Un amour de jeunesse. Nostalgia del pasado | Óscar Brox
Uno de esos movimientos tan propios de la primera madurez es aquel que nos invita a echar un vistazo a lo que fue nuestro pasado. Apenas hemos cumplido los treinta y nos vemos con fuerza para revisar aquello que fuimos, que quisimos y que dejamos de ser. Han pasado quince años y solo tenemos constancia del flujo del tiempo a través de los grandes cambios. Los pequeños quedan como notas a pie de página, cajas llenas de apuntes que escondemos en el trastero, marcas temporales que nos recuerdan qué hicimos aquella tarde de verano de agosto de 1999. ¿Qué resta en nosotros de aquello que una vez fuimos y de lo que en algún momento de nuestras vidas quisimos ser? Para Mia Hansen-Løve, el pasado es una experiencia que siempre tiene la posibilidad de volver a repetirse. Quizá porque, por muchos cambios drásticos que llevemos a cabo en la vida, nunca podemos desembarazarnos totalmente de aquellos primeros pasos, de esa escritura temblorosa con la que empezamos a escribir nuestra biografía. No podemos porque, hasta cierto punto, tampoco queremos.
Por primera vez en su cine, Hansen-Løve narra una historia que podría ser propia, en la que no necesita el recuerdo de otra persona (la figura paterna como motor para explicar las relaciones de sus hijos con la vida misma) para retratar la sensibilidad de su protagonista. Un amour de jeunesse es, en este sentido, una historia de pequeños detalles. Pequeños porque la obstinación de Camille, su protagonista, parece negar la importancia de los grandes. Así, la propia narración se sustenta en las notas furtivas que alguien garabatea en un cuaderno o en una pizarra, notas que nos recuerdan que el tiempo pasa y, sin embargo, los sentimientos permanecen. Camille nunca pierde su rostro aniñado, ese mismo rostro que contemplamos mientras se desencadena una batalla de bolas de nieve en el patio del Instituto. Hansen-Løve no parece preocupada, a pesar de que utilice una serie de recursos narrativos -un aborto o un intento de suicidio- que contrastan con la delicadeza de algunos pasajes. Nos advierte cuánta belleza y sinceridad encierran ese primer amor entre Camille y Sullivan, el brillo único de los árboles en flor que nunca pensamos que volveremos a contemplar de esa manera; el calor intenso que dos corazones en invierno emiten debajo de las sábanas. Toda esa belleza adolescente, tan tierna como dolorosamente fugaz, no puede desaparecer. Porque cuando somos jóvenes tenemos esa sensación de que en las pequeñas cosas se encuentra nuestro hogar.
Sullivan abandona a Camille. Pensamos que forma parte de su manera de ser, porque nunca está allí donde se le espera; va y viene, como si no acabase de tener un lugar propio. Pero ese es el drama de la adolescencia: nunca deja espacio para conciliar la necesidad de ver mundo con la necesidad de compartir un mundo. Camille lo sabe, pero aún confía en las pequeñas cosas, en los besos robados, las bolas de nieve, las cartas de amor en hojas cuadriculadas o el sonido de los postigos de la vieja casa de verano. Sin darse cuenta, su relación ha acabado como ese brillo único que albergan los árboles en flor: empieza a pensar que nunca volverá a contemplar, ni siquiera vivir, otra de esa manera. Con Sullivan ausente, la ventana sigue abierta, expresando a través de una obvia metáfora lo que ella misma anunciará más tarde: hace falta vivir y ver las cosas dos veces para poder ensayar un adiós, un punto final del capítulo que nos permita empezar a escribir lo que queda de vida.
Cuando todavía somos jóvenes, la nostalgia del pasado debe entenderse como en aquellos versos de Violeta Parra: es como descifrar signos / sin ser sabio competente. Para Camille es el recuerdo de una herida cuya cicatriz permanece al descubierto, ha dejado de doler y, aunque tenga una nueva vida, se ha enraizado tanto dentro de sí que no puede dejar de pensar en Sullivan hasta que no aprenda a aceptarlo como un episodio del pasado. La nostalgia es no querer saber, porque a menudo significa cambiar, movernos en una dirección alternativa que tambalea los cimientos de nuestro hogar. Tal vez el corazón de Camille teme no volver a sentir la intensidad emocional de Sullivan en la manera de ser de Lorenz, su profesor de arquitectura. Tiene ese miedo a que querer de otra manera consista en dejar de querer de la manera que marcaron sus primeros pasos en el amor. Pero, en realidad, ese miedo es el reflejo del vértigo que nos invade en cada segundo paso, cuando todavía está presente la tentación de recular y buscar cobijo en el viejo hogar.
Un amour de jeunesse puede entenderse como un diario íntimo que releemos años después de haber escrito su última entrada; cuando descubrimos en su caligrafía delicada nuestra manera de asumir inicialmente algunos de los sentimientos más importantes de la vida. En cada tachón, en cada palabra cuya escritura temblorosa nos obliga a leerla un par de veces para entender su significado, intuimos la importancia de una educación sentimental que explica, a media voz adolescente, quiénes fuimos hasta llegar a ser nosotros mismos. Ese mundo, como el de Camille y Sullivan, cuya extraordinaria singularidad nos cuesta aceptar que tarde o temprano deberá transformarse en otro capítulo de nuestras vidas. Volver a ese amor de juventud para entender este amor de madurez. Volver a entrar por esa ventana que siempre estuvo abierta para ensayar un adiós que dé pie al primer capítulo del resto de nuestra vida.
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