secciones marcadas por intertítulos (o carteles) que podríamos denominar temáticas (Tripulación, Luis, Frío, Navidad, Trabajo, Travesías, Cubierta, Hielo, Blancura, Epílogo), sino que podemos ver, gracias al reloj presente en la imagen de vídeo, los saltos temporales, las distorsiones de fecha y hora dentro de una misma escena. Esto rompe con la común invisibilidad del montaje, haciéndonos entender mejor la forma en que operan los viejos mecanismos cinematográficos. También sería muy destacable la forma de rodar de Luis, ya que desde su manera de filmar intuitiva consigue unas imágenes realmente cautivadoras, en especial el encuadre en diagonal de la sección que Chirro ha nombrado “Travesías”. En ella vemos los automóviles subir al ferry, con el mar nevado al fondo. En la misma sección, las siluetas de las personas a bordo quedan en la sombra, recortándose en color negro sobre el purísimo blanco del paisaje. Son este tipo de contrastes los que Luis extrae de su entorno; creando una estética muy particular, con una calidad de imagen propia del vídeo, bella en su imperfección.
En Arraianos, Eloy Enciso ha querido expresar el carácter de un pueblo situado entre Galicia y Portugal, dotándolo de un aire casi místico. Se trata de inmortalizar la supervivencia de una sabiduría ancestral y propia a través del retrato de su arquitectura, su bosque oculto tras la niebla y sus gentes. El respeto con el que trata a sus personajes se hace de forma muy distinta a la de Vikingland; aquí el sentido estético se constituye por una visión hierática heredada sin duda de Straub & Huillet. Sin embargo, su propuesta resulta más académica que la de estos, se pretende crear un film d'art y eso se nota en su factura. El hecho de pretender realizar una obra maestra y notar este empeño en su resultado le hace separarse de su objetivo. Si no fuera por la escena final pensaríamos que son una población estática, fría, un tanto inhóspita. En cambio, en la citada escena las mujeres cantan canciones populares, por fin se ríen y este toque de humor dota de alma al total de la obra. Enciso consigue mediante la plasmación de la naturaleza realizar un filme muy bello pero, tal y como pasa con algunas obras de estilo neoclásico, la perfección técnica puede jugar en su contra al implicar una estudiada distancia entre la obra y el espectador. Ha sido muy interesante poder comparar estas dos visiones del espírito galego en esta edición del Festival, desde dos planteamientos estéticos diferentes: Arraianos la belleza, Vikingland lo sublime.
En Fogo, tercer largometraje de Yulene Olaizola, asistimos a la desintegración de un núcleo social, de una antigua forma de vida. Olaizola presenta una concatenación de paisajes donde la presencia humana es anecdótica, combinándola por montaje en paralelo con interiores domésticos semiabandonados. Estas casas en proceso de destrucción esconden en sus deteriorados muros la historia de familias enteras, ahora más que condenadas al olvido. Nuestros protagonistas son los restos de esas familias, que deciden aferrarse a la tierra que siempre han conocido, negando la opción de marcharse. El fin de la productividad económica supone el fin de su estilo de vida. Así, lo que queda en pantalla es la inactividad cotidiana que desarrollan, que consiste en pasear por la tierra que aman mientras cada día que pasa hace su futuro más y más precario. Se actúa como si no se tuviera conocimiento de este irremediable fin, pero todo el ambiente se tiñe de una inevitable melancolía. En cuanto a su trama refleja un momento congelado de sus existencias, mirado con cierta distancia. Es por este sentido estético un tanto frío que nos cuesta entrar en el ambiente de los personajes, que, aun siendo indivisibles de su hermoso contexto natural, parecen escapar a nuestra compasión.
