Cold Fish: anagnórisis en Japón | Por Paula Arantzazu Ruiz
Relaciones de poder, viaje iniciático, tragedia griega, sangre y peces de colores. A priori esta enumeración podría parecer una indigesta mezcolanza… Si no fuera por la presencia de Sono Sion como maestro de ceremonias. El nipón ha paseado Cold Fish (2010), su último trabajo hasta la fecha, a la espera de que estrene en la Quincena de Realizadores de Cannes Guilty of Romance, por Venecia (donde tuvo la première mundial), Toronto, Sitges, Rotterdam, Buenos Aires y ahora llega al Festival de Cinema D’Autor de Barcelona para copar unas pantallas, las patrias, que comercialmente todavía se le resisten. Considerado primera figura mundial tras haber revolucionado el panorama cinematográfico con la magnífica Love Exposure (2008), con Cold Fish el reto es ambicioso y la sombra de su anterior filme es alargada.
En esta ocasión, el cineasta se atreve con un caso verídico: Gen Sekine y Hiroko Kazama eran matrimonio y Serial Killers, regentaban una tienda de animales y tras envenenar a una clienta con estricnina en una discusión por el precio de un perro, mataron a otras tres personas más, un mafioso y su chófer que los extorsionaba, y a otra clienta, también por complicaciones en una venta. A Sono, sin embargo, no ha parecido interesarle construir otro Slasher sobre asesinos en serie, sino más bien explicar un viaje iniciático hacia la oscuridad y locura enraizadas en cada uno de nosotros. Por esta razón, toma como protagonista no a la pareja de asesinos, sino a Shamoto, propietario de una pequeña tienda de peces, anodino, aburrido, frustrado, cuya vida cambia cuando se encuentra con Murata, un exitoso empresario de animales acuáticos que esconde un desfile de asesinatos detrás de su sonrisa psicópata. Pronto, su encuentro se precipitará en una relación de dominación de consecuencias inescrutables.
Cold Fish ha de verse antes como un melodrama que una como cinta de terror o un thriller. De algún modo, Sono siempre ha tenido ese género cinematográfico como punto de partida, sobre todo si se tiene en cuenta su persistencia en la idea de la desfragmentación del núcleo familiar como pivote dramático. En Suicide Club (2001), el inspector Kuroda se quita la vida cuando su familia se suicida; Noriko’s Dinner Table (2005) sigue a la protagonista, que se escapa de casa; mientras que en Love Exposure, Yu es testigo de cómo la iglesia Zero le arrebata a su familia y a la chica de la que está enamorado. En Cold Fish la situación no es ajena a esa premisa: Shamoto ha de ver cómo Murata le va desposeyendo paulatinamente, primero su familia, después su dignidad. Por supuesto que la historia le permite coquetear con otros géneros. Los conoce y sabe escoger el apropiado para según qué emociones y sin precipitarse: el arranque y la primera hora larga de Cold Fish se ciñen a las convenciones del melodrama, porque lo que hay que explicar es una masculinidad en crisis, la moral humillada de Shamoto, mientras que poco a poco la película vira hacia el noir y el gore. Pero todo ello queda al servicio del drama, a merced de la tragedia y aquí podríamos decir tragedia griega. La desposesión, la ambición, la humillación que sufre el protagonista son experiencias que le ayudan a emprender un viaje hacia sí mismo. Y en realidad, es lo más relevante del filme. Su camino hacia la violencia le funcionará para poner en marcha su venganza, para hacer estallar su rabia e impotencia, pero sobre todo será el viaje hacia el reconocimiento de su ser. En Cold Fish hay anagnórisis, sí. Acompañada, advertimos, de unas cuantas vísceras.