Historia de un director idiota (Sergio Candel, 2009)| Por Víctor de la Torre
Historia de un director idiota resulta un título especialmente indicado para ser visionado en un formato que prima ante todo la accesibilidad y cercanía, de ahí que su carácter anecdótico termine por jugar a su favor, ofreciendo una divertida, a ratos desconcertante aproximación a las diversas circunstancias que confluyen en un rodaje cinematográfico llevado a cabo, en gran medida, por amor al arte. Y es que lo que a primera vista parece una aproximación cómica a las desventuras de un atribulado director que moviliza a medio pueblo para poder rodar su nuevo proyecto sin apenas presupuesto acaba derivando en una inesperada reflexión, no exenta de autocrítica, sobre las tensiones a las que abocan los cineastas sin personalidad ni bagaje, y de cómo estas carencias se trasladan inexorablemente al resto del equipo, imposibilitando el necesario entendimiento en el que fluyan libremente las ideas y opiniones. Partiendo de una concepción democrática de la creación -máxime en una disciplina artística donde la obra resultante surge del aporte y el esfuerzo de decenas de personas- el que su máximo responsable no sea capaz de insuflar a los que le rodean una visión inequívoca de lo concebido en imágenes, producto de una reflexión de calado y no de la mera aquiescencia con lo que se supone desea ver el público, resulta descorazonador; y a lo postre patético, si encima uno no reconoce sus limitaciones, enroscándose en sus ridículos argumentos y tomando por disidencia lo que no son sino opiniones divergentes.
Es desde el momento en que Sergio (Sergio Candel) pasa a ser un personaje más -¿interpretándose a si mismo?-, y Nacho (Nacho Marraco) y Carla (Carla Sánchez) se convierten a su vez en intérpretes de los personajes que hasta entonces encarnaban que el filme da un giro de 360 grados, enrareciendo el ambiente y trasladando acertadamente al espectador parte de la congoja que los propios actores experimentan, desmotivados por un director que no deja de pedirles una cosa y la contraria. Trascendido así el humor costumbrista a que da pie el tono documental, lo que termina por imponerse es una sensación agridulce en el paladar: que una película, por pequeña que sea, fracase por la incompetencia de su alma mater es un drama que no conviene pasar por alto. Aunque suceda bajo la cálida luz estival del Mediterráneo valenciano.