El estudiante. De la erótica de la carne a la erótica del poder | por Faustino Sánchez
En las primeras escenas de El estudiante (Santiago Mitre, 2011) aparecen imágenes de pintadas políticas y consignas revolucionarias poblando los pasillos, aulas y escaleras de una facultad de la Universidad de Buenos Aires, mientras las cafeterías rebosan de estudiantes que mantienen apasionadas conversaciones sobre historia y política argentina. Esa es la primera impresión que se lleva el protagonista de la película, recién llegado de provincias, imaginándose un mundo universitario fuertemente politizado, comprometido, honesto, fiel a sus propios ideales; el espectador, por su parte, evoca en su memoria viejas películas de Jean-Luc Godard o de Nagisa Oshima de los años 60 y 70, llenas de estudiantes constantemente movilizados y ubicadas en otro mundo, en la realidad ausente de un pasado ucrónico y utópico que fue devorado por sus propias convicciones. Ambas visiones, la del protagonista y la del espectador, son dos apariciones fantasmales, adecuadas para una película de apariciones (tanto como de apariencias) y de fantasmas.
El estudiante, en realidad, podría ser el reverso de esas viejas películas de Godard y de Oshima tan llenas de energía y de militante furia juvenil. Y no porque a la película de Mitre le falte energía, sino porque parece heredera de un desencanto que procede más de la experiencia personal que de la consciencia de la Historia. En El estudiante no hay doctrina, ni llamada a la sublevación, ni nostalgia por un mundo de jóvenes comprometidos. Pero tampoco se trata de un desencanto consecuencia del cansancio o del hartazgo: más bien se podría pensar que procede de la rabia ante lo falso, de la sensación de descubrir más hipocresía allí donde se piensa que esta por fin ha terminado. Porque El estudiante, como las obras de Godard y Oshima, también es una película de política estudiantil pletórica de energía, pero en la que esta se canaliza por vías completamente opuestas. Ante todo hay desengaño, interés por sacar del armario la pureza y lealtad política de unos jóvenes y unos mayores que se valen de los ideales como coartada, cuando en realidad sus grandes preocupaciones son la erótica de la carne y la erótica del poder.
El estudiante que protagoniza la película llega a la Facultad sin ninguna convicción clara, sin ningún compromiso político, en un momento de desorientación vital, después de haber empezado varias carreras universitarias y no haber terminado ninguna. Entonces, es la atracción por una joven profesora lo que impulsa sus intereses políticos y sus aspiraciones burócratas. Per, en el tránsito que va del erotismo de la carne al compromiso político, descubre la erótica del poder, fatal camino divergente que se impondrá a todo lo demás, entablando una cruenta batalla contra la dignidad.
Mitre se sumerge en las corruptelas de la política universitaria, utilizando los grupúsculos de poder aspirantes al rectorado como poderosa metonimia de lo que es la política a gran escala, con sus ambiciones personales, traiciones, promesas interesadas y venta de ideas. Así pues, la integridad política e ideológica que muestran los personajes en la parte inicial de la obra, se revela posteriormente como un fantasma inexistente. No hay ideas, no hay materia, no hay nada bajo la sábana. El protagonista, a la vez que el espectador, descubre la realidad de ese primer fantasma, para agarrarse después, una vez conocidas (en apariencia) las reglas del juego, a las coartadas de la lealtad o el posibilismo: siempre será mejor dejar atrás algunos ideales a cambio de mejorar un poco los que hay (simple y manida idea que funciona como coartada para la reivindicación de las aspiraciones de poder). Pero esos nuevos asideros volverán a revelarse como fantasmas y, de esta manera, el desencanto llega a un punto sin retorno en el que las únicas opciones son el cinismo perpetuo, el nihilismo y el egoísmo como religiones, o el abandono definitivo.
Entre las múltiples ideas lanzadas por la película, cobra especial fuerza la de la volubilidad y maleabilidad de los jóvenes ante la burocracia del poder. Pocas cosas existen más manipulables que las ideas, especialmente cuando estas se basan en estrictos dogmas predefinidos, y solo quienes comprenden este precepto están preparados para subir a la esfera del poder, aunque para eso ellos mismos tengan que ser manipulados y arrastrados por aquello que aplicarán más adelante con quienes lleguen por detrás.
A diferencia de lo que ocurrió con las revueltas de los años 60, en esta ocasión el desencanto que muestran los personajes no procede de la amargura de las utópicas aspiraciones colectivas destruidas, sino del fracaso de las aspiraciones personales que, una vez van cayendo los diferentes fantasmas, se erigen como único factor de motivación, aunque en realidad esa fuera la soterrada e inconfesable motivación inicial. Siguiendo con la analogía con tiempos pasados de revueltas juveniles, al volver la vista al Mayo del 68 parisino resulta curioso percibir que en aquella ocasión fue la revolución política la que dio lugar a la revolución íntima que cambió las costumbres y los usos sociales para siempre. En El estudiante, sin embargo, es la revolución íntima, esa nueva forma de enfocar las relaciones sentimentales heredada de Mayo del 68, lo que provoca una reacción política (el protagonista entra en ese mundo a causa de una mujer), a pesar de que, finalmente, todo se resuelva como una gran farsa, un gran baile de fantasmas que aspiran a prosperar y a hacer carrera en el más allá.
El desencanto y el cinismo que muestra la película es, precisamente, lo que la dota, con su narración clásica y su producción ligera, coherente con las ideas que se transmiten, del estímulo de actualidad que llena la obra de interés, reflexionando ya no solo sobre el sistema político que rige el mundo, sino sobre muchas ideas clásicas de la historia del pensamiento y de la literatura. Mitre no necesita valerse de grandes alardes narrativos ni de una especial retórica visual para lanzar una honesta mirada sobre las ideas que pretende ilustrar. El cineasta argentino decide jugar en esa liga, últimamente tan añorada porque parece más perdida que nunca, en la que se conjuga un cine popular con unas determinadas pretensiones artísticas y sociales. El estudiante no aspira a ser más de lo que muestra, y se resuelve capaz de dibujar los engranajes de un sistema fallido que realimenta sus imperfecciones, que produce monstruos que simulan la tensión necesaria para mantener el statu quo del mismo modo que un Estado necesita manifestaciones y revueltas, siempre que estas sean controladas. Es la maniobra perfecta del propio sistema, que se acerca a las ideas del 1984 de Orwell, donde se apuntaban guerras ficticias y tensiones internacionales creadas artificialmente para poder mantener el propio sistema con todo su poder. Como si los burócratas hubieran aprendido adecuadamente las lecciones de Lampedusa: es necesario cambiar algo para que todo siga igual.
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