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Le père de mes enfants. Perseverar, recordar, vivir| Por Óscar Brox


Viendo Le père de mes enfants (Mia Hansen-Løve, 2010) llego a la conclusión sobre por qué, a pesar de tenerlo todo en contra, perseveramos en no bajar los brazos. Bajar, siempre, equivale a dejar estar, dejar que pase, dejar que se olvide. Por su manera de articularse, es el tipo de movimiento que no podemos hacer cuando su objeto procede de nuestro interior. Entonces, bajar, dejar estar, dejar que pase implicaría que algo de nosotros también se va, se pierde, se diluye. Y cuando se trata de negociar, nunca estamos dispuestos a sacrificar algo de nosotros mismos que, en el mismo proceso, sabemos que no volverá a pertenecernos. Lo triste es que este brillante contraplano que Mia Hansen-Løve ha filmado sobre Las horas del verano (Olivier Assayas, 2008) descubre la profunda amargura que anidaba en aquel.


Mientras en el filme de Assayas la matriarca desaparecía silenciosamente, dejando en el desmantelamiento de su casa el verdadero dolor de la pérdida; en Le père de mes enfants el dolor no proviene únicamente de la ausencia, sino de la tenacidad con la que la madre se resiste a perder, a dejar marchar todo ese conglomerado de objetos en cuya huella reconoce al padre de sus hijas. Trabajo, tiempo, cartas, vida que, a diferencia del destino final de Las horas del verano, ni puede ser objeto de museo ni tampoco ser vivida por otras personas. Por eso, se nos va la vida intentando conservarla, porque nos reconocemos en ella.


Escribir sobre quien ya no está obliga a elegir cuidadosamente cada palabra, porque la escritura debe transmitir la pesadez, la dificultad, la decisión de hablar en presente, como si todavía fuese posible. Recuerdo una frase de una novela de Vasco Pratolini que decía: «Nunca llegaba a tiempo para hacerte feliz un instante». Le père de mes enfants me recuerda a esa novela de Pratolini, y cómo, ante el dolor, la pérdida precipita muchos reproches y negaciones en nuestra memoria. La pérdida insinúa que tenemos que bajar los brazos, aceptar y resignarnos, como si no hubiese tiempo para más. La delicadeza y sensibilidad del segundo filme de Mia Hansen-Løve es una invitación a pensar en el tiempo que fue y cómo, a pesar del dolor, siempre hay algo que queda, que todavía nos pertenece, que nos recuerda cómo sentirnos vivos, una vez más.


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