Once upon a time in Anatolia: la vida está en otra parte | Ferdinand Jacquemort
Cuando era algo más joven (o simplemente joven), cuando creía que podía ser escritor, escribir. Cuando leía. Mucho (o tal vez solo a menudo). Entonces, de vez en cuando, me asaltaban las dudas, la inquietud. Demasiados días sin palabras o demasiadas palabras que no decían nada. Cuando escritura y lectura (que son una misma cosa) se agotaban y sentía como un extraño temor, entonces cogía un libro de Chéjov, sin importar cuál. Durante años aquel gesto me devolvía la esperanza y pensaba, como pienso, que no se puede vivir sin Chéjov.
Anatolia es como aquellas estepas rusas: nunca podría señalarlas con precisión en ningún mapa. Algo que ocurrió en Anatolia, solo por eso, se convierte en un acto fantástico. Vemos avanzar unos coches por aquellos lugares desiertos, monocromáticos (que nos recuerdan otros lugares desérticos y otros atardeceres), seguimos a un grupo variado de personajes en su búsqueda, entendemos, de un cadáver. Pero todos los lugares se confunden: un árbol es igual a otro árbol, una fuente es igual a otra fuente. Y mientras todo parece ser lo mismo, mientras todos ellos hablan de cosas que podrían ser dichas en Anatolia o en cualquier otro sitio, el tiempo pasa. Lentamente, pero sin detenerse ni un único instante.
Nuri Bilge Ceylan contó en una conversación que esta película hablaba de un doctor que existió realmente, conocido por uno de sus guionistas. Del mismo modo, ese caso de asesinato ocurrió. Entonces, un poco por todos lados, metieron referencias a la obra de Chéjov. Y cuando todo terminó, Once upon a time in Anatolia quedó como la segunda mejor adaptación que se hizo nunca del escritor ruso.
Desde los catorce años hasta no recuerdo cuándo, cada año veía al menos una vez Ojos negros, de Nikita Mihalkov. En la pared de mi habitación tenía un cartel de la película que había comprado en Rosebud y, algo después, el primer libro que me leí en italiano fueron las memorias de Suso Cecchi d’Amico. Las obsesiones, supone uno, son así. Quería ser como Mastroianni: hacer sus gestos, ser tan mentiroso como él, tener a todas esas mujeres y estar triste por todo. Porque aquel Romano Patroni, en el fondo (o no tan en el fondo), era un perdedor que de derrota en derrota, como decía Apollinaire, había buscado la victoria. Si Ojos negros era una adaptación perfecta de Chéjov no era por ser una perfecta reducción del universo de este a los límites de una película, sino porque al acabar aquella nos dejaba con la misma tristeza que nos podían dejar relatos como Casa con desván.
Quizás, al encontrarnos con una película como Once upon a time in Anatolia, lo primero que deberíamos preguntarnos es por eso, por el significado o el sentido que tiene adaptar la literatura al cine, las palabras al tiempo.
La película se convierte en un viaje, en la distancia que separa un atardecer del día que vendrá. El tiempo se dilata (en su contracción) y en esa deriva nos vamos dando cuenta, palabra a palabra, gesto a gesto, imagen a imagen, que buscando una cosa se puede acabar por encontrar otra, que en realidad esta no es la historia de la búsqueda de un asesinado (ninguna intriga), sino la búsqueda de una razón, de un sentido a un gesto del pasado. Se puede morir de muchas maneras y también matar de otras tantas y el tiempo rara vez borra algo. Chejovianamente, todo permanece, todo el mal que hemos hecho, todo el bien, en algún lugar, tal vez en alguna persona a la que nunca volvimos o no volveremos a ver.
Cuando Jirí Menzel adaptó una vez más a Bohumil Hrabal y a sus palabristas, cuando se trataba de trasladar de algún modo todas esas conversaciones fruto del azar, esas historias que se atropellan o van dejándose caer (como perlitas en el fondo del mar), eligió el silencio. Trenes rigurosamente vigilados era una sucesión de silencios punteados por el sonido del reloj de la estación. Nuri Bilge Ceylan entendió del mismo modo que Chéjov no está en lo que cuenta, sino en algún remoto y desconocido rincón de nosotros, que sus relatos, teatro, novelas, en fin, lo que sea, hablan de algo tan ruso como el alma, ese lugar que queda en alguna parte de nuestro interior, en algún hueco entre huesos, músculos y órganos, quién sabe. Y que para llegar ahí, para acceder a ese espacio, a lo que de esencial tiene, hay que frecuentar los instantes más breves, los detalles más pequeños. Entonces, dulcemente, la vida aparece trayéndote unos vasos de té, durante un corte de luz, en una remota casa con patio.
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