Dos visiones de Japón: Like someone in love + The Land of Hope
De entrada, resulta interesante pensar cómo puede plasmar un realizador foráneo la peculiar forma nipona de ver el mundo. En su nueva película tras Copia certificada, Abbas Kiarostami no se ha limitado a ambientar su película en Japón, sino que ha estudiado su cine y ha realizado una verdadera inmersión en él. En general, el tema que subyace bajo casi toda película japonesa es el del drama familiar o social, una constante aplicable en sus producciones a casi todo tipo de géneros. En el caso de Like someone in love ocurre lo mismo, pues, aunque no lo exprese de manera directa, nuestra protagonista se siente muy avergonzada frente a su familia. Sin embargo, si hay algo que delate al filme, haciéndolo un poco más iraní y menos japonés, es el sentido del ritmo. La película resulta lenta, sin caer por ello en el aburrimiento, y en muchas ocasiones no acabamos de saber si las situaciones que tienen lugar seguirán un desarrollo. De hecho, una buena parte de la duración de la película la constituyen escenas de trayectos automovilísticos. El uso de esta forma recuerda inevitablemente a Café Lumière, también ambientada en Japón pero dirigida por un cineasta taiwanés (Hou Hsiao-Hsien), pero se diferencian en el mayor radicalismo de este último, ya que muchos de estos desplazamientos (principalmente en tren) se desarrollaban sin diálogo alguno. En este caso, en cambio, los trayectos siempre se amenizan con las conversaciones de los personajes; esa es, principalmente, nuestra forma de conocerlos poco a poco. Otra cosa muy diferente es el dibujo de los personajes en sí, que resultan algo esquemáticos tanto en sus actos como en su manera de relacionarse. Podría parecer que Kiarostami deja momentos de sus vidas en elipsis, que no quiere contarlas, pero en realidad casi deducimos que no tiene más que contar al respecto. Hay ciertos detalles reiterativos en el filme, en especial esa insistencia en mencionar el cartel que retrata a la joven protagonista. Al comienzo de la película, cuando la protagonista escucha los mensajes telefónicos de su abuela, aquella habla del cartel. Y posteriormente, casi hacia el final del filme, volverá a aparecer una referencia a ese detalle. La insistencia en ese punto, sobre el que no era necesario volver, recuerda a la narrativa de los culebrones en la que se repite una noticia de un personaje a otro hasta que todos se enteran (como si se tratara de la realidad), cuando el espectador ya tiene retenida esa información. Por último, la resolución final del largometraje, por inesperada y exageradamente dramática, resulta especialmente chocante. Aunque tenga algo que ver con el crimen pasional, este último momento de impacto fuerza en exceso el conflicto restándole empaque a la sobriedad de otras partes del filme.
Con The Land of Hope Sion Sonoparece alejarse de su frío sentido del humor habitual, al menos, a tenor de su escena inicial. Así, el tema que presenta, el accidente nuclear de 2011 en la central de Fukushima, parece no congeniar con el grotesco estilo de Sono. Sin embargo, no debemos dejarnos llevar por las apariencias, ya que a medida que la trama avanza también se hace más negro el humor que nuestro director emplea, eso sí, sin llegar al extremo gore de Cold Fish, que pudimos ver en la primera edición del festival; un extremo, este, que corroborará el propio director al realizar un macabro crescendo hasta el punto álgido de violencia en su final. En este artículo hablábamos de cómo prácticamente cada película nipona incluye un drama familiar, en este caso la destrucción de diversas familias y, por extensión, la de todo un territorio. El principal conflicto del filme se sitúa entre un hijo y su padre, este último mucho más consciente de la tragedia que les ha tocado vivir. Ante ella, se resigna y acepta su destino, mientras el hijo quiere creer los mensajes alienantes y manipuladores presentes en radio y televisión. De esta manera, la cultura de la paranoia parece imponerse poco a poco, en especial sobre el personaje de la nuera, quien decide que toda precaución es poca y lleva un traje protector en su vida cotidiana, ante el estupor general. Lamentablemente, la situación es mucho más grave de lo que el gobierno pudo admitir, así que quizás los imprudentes son los demás. Su médico acabará dándole la razón.
El filme de Sono no es solo interesante gracias a su temática, sino también por la forma en que la aborda. Aun moviéndose dentro de este margen de cinismo propio de Sono, la película inmortaliza imágenes de un simbolismo muy plástico, instantáneas bellas, paradójicamente exultantes. Estos rastros de belleza se van distribuyendo de manera estratégica por todo el filme, haciéndolo menos crudo dentro de la gravedad de los hechos narrados. Resulta especialmente sublime el paisaje creado por las casas en ruinas, tras el desastre, cubierto por una finísima capa de nieve. Varios personajes lo recorrerán como si se tratara de un escenario, bien pensando en otras realidades (en el caso de la anciana enferma de alzheimer) bien intentando aceptar el vacío de una vida perdida. Otro de estos bellos rastros lo encontramos en la perfección de los dibujos florales de la misma anciana, ajena a todo. La separación entre padre e hijo se visualiza de manera literal con una línea divisoria formada por estacas, la misma línea que separaba el terreno seguro del afectado, siendo este un momento de un lirismo excepcional. Así, es gracias a estos recursos que podemos prepararnos mejor para el horror final, sabiendo que al menos antes de la muerte hemos disfrutado de una vida que valió la pena.
La aplicación de una fórmula: Viola + Leones
Tanto Viola como Leones resultaron dos de las propuestas más destacadas de esta edición. Pero no están emparejadas en este texto por ello, ni por ser ambas de dirección argentina, sino por cómo en los dos casos encontramos el uso de una fórmula cinematográfica ya ideada por otros cineastas. En principio, esto no es ni positivo ni negativo, tampoco único en el Festival, pero hay que trabajar con estas referencias para construir algo nuevo. En ambos casos encontramos modelos demasiado fáciles de identificar.
Viola es una buena película, pero pierde frescura al tener en La bande des quatre de Jacques Rivette un obvio referente, lo que perjudica al filme ya que es muy complicado estar a su altura. El esquema circular al que recurre - una estructura que ya ha sido probada y aplicada en múltiples ocasiones por Rivette- es previsible, y nos invita a pensar que hubiera sido más sorprendente no seguirlo al pie de la letra. Así, en Viola nos encontramos con cuatro actrices (al menos habría podido variar el número respecto a Le bande...) que hablan sobre el teatro y la interpretación, y cómo este arte se entremezcla con la forma de actuar en sus relaciones, pues los personajes acabarán interrelacionándose entre sí cerrando el círculo de una manera perfecta. Piñeiro aporta un sentido del humor muy destacable a sus diálogos, en especial en la magnífica escena en el interior de un coche, donde Viola está en plano mientras en off oímos y somos partícipes de la conversación entre sus dos amigas. Es interesante ver cómo se crea una complicidad entre las compañeras de profesión, su público y los interesados en la cultura en general. Detalles que hacen de Viola una propuesta sencilla, bien construida y amena, pero demasiado deudora de su maestro.
En Leones las referencias seguramente son vistas como homenaje al autor original o como guiño al espectador pero, en ocasiones, pueden estropear el resultado. Cuando se opta por emplear referencias, estas deben encontrarse en el espíritu del filme, integradas en un todo, como anécdotas en lugar de como pilares constituyentes. Al utilizarlas tan claramente, casi parece que Jazmín López quiera apropiarse del talento ajeno o pensar que su película va a ser mejor por tener mejores referencias. Y lo cierto es que es una noción que nunca he comprendido, pues la película no tiene que ser necesariamente mejor por citar a un autor u otro, ni tampoco estos autores tampoco tienen que ser necesariamente mejores que otros por estar consolidados por el público. En otras palabras, siempre es más arriesgado plantear una forma nueva que reciclar un esquema existente. En este caso, la película es un tanto frankenstein (1); formalmente, la excelente fotografía de Matías Mesa recuerda a Gus van Sant (con quien trabajó), pero sus referencias directas se concentran en Robert Bresson y Michelangelo Antonioni; musicalmente, así como por la juventud de los intérpretes y su caminar sin rumbo, entronca directamente de nuevo con el van Sant de Elephant y Gerry. Como en esta última, el tiempo parece entrar en bucle, encontrándonos en un espacio natural indeterminado. El bosque, infranqueable, actúa como un desierto, sin permitirnos ver una vía de escape. El Diablo probablemente es, también, una inspiración constante para Jazmín López en su ópera prima. Así, no solamente vemos cómo sitúa a dos de las jóvenes sentadas en la orilla del lago en una imagen que no es idéntica a la del filme de Bresson pero que inevitablemente nos lo trae a la memoria, sino que también cita la película en el guión. Este momento en especial, en el que se le hace una referencia explícita como si del verso de un poema secreto se tratase, constituye uno de los instantes más flojos de toda la película. También Antonioni también se cita de manera muy directa, al reconvertir la partida de tenis imaginaria de Blow Up en otro juego, también imaginario, de pelota, funcionando mucho mejor en este segundo caso. Sin duda, en Leones el guión no está a la altura de la calidad de su imagen. Aunque el uso de referencias es totalmente lícito e inteligente, no lo resulta tanto cuando la valía de una película se apoya en ellas.
Reflexiones en torno al sujeto disfuncional: Boy eating the bird's food + Simon Killer
El debut en el largometraje de Ektoras Lygizos presenta a su personaje sin palabras, a partir de un movimiento de cámara continuo que se corresponde a la perfección con su carácter compulsivo, reforzado por la gran abundancia de primeros planos que encuadran la parte posterior de la cabeza o su rostro. Así, la expresión facial de este adicto al alpiste (este es, literalmente, uno de sus rasgos identificativos) se muestra muy forzada, como si no pudiéramos deducir de sus actos que sufre un grave desequilibrio. Un recurso, este, que termina por resultar redundante, incluso agobiante, que perfila al personaje, solitario y casi sin diálogo, a través de las diferentes escenas. Sabemos del protagonista que es un cantante lírico que debe ejercer de teleoperador para poder sobrevivir, aunque no logrará evitar su desahucio. También que es un sociópata de libro, ya que actúa de manera impulsiva, se masturba de forma grotesca, baila como si tuviera convulsiones… En definitiva, su vida consiste en un conjunto de situaciones cotidianas repetidas ad infinitum (alimentar al pájaro, hacer la colada, ducharse, etc.), entre las que se incluye el acoso/cortejo a la chica de la que está enamorado. Este último aspecto, sin embargo, es uno de los que denota la falta de sobriedad y madurez del filme. Aunque la cita sea un desastre, el protagonista conseguirá su objetivo y conquistará a la chica. Una solución que nos deja con la siguiente pregunta: ¿hacemos un crudo retrato de la dureza de la Grecia contemporánea o creemos en la magia del cine? No podemos quedarnos con ambas, como parece sugerir la película, y en el caso de apostar por la más pura crudeza la recepcionista de hotel a la que frecuenta jamás habría tenido una cita con su acosador. O, al menos, no se habría extrañado de su vena disfuncional después de conocerle mejor. De esta forma, Boy eating the bird's food queda en un camino intermedio entre el realismo y la ilusión que hace que su propuesta no sea tan subversiva y opresiva como pretende.
En Simon Killer también encontramos esa curiosa mezcla entre un personaje que parece al margen de los demás pero que, sin embargo, consigue sobrevivir gracias a su talento para manipular a las mujeres que seduce. El filme está planteado como un hiato en la vida del protagonista, ya que nos describe un viaje a París de un universitario americano. Si bien formalmente retoma el motivo del paréntesis, pues relata lo que no será más que una anécdota en su vida antes de regresar a su país como si nada hubiera sucedido, la sensación que nos transmite es parecida a la de un profundo desengaño, ya que a lo largo del metraje va dando indicios de un terrible acto que debe acontecer pero que no sucede. Así, entramos una vez más en el reino de la fantasía del cineasta, mezclada con un supuesto planteamiento real de un sujeto oscuro y asocial, cuyos rasgos propios (asocial y conquistador) crean un conflicto difícilmente superable. De hecho, el mismo título es engañoso, pues aunque sí sea un sujeto disfuncional -retratado, en especial, al inicio, cuando observamos qué tipo de relaciones establece con los seres que le rodean-, lleno de rabia, nunca llega a ser un asesino. Como en Boy eating the bird's food, su primer tercio incluye una escena de masturbación masculina cercana a lo grotesco en lo que parece ya un tópico para describir la colérica desubicación del ser contemporáneo; una característica, por cierto, que ha estado presente en otras ediciones del festival. Otro aspecto destacable reside en la crueldad con la que Antonio Campos trata a algunos de sus personajes, como en el caso de Noura, engañada precisamente por su carácter honrado y generoso (siendo estas cualidades deseables en cualquier persona). Resulta innegable la fascinación que Campos ha conseguido crear en buena parte del público, pero también que su forma de crearla nos hace a su vez reflexionar sobre los resortes estéticos e ideológicos que motivan al espectador de hoy en día.
Mención especial: Laurence Anyways
Xavier Dolan ha conseguido perfeccionar al máximo su estilo en este trabajo, su tercer largometraje. Si hacemos un breve repaso de su trayectoria, comprobamos que hay una serie de temas que se repiten, en especial la reacción conflictiva del entorno cuando el individuo se muestra tal y como es. Si en su debut, titulado J'ai tué ma mère, encontrábamos fuertes tintes autobiográficos, en Laurence Anyways la transgresión se concentra en una historia que no es la propia pero que comparte muchos puntos en común. Así, Dolan presenta un relato de autoafirmación, al margen del cambio de género, ante un ambiente hostil. Como escritora de éxito, Laurence da una entrevista explicando su último libro, mientras repasa los diez últimos años de su vida, en los que su condición femenina pasa de implícita a explícita; todo ello, mientras Dolan lleva a cabo un retrato del Québec de finales de los 80 hasta el de finales de los 90. Tras manifestar sus pensamientos, Laurence deberá superar el rechazo inicial de su familia, la pérdida de su trabajo como profesor y su posterior fracaso sentimental. Varias escenas clave reflejan este proceso, al mostrar cómo Laurence es apalizado solo por tomar algo en un bar o interrogado por la camarera de un restaurante mientras come tranquilamente con su pareja. Afortunadamente, un encuentro casual con el personaje de Baby Rose le permitirá encontrar otro ambiente hasta ahora desconocido para él; un ambiente que Dolan presenta en escenas de gran plasticidad y barroquismo, verdaderos bodegones de presentación de una corte de personajes que se permiten ser tan kitsch y decadentes como necesiten. Gracias a ellos, Laurence recuperará la esperanza en la amistad y comprobará que podrá solventar casi cualquier problema con su ayuda.
Podríamos hablar de un sentido emocional de la imagen, pues las emociones de los protagonistas se plasman en una gran variedad de escenas cercanas a lo onírico. A esta singular visión le acompaña una selección de canciones pop acorde a la época en que se ambienta, cuyo uso continuo ayuda a dotar de ritmo e interés al conjunto. Laurence Anyways es, ante todo, una historia de amor desgarradora interpretada de manera soberbia por Melvil Poupaud y Suzanne Clément. Así, Poupaud es capaz de mantener sus expresiones faciales durante todo el metraje; sin importar la indumentaria, sus gestos siempre han sido femeninos. La conclusión que nos deja el filme es que el fallo de su relación se debe a que Fred (Suzanne Clément) no consigue aceptar que en realidad ha estado con una mujer todo el tiempo.
Sin duda, el tercer largometraje de Dolan constituye una de las propuestas más interesantes del Festival, y confirma a su director como un cineasta a tener en cuenta.
Creer en el hype (o no): Tiny Furniture
Resulta curioso el retraso con el que llegan algunas producciones, aunque en esta ocasión pueda estar justificado. Tiny Furniture se estrenó en 2010, exhibiéndose en algunos festivales, y consiguió abrir las puertas de la fama a Lena Dunham, su autora, al ser descubierta por el productor Judd Apatow, gracias al cual pudo realizarse la ya celebérrima serie Girls. Tras este éxito, la presente edición del D’A ha querido recuperar su segundo largometraje. El primero, titulado Creative Nonfiction, no tenía un espíritu tan cercano a la serie, sino que se inscribía en un estilo algo más underground. En Tiny Furniture, Dunham mantiene esa noción de “no-ficción creativa”, ya que nos encontramos con una protagonista que comparte muchas características con su guionista y directora. De hecho, aunque sea una película coral por la abundancia de personajes que encontramos (familia, amigos, compañeros de trabajo, etc.), el mundo descrito en la película siempre aparece filtrado por su prisma. O, al menos, eso parece indicar el primer tercio del filme, donde poco a poco podemos observar cómo su fantasía interviene en la forma de contar los hechos, haciendo que pasemos de identificarnos con ella a distanciarnos de su punto de vista. Una sensación, esta, que confirma claramente su descorazonador final, al cumplir algunas de sus aspiraciones y al mismo tiempo sentirse completamente frustrada.
La percepción que el espectador tiene del filme es un tanto extraña, pues incluye escenas claramente autocríticas combinadas con otras partes de guion dirigidas exclusivamente a su autopromoción. Así, por ejemplo, la mejor amiga de la protagonista ejerce constantemente un papel de refuerzo emocional, incluso llega a decirle literalmente que una pieza de vídeo que realizó era genial y que la deberían contratar para el Saturday Night Live. Dunham, de esta manera, se halaga a sí misma en un ejercicio del más puro egocentrismo. No obstante, también demuestra su inteligencia como escritora, ya que hay mucho realismo en estas situaciones, en su retrato de este círculo de hipsters contemporáneos, la mayoría hijos de una generación de artistas modernos pero fríos, que realmente tienen ese carácter distante y vacuo. Podemos preguntarnos si merece o no la pena mostrar este universo. Pero, desde luego, resulta innegable que este matiz de crudeza que incorpora poco a poco mejora notablemente el resultado de la película, al hacer de Tiny Furniture una pieza mucho más profunda de lo que podría parecer en un primer visionado.
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Children of Sarajevo
Con esta historia que retrata de manera adecuada el duro tema de la vida de los niños huérfanos tras la guerra en Sarajevo, Aida Bejic ha conseguido realizar una película bien estructurada y resuelta. El filme narra la desilusión de una joven pareja de hermanos ante un entorno políticamente corrupto (mostrado por la actuación de un ministro contra ellos) marcado por una descorazonadora burocracia (representada por la fría actitud de la asistenta social). La vida transcurre en ese estado de alerta en el que algunos estímulos devuelven al presente los estragos bélicos del pasado. Este aspecto, en concreto, se representa bellamente mediante la inclusión en el montaje de fragmentos de vídeo que muestran la ciudad llena de trincheras y bombas, minando literalmente la infancia de los pequeños que vemos en ellos. Si bien su estilo puede emparentarla con Rosetta, de los hermanos Dardenne, Children of Sarajevo posee un final menos cruel; un final un tanto incierto y fantasioso que resuelve la trama eficazmente acercando a ambos hermanos, que consiguen al menos consolarse ante la adversidad.
Wasteland
El primer largometraje de Rowan Athale describe, a partir del punto de vista de un grupo de amigos de origen humilde, la ineficacia del sistema policial británico. La acción del filme se sitúa en la ciudad de Leeds, donde podemos comprobar el poco futuro que tienen sus jóvenes. Athale se interesa por mostrar los hechos de manera optimista, a pesar de las dificultades que describe. Así, el tono del filme es humorístico y dinámico, apoyado en la presencia destacada de su banda sonora; resulta significativo el carácter amable que otorga a sus personajes. Aunque podrían tenerlo todo en contra, gracias a su inteligencia, ilusión y compañerismo consiguen salir adelante. Narrativamente ingeniosa, Wasteland contiene un giro de guion final tan inesperado como interesante. Sin embargo, a pesar de estas buenas características, no se trata de una película imprescindible, pues se muestra irregular y un tanto ingenua en sus planteamientos. Si bien su intención es que recuperemos la fe en la humanidad, muestra finalmente una confianza excesiva en la bondad ajena.
The Capsule
Resulta difícil hacer una crítica justa de este cortometraje presentado en sesión conjunta tras Manhã de Santo António de Rodrigues y O que arde Cura de Rui Guerra da Mata, tan bien conjuntados que hacían de la obra de Athina Rachel Tsangari la nota discordante. El cine griego contemporáneo se caracteriza por apostar por propuestas de temática y resolución extremas, como viene a confirmar The Capsule. Aunque podamos dejarnos llevar por la belleza de algunas de sus escenas, especialmente de aquellos fragmentos filmados a cámara lenta, su idea de fondo es muy negra. De marcado carácter surrealista, su argumento habría quedado mejor si hubiera conservado parte de su misterio. Al explicar en exceso la mitología femenina que propone rompe con ese halo de fascinación que encontraríamos de no haberlo hecho. Sin embargo, el fallo capital del cortometraje se encuentra en la pobre calidad de sus animaciones, una carencia técnica que provoca verdadera frustración al notar cómo nos puede sacar del ambiente que el resto de imágenes, en las que reside la fuerza de The Capsule, había conseguido crear. Quizá un aumento de presupuesto le habría ayudado a lucir mejor. Ante la duda, habría bastado con suprimir esos burdos efectos.
Cómo celebré el fin del mundo
Existen errores técnicos que son capaces de estropear por completo una película. En el caso de Cómo celebré el fin del mundo, el micro aparece en plano durante casi tres cuartas partes del metraje, por lo que no podemos concentrarnos en su historia al tener que lidiar con esa molestia durante el visionado. Catalin Mitulescu intenta reflejar en su filme el ambiente opresivo reinante en la Rumanía de Ceausescu. Para ello retrata la vida cotidiana de una familia, en especial, las de una chica de 17 años y su hermano menor. La falta de libertad bajo el régimen comunista se hace patente, sobre todo, en la represión a la que son sometidos en la escuela, constantemente obligados a repetir consignas que deben aprender en forma de canciones. La protagonista del filme, Eva (interpretada de forma magistral por Dorotheea Petre), decidirá huir del país con la ayuda de su vecino, un joven perturbador que le enseñará las herramientas para lograrlo. Aunque nos encontramos frente a una historia muy humana, cercano por momentos al realismo mágico, la película no acaba de funcionar. La acción es muy lenta, prácticamente asfixiante. Y, si bien puede ser una manera de contagiar al espectador la opresión de sus personajes, corre el peligro de hacer del visionado una experiencia peligrosamente cercana al tedio.
Diego Star
Ante películas como esta, el espectador podría preguntarse cuál es la fina línea que separa a una obra considerada convencional de una considerada de autor. Como mucho, podemos apreciar un cierto dinamismo en los planos, la ya arquetípica forma de mostrar a un personaje de espaldas y la presencia de escenas sin diálogo. El filme narra la injusta situación de un marinero que es despedido e incluso juzgado por defender sus nobles convicciones y la emotiva relación que establece con una joven madre soltera que le acoge bajo su techo. Sin embargo, el posible interés de su temática se ve empañado por la carencia formal, el retrato plano de los personajes y el absolutamente vacuo final, esta última una constante de la que se abusa al apostar por ese tipo de finales abiertos, casi una excusa para dejar la trama sin resolver. Si bien resulta destacable la belleza del paisaje nevado que observamos desde la cubierta del barco que da nombre a la película, es una lástima que su manera de describir las situaciones sea tan tibia y estereotipada. Puede que su intención fuese dejar al espectador preocupado, concienciado por lo que se narra, pero su resultado cae en la tan temida indiferencia tanto hacia la historia que propone como hacia su manera de contarla.
À perdre la raison
En otras ocasiones, lo que directamente se pregunta el espectador son las oscuras motivaciones que pueden llevar a los directores a realizar algunos filmes. En este caso, nos encontramos ante una película fallida, sin nada que aportar tanto en forma como en contenido; demasiado esquemática, la sensación que produce es casi la de un telefilme con sus asesinatos, reacciones viscerales y personajes poco trabajados. Sin entrar en detalle a propósito de su historia, desvelaremos que se trata de una metáfora sobre la dominación paternalista de Marruecos por parte de Francia. Esta, que sería su línea argumental más interesante, se decide dejar sin resolver; una lástima, ya que la película mejoraría exponencialmente si las desarrollara más. A cambio, el filme consume todas sus energías en describir la evolución psicológica de su protagonista femenina sin conseguir expresar del todo el porqué de sus terribles actos. Así, el esquema es muy simple: una escena introductoria revela el dramático desenlace de los acontecimientos y a partir de ahí continúa con un flashback hasta enlazar con el principio. Por desgracia, la protagonista está bastante lejos de ser un personaje correctamente dibujado, ya que su deterioro físico y mental cae en el tremendismo; de la desmesurada alegría inicial (casi pueril) va pasando por un abanico de sentimientos tan exacerbado que impiden la mínima empatía por parte del espectador. Una pena desperdiciar tanto trabajo y recursos para obtener este resultado.
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(1) En el sentido de integrar gran cantidad de referencias diversas, me refiero al mito de Frankenstein no a su versión cinematográfica.