Margarita (Albert Pons, 2011)| Por Elena Duque
Margarita empieza con una representación de esa España que se resiste a morir, cuyos cuerpos están tan acostumbrados a sobrevivir a las penurias que, aun maltrechos y necesitados de penosos cuidados, hartos de vivir, se aferran a la existencia. Un practicante se pasea por diversos domicilios en su tarea cotidiana de curar llagas de personas atrapadas en camas que ya no van a abandonar. Pero pronto el rumbo cambia. De la mano del practicante, llegamos a casa de Margarita, quien a partir de ahora ocupará el rol protagonista junto con Pilar, quien se ocupa de sus tareas domésticas.
Albert Pons mantiene cierta ambigüedad en cuanto a los vínculos que unen a Margarita y a Pilar. Se insinúa una relación económica, pero por otro lado esta parece tener un papel secundario, como Pilar insinúa. Asimismo, se posiciona en un terreno neutral que, aun así, termina por no dejar títere con cabeza en este teatrillo de dos. Pilar, por un lado, con sus historias fantásticas de herencias en el extranjero y sus afirmaciones sobre el supuestamente turbio pasado de Margarita; y Margarita con su amargura, sus acusaciones y su carácter hermético. Asistimos en primera fila a la convivencia (¿forzada?) de dos seres que parecen despreciarse, una visión íntima de esa clase de cosa que vemos aquí y allá, en el transporte público, en las grandes superficies, en la propia familia: como esas parejas que, con toda la apariencia de llevar mucho tiempo juntas, se tratan con desprecio y brusquedad. La clase de cosa que hace pensar en la soledad, un abismo tan terrible para el ser humano que incluso una convivencia envenenada y erosionadora es preferible.
Hay en las fabulaciones y en el trato diario de Margarita y Pilar algo fuertemente enraizado en España. Una desconfianza crónica, una repetida manía de criticar y despreciar lo ajeno, una contradictoria mezcla de generosidad y mezquindad que más de uno habrá detectado en su entorno más cercano, proveniente -al menos hasta donde alcanza a ver los que pertenecen a la quinta de quien esto escribe- de un par de generaciones atrás. Los que vivieron la guerra y la posguerra, tiempos de una crudeza difícilmente imaginable. Viene entonces a mano esa hipótesis que subyace en el soberbio cómic Maus,de Art Spiegelman: quienes sobrevivieron a la guerra no son necesariamente los mejores, incluso moralidades en principio impecables no pueden sobrevivir a algo así sin ensuciarse. La pobreza y el hambre son también el combustible que mueve disfuncionalmente las relaciones humanas en títulos como Surcos, de José Antonio Nieves Conde, que aun en su fatalismo puede ofrecer una imagen de lo que eran las relaciones afectivas en aquella España de los años 40. Parejas que sólo se mueven por intereses económicos, egoísmo, dureza en el trato y en los juicios de unos hacia otros, feroz desconfianza entre padres y hermanos que aun viviendo amontonados estaban solos. Margarita también es originaria de un pueblo pequeño, como los protagonistas de Surcos. Y si bien en Barcelona, en lugar de en Madrid, casi se puede entender esta visión de Pons como los restos de esos emigrantes de Surcos, perdidos en la miseria material y moral, muy posiblemente solos en el sentido más amplio de la palabra a causa de un espinoso caparazón emocional que crecieron considerando como indispensable para la supervivencia, en momentos en los que el desalentador horizonte conducía a escudarse en el más hostil individualismo. Pilar no es sino el reverso de eso mismo, volando con sus invenciones a una atalaya desde la cual, en su obligación cristiana, puede ayudar a Margarita cambiando el calor humano por la excusa de la caridad y la propia bondad. No es casual pues la (muy acertada) elección de Pons de retratar también el ruinoso entorno de las protagonistas, restos deformes del pasado en los que ondea muchas veces una bandera española orgullosa no se sabe muy bien de qué.
La película de Pons ofrece así momentos extraños, íntimos, frenopáticos a veces, mirando de frente donde nadie querría mirar. La experiencia, no obstante, se ve interrumpida por la propia realidad: la desaparición de Margarita, y de Pilar. Margarita, la película, tiene así el aspecto de un producto inacabado, a pesar de su epílogo. Quizás cabría esperar una solución distinta, que terminara de dotar de cuerpo a la película. Seguiremos pues, con interés, los futuros pasos de Pons